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Emilito dijo, como si su voz fuera un eco de Juan Tuma, que los dos confiaban en que yo podría cumplir mi tarea. Ellos me esperarían, pues algún día yo me les uniría. Juan Tuma añadió que el Águila me había puesto con el grupo del nagual Juan Matus porque ésa era mi unidad de rescate. Nuevamente me abrazaron y al unísono me susurraron que debía tener confianza en mí mismo.

Después vinieron las guerreras a mí. Cada una de ellas me abrazó y me susurró un deseo en el oído, un deseo de plenitud y logros.

La mujer nagual fue la última que se me acercó. Tomó asiento y me sentó en sus faldas como si yo fuera un niño. Exudaba afecto y pureza. Perdí el aliento. Nos pusimos en pie y caminamos por el cuarto. Hablamos y examinamos nuestro destino. Fuerzas imposibles de concebir nos habían guiado a ese momento culminante. El pavor que sentí fue inconmensurable. Y así era también mi tristeza.

Entonces me reveló una porción de la regla que se aplicaba al nagual de tres puntas. Ella se encontraba en un estado de agitación extrema y sin embargo estaba calmada. Su intelecto era impecable y sin embargo no trataba de razonar nada.

Su estado de ánimo en su último día en la tierra era inaudito y me lo transmitió. Era como si hasta ese momento yo no me hubiese dado cuenta de la finalidad de nuestra situación. Estar en el lado izquierdo implicaba que lo inmediato tomaba precedencia, lo cual hacía que para mí fuera prácticamente imposible prever más allá de ese momento. Sin embargo, el contacto con la mujer nagual atrapó algo de mi conciencia del lado derecho y su capacidad para prejuzgar lo mediato. Comprendí entonces por completo que nunca más la volvería a ver. ¡Y eso para mí era una angustia sin límite!

Don Juan decía que en el lado izquierdo no hay lugar para las lágrimas, que un guerrero no puede llorar, y que la única expresión de angustia es un estremecimiento que viene desde las profundidades mismas del universo. Es como si una de las emanaciones del Águila fuese la angustia. El estremecimiento del guerrero es infinito. Mientras la mujer nagual me hablaba y me abrazaba, yo sentí ese estremecimiento.

Ella puso sus brazos en torno a mi cuello y apretó su cabeza contra la mía. Sentí que me estaba exprimiendo como un pedazo de trapo, y que algo emergía de mi cuerpo, o del de ella hacia el mío. Mi angustia fue tan intensa y me inundó tan rápido que perdí el control de los músculos. Caí al suelo, con la mujer nagual aún abrazada a mí. Pensé, como si estuviera en un sueño, que debió haberse cortado la frente durante nuestra caída. Su rostro y el mío estaban cubiertos de sangre. La sangre había hecho un estanque en sus ojos.

Don Juan y don Genaro me alcanzaron con presteza. Me sostuvieron. Yo tenía espasmos incontrolables, como ataques. Las guerreras rodearon a la mujer nagual; después hicieron una hilera a la mitad del cuarto. Los hombres se les unieron. En un momento se creó una innegable cadena de energía que fluía entre ellos. La hilera se movió y desfiló enfrente de mí. Cada uno de ellos se acercó y se detuvo frente a mí durante un momento, pero sin romper fila. Era como si se deslizaran en una rampa movible que los transportaba y que los hacía detenerse y encararse por un segundo. Los cuatro propios avanzaron primero, con los hombres a la cabeza, después los siguieron los guerreros, luego las ensoñadoras, las acechadoras y, por último, la mujer nagual. Pasaron frente a mí y durante un segundo o dos permanecieron a plena vista; después desaparecieron en la negrura de la misteriosa grieta que había aparecido en el cuarto.

