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– Todo estaba normal hasta hoy -continuó mi amigo-. Entonces, esta mañana, al salir de la ducha, me chasqueó el culo con una toalla y eso es lo que me hizo ver que andaba cogiendo con alguien.

Su razonamiento me tenía desconcertado. Lo interrogué un poco más. Le pregunté cómo el acto de chasquearlo con una toalla podía revelar tal cosa.

– Si eres un culo, no te revela nada -dijo con veneno en la voz-. Pero yo conozco a Patricia, y el jueves antes de que fuera al encuentro de agentes, ¡no podía chasquear una toalla! De hecho, nunca ha podido chasquear una toalla durante todo el tiempo que llevamos de casados. ¡Alguien tiene que habérselo enseñado cuando andaban desnudos! ¡Así es que la agarré del cuello y la ahorqué para que me dijera la verdad! ¡Sí! ¡Se está cogiendo a su jefe!

Pete dijo que había ido a la oficina de Patricia para agarrarse con su jefe, pero que el hombre estaba bien protegido por sus guardaespaldas. Lo echaron al estacionamiento. Quería romper las ventanas, tirarles piedras, pero las guardaespaldas le dijeron que si lo hacía terminaría en la cárcel, o aún peor, con una bala en la cabeza.

– ¿Son los que te golpearon, Pete? -le pregunté.

– No -dijo, abatido-. Anduve por la calle y entré en la oficina de ventas de una agencia de coches usados. Le di un golpazo al primer vendedor que vino a hablarme. El hombre estaba aturdido, pero no se enojó. Me dijo: «¡Cálmese, señor, cálmese! Aún se puede negociar”.

Cuando lo volví a golpear en la boca, se puso fúrico. Era un tipo grande y me dio en la boca y en el ojo y me dejó tirado en el suelo. Cuando desperté -continuó Pete-, estaba acostado en el sofá de su oficina. Oí que llegaba una ambulancia, así es que me levanté y salí corriendo. Entonces vine a verte.

Empezó a sollozar sin contenerse. Vomitó. Estaba hecho un desperdicio. Llamé a su mujer y en menos de diez minutos llegó al apartamento. Se puso de rodillas delante de Pete y le juró que lo amaba sólo a él, que todo lo demás que ella hacía eran imbecilidades y que el de ellos era un amor de vida o muerte. Los otros no eran nada. Ni siquiera los recordaba. Los dos se desahogaron en llantos, y desde luego se perdonaron. Patricia llevaba gafas oscuras para esconder el hematoma del ojo derecho que le había puesto Pete (Pete era zurdo). Los dos ni sabían ya que estaba yo allí, y se marcharon. Salieron abrazados, dejando la puerta abierta.

La vida parecía continuar como siempre. Mis amigos se portaban conmigo como siempre lo habían hecho. Estábamos como de costumbre, involucrados en ir a fiestas, al cine o simplemente a chismear; o buscando restaurantes donde ofrecieran «todo lo que puedas comer» por el precio de una comida. Sin embargo, a pesar de este estado seudo-normal, un extraño y nuevo factor parecía haber penetrado en mi vida. Como el sujeto que lo experimentaba, se me hizo aparente que de pronto yo me había vuelto muy intolerante. Había empezado a juzgar a mis amigos de la misma manera en que había juzgado al psiquiatra y al profesor de antropología. ¿Quién era yo para ponerme a juzgar a los demás?

Me sentí inmensamente culpable. Juzgar a mis amigos había creado un estado de ánimo desconocido. Pero lo que consideraba peor, era que no sólo los juzgaba, sino que encontraba sus problemas y tribulaciones asombrosamente banales. Yo era el mismo; ellos eran mis mismos amigos. Había escuchado sus quejas y relatos de sus situaciones cientos de veces, y nunca había sentido nada más que un profundo sentido de identificación con lo que oía. Mi horror al descubrir este nuevo ánimo me abrumaba.