Don Juan oprimió mi espalda y me ayudó a contrarrestar un poco de mi angustia intolerable. Dijo que comprendía mi dolor, y que la afinidad del hombre nagual y de la mujer nagual es algo que no puede formularse. Existe como resultado de las emanaciones del Águila; una vez que las dos personas se juntan y se separan, no hay manera de llenar la vaciedad, porque no se trata de una vaciedad social, sino de un movimiento de esas emanaciones.

Don Juan me dijo entonces que iba a hacerme cambiar hasta mi extrema derecha. Dijo que era una maniobra conmiserativa pero temporal; por el momento me ayudaría a olvidar, pero no me sería un alivio cuando recordase.

Don Juan también me dijo que el acto de recordar es absolutamente incomprensible. En realidad se trata del acto de acordarse de uno mismo, que uno cesa cuando el guerrero recupera la memoria de las acciones llevadas a cabo en la conciencia del lado izquierdo, sino que prosigue hasta recuperar cada uno de los recuerdos que el cuerpo luminoso ha almacenado desde el momento de nacer.

Las acciones sistemáticas que los guerreros llevan a cabo en estados de conciencia acrecentada son un recurso para permitir que el otro yo se revele en términos de recuerdos. Este acto de recordar, aunque parece estar asociado solamente con los guerreros, es algo que pertenece a cualquier ser humano; cada uno de nosotros puede ir directamente a los recuerdos de nuestra luminosidad con resultados insondables.

Don Juan me dijo entonces que ellos partirían ese mismo día, a la hora del crepúsculo, y que lo que aún tenía que hacer conmigo era crear una apertura, una interrupción en el continuo de mi tiempo. Iban a hacerme saltar un abismo como medio de interrumpir la emanación del Águila que es responsable de mi sensación de ser completo y uniforme. El salto tendría que hacerse cuando yo estuviera en un estado de conciencia normal, y la meta era que mi segunda atención tomara el control; en vez de morir en el fondo del abismo, yo entraría plenamente en el otro yo. Don Juan me dijo que finalmente saldría del otro yo otra vez que mi energía se agotara, pero no en la montaña de la cual yo iba a saltar. Predijo que yo resurgiría en mi lugar favorito, cualquiera que éste fuese. Esa sería la interrupción del continuo de mi tiempo,

Después, don Juan me sacó completamente de mi conciencia del lado izquierdo. Y yo olvidé mi angustia, mi propósito, mi tarea.

Al atardecer de ese día, Pablito, Néstor y yo, en verdad saltamos dentro de un precipicio. El golpe del nagual había sido tan exacto y tan conmiserativo que nada de esa extraordinaria despedida trascendió más allá del otro extraordinario acto de saltar a una muerte segura, y no morir. Pavoroso como fue ese acontecimiento, resultaba pálido en comparación con lo que tuvo lugar en el otro dominio.

Don Juan me hizo saltar en el preciso momento en que él y todos sus guerreros habían encendido sus conciencias. Tuve una visión, como de sueño, de una hilera de gente que me miraba. Después lo racionalicé como si fuera parte de una serie de visiones o alucinaciones que tuve después de saltar. Esta era la magra interpretación de mi conciencia del lado derecho, abrumada por lo pavoroso del evento total.

En mi lado izquierdo, sin embargo, comprendí que había entrado en el otro yo, pero sin la ayuda de mi racionalidad. Los guerreros del grupo de don Juan me habían agarrado por un instante eterno, antes de que se desvanecieran en la luz total, antes de que el Águila los dejara pasar. Yo sabía que se hallaban esperando a don Juan y a don Genaro en una esfera de las emanaciones del Águila, que estaba más allá de mi alcance. Vi a don Juan tomando la delantera. Y después sólo hubo una fila de exquisitas luces en el cielo. Algo como un viento parecía hacer que la fila se contrajera y oscilara. En un extremo de la línea de luces, donde se hallaba don Juan, había un inmenso brillo. Pensé en la serpiente emplumada de la leyenda tolteca. Y después las luces se desvanecieron.