El aforismo de que las desgracias nunca vienen solas, no podría haber sido más cierto en aquel momento de mi vida. La desintegración total de mi vida vino cuando mi amigo, Rodrigo Cummings, me pidió que lo llevara al aeropuerto de Burbank; de allí saldría para Nueva York. Era una maniobra de gran drama y desesperación por su parte. Consideraba su maldición estar atrapado en Los Ángeles. Para el resto de sus amigos, era una gran broma el hecho de que había intentado varias veces atravesar en coche todo el país para ir a Nueva York, y cada vez que lo hacía, el coche se le descomponía. Una vez había llegado hasta Salt Lake City antes de que le fallara; necesitaba un motor nuevo. Tuvo que dejarlo allí. La mayoría de las veces le sucedía en las afueras de Los Ángeles.

– ¿Qué le pasa a tus coches, Rodrigo? -le pregunté una vez, con sincera curiosidad.

– No sé -respondió con un velado sentido de culpabilidad. Y entonces con una voz igual a la del profesor de antropología en su papel de predicador fundamentalista, dijo-: Quizás es que cuando salgo a la carretera acelero el coche a toda velocidad porque me siento libre. Usualmente abro todas las ventanillas. Quiero sentir el viento en la cara. Me siento como chico en busca de algo nuevo.

Me resultaba obvio que sus coches, que siempre eran carcachas, ya no tenían la capacidad de viajar a toda velocidad, y que sencillamente les quemaba el motor.

De Salt Lake City, Rodrigo había regresado a Los Ángeles haciendo autostop. Claro que podría haber hecho autostop hasta Nueva York, pero nunca se le ocurrió. Rodrigo parecía padecer de la misma condición que también me afectaba: una pasión inconsciente por Los Ángeles que él quería rechazar a toda costa.

En otra ocasión, su coche estaba en excelente condición mecánica. Podría haber hecho el viaje fácilmente, pero Rodrigo aparentemente no estaba en condiciones de dejar Los Ángeles. Llegó hasta San Bernardino, donde se metió a un cine a ver una película: Los Diez Mandamientos. Esa película, por razones que sólo Rodrigo conocía, le produjo una nostalgia insuperable por Los Ángeles. Regresó y lloró, diciéndome que la pinche ciudad de Los Ángeles le había construido una barrera a su alrededor y no lo dejaba salir. Su esposa estaba feliz de que no se hubiera ido, y su novia, Melissa, estaba aún más contenta, aunque un poco desilusionada porque tuvo que devolverle los diccionarios que él le había regalado.

Su último intento desesperado de llegar a Nueva York por avión, fue aún más dramático, porque sus amigos le prestaron el dinero para el boleto. Dijo que de este modo, como no tenía la menor intención de devolverles el préstamo, se estaba asegurando de que no regresaría. Metí sus maletas en la cajuela de mi coche y salimos para el aeropuerto de Burbank. Comentó que el avión no salía hasta las siete. Era temprano por la tarde y teníamos tiempo suficiente para meternos a un cine. Además, él quería darle un último vistazo a Hollywood Boulevard, el centro de nuestras vidas y actividades.

Fuimos a ver una película épica en technicolor y cinerama. Era una de esas películas insoportables y largas que parecía atraer toda la atención de Rodrigo. Cuando salimos del cine, ya estaba oscureciendo. Me fui a toda velocidad a Burbank en medio de un tránsito pesadísimo. Me exigió que tomáramos las calles en vez de la autopista, que a esas horas estaba congestionada. El avión despegó al llegar nosotros al aeropuerto. Fue la última gota. Sumiso y derrotado, Rodrigo fue a la caja y presentó su boleto para que se lo rembolsaran. La cajera escribió su nombre, le dio un recibo y le dijo que el dinero le llegaría dentro de seis a doce semanas desde Tennessee, donde se encontraban las oficinas de contaduría de la aerolínea.

Regresamos al edificio donde los dos vivíamos. Como no se había despedido de nadie esta vez, por temor a la vergüenza, nadie ni siquiera se había dado cuenta de que había intentado irse una vez más. El único inconveniente era que había vendido su coche. Me pidió que lo llevara a la casa de sus padres, porque su papá iba a darle el dinero que había gastado en su boleto. Su padre siempre había sido, durante todo el tiempo que yo lo había conocido, el hombre que sacaba de apuros a Rodrigo en cada situación problemática que se metía. El eslogan del padre era: «¡No temas, Rodrigo padre te espera!» Después de oír la petición de Rodrigo de un préstamo para pagar su otro préstamo, el padre miró a mi amigo con la expresión más triste que jamás había visto yo. Él mismo estaba con terribles problemas económicos.