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Florinda dejó de hablar y me abrazó. Me susurró al oído que regresaría a finalizar su instrucción algún día, cuando yo hubiese ganado la totalidad de mí mismo.

Don Juan pidió a todos que se acercaran a donde yo estaba. Me rodearon. Don Juan fue el primero en hablarme. Dijo que yo no podía ir con ellos en su viaje definitivo porque era imposible que retractara mi tarea. Bajo esas circunstancias lo único que ellos podían hacer por mí era darme sus mejores votos. Añadió que los guerreros no tienen vida propia. A partir del momento en que comprenden la naturaleza de la conciencia, dejan de ser personas y la condición humana ya no forma parte de su visión. Yo tenía un deber como guerrero y sólo eso era lo que contaba a fin de cumplir la tenebrosa tarea que me había confiado. Puesto que yo había prescindido de mi vida, ellos ya no tenían nada que decirme, salvo que debería dar lo mejor de mí. Y yo tampoco tenía nada que decirles, salvo que había comprendido y qué aceptaba mi destino.

Después, Vicente vino a mi lado. Habló muy quedamente. Dijo que el reto de un guerrero consiste en llegar a un equilibrio muy sutil de fuerzas positivas y negativas. Este reto no quiere decir que un guerrero deba de luchar por tener todo bajo su control, sino que el guerrero debe de luchar por enfrentar cualquier situación concebible, lo esperado y lo inesperado, con igual eficiencia. Ser perfecto en circunstancias perfectas es ser un guerrero de papel. Mi desafío consistía en quedarme atrás. El de ellos era irrumpir en lo desconocido. Ambos desafíos eran agobiantes. Para los guerreros, la excitación de quedarse es igual a la excitación del viaje. Ambos son los mismos, porque los dos entrañan el cumplimiento de un cargo sagrado.

El siguiente que vino a hablarme fue Silvio Manuel; dijo que a él le importaba lo práctico. Me dio una fórmula, un encantamiento para las horas en que mi tarea fuese mayor que mi fuerza; ése fue el encantamiento que me vino a la mente la primera vez que recordé a la mujer nagual.

Ya me di al poder que a mi destino rige.

No me agarro ya de nada, para así no tener nada que defender.

No tengo pensamientos, para así poder ver.

No temo ya a nada, para así poder acordarme de mí

Sereno y desprendido,

Me dejará el águila pasar a la libertad.

Me dijo que iba a revelarme una maniobra práctica de la segunda atención. Y sin más ni más se convirtió en una bola de luz, en un huevo luminoso. Volvió a su apariencia normal y repitió la transformación tres o cuatro veces. Comprendí perfectamente bien lo que hacia. No necesitaba explicármelo y sin embargo me era imposible formular en palabras lo que yo sabía.

Silvio Manuel sonrió, consciente de mi problema. Dijo que se requería una enormidad de fuerza para abandonar el intento de la vida de todos los días. El secreto que me acababa de revelar era como facilitar el abandono del intento. Para poder hacer lo que él había hecho, uno debe enfocar la atención en la superficie del cascarón luminosa.

Una vez más se volvió una bola de luz y después se me hizo obvio lo que ya sabía desde el principio. Silvio Manuel volvió los ojos y por un instante los enfocó en el punto de la segunda atención. Su cabeza estaba erguida, encarando lo que estaba delante de sí, sólo sus ojos estaban sesgados. Dijo que un guerrero debe evocar el intento. En la mirada está el secreto. Los ojos convocan el intento.

Me puse eufórico. Por fin era yo capaz de considerar algo que yo sabía sin saberlo en verdad. La razón por la que el ver parece ser visual es porque necesitamos los ojos para enfocar el intento. Don Juan y su grupo de guerreros sabían cómo usar los ojos para atrapar otros aspectos del intento y a este acto le llamaban ver. Lo que Silvio Manuel me había mostrado era la verdadera función de los ojos, los atrapadores del intento.

Utilicé entonces mis ojos premeditadamente para convocar el intento. Los concentré en el punto de la segunda atención. De repente, don Juan, sus guerreros, doña Soledad y Eligió eran huevos luminosos, pero no la Gorda, las tres hermanitas y los Genaros. Seguí moviendo la mirada de un lado al otro; entre las burbujas de luz y la gente, hasta que escuché un crujido en la base de mi cuello, y todos los que estaban en mi cuarto eran huevos, luminosos. Por un instante sentí que no podía saber quién era quién, pero luego mis ojos lograron ajustarse y sostuve dos aspectos del intento, dos imágenes al mismo tiempo. Podía ver sus cuerpos físicos y también sus luminosidades. Las dos escenas no se hallaban una encima de la otra, sino que estaban separadas, y sin embargo no podía concebir cómo. Definitivamente tenía dos canales de visión; ver estaba íntimamente unido a mis ojos y no obstante era algo independiente de ellos. Si los cerraba, aún podía ver los huevos luminosos, pero no los cuerpos físicos.

En un momento tuve la sensación clarísima de que yo sabía cómo cambiar mi atención hacia mi luminosidad. También sabía que para volver de nuevo al nivel físico todo lo que tenía que hacer era enfocar los ojos en mi cuerpo.

Don Juan vino luego a mi lado y me dijo que el nagual Juan Matus, como regalo de despedida, me había dado el deber, Vicente me dio el reto, Silvio Manuel me dio magia, y él iba a darme la gracia. Me miró de arriba abajo y comentó que yo era el nagual de apariencia más lamentable que hubiera visto. Examinó a los aprendices, meneó la cabeza y concluyó que con una apariencia tan deplorable lo único que nos quedaba era ser optimista y ver el lado positivo de las cosas. Nos contó el chiste de una muchacha pueblerina que fue seducida por un agente viajero que le prometió matrimonio. Cuando llegó el día de la boda y le dijeron que el novio había huido del pueblo, ella no se inmutó, sonrió con fatalidad y dijo que no todo estaba perdido. Perdió la virginidad, sí, pero menos mal que todavía no había matado al lechón de la fiesta.

Don Genaro recomendó que lo único que podía ayudarnos a salir de esa situación, que era la de la novia vestida y alborotada, era aferrarnos a nuestros lechones, cualesquiera que fuesen, y reírnos a carcajadas. Sólo a través de la risa podríamos cambiar nuestra condición.

Nos instó con gestos de la cabeza y de las manos a que nos riéramos. Se arrodilló y nos pidió una carcajadita. Ver a don Genaro de rodillas y a los aprendices tratando de carcajearse era tan ridículo como mis propios intentos. Repentinamente yo estaba riendo estentóreamente con don Juan y sus guerreros.

Don Genaro, que siempre bromeaba que yo era poeta y loco, me pidió que le leyera un poema en voz alta. Dijo que quería resumir sus sentimientos y sus recomendaciones con el poema que celebra la vida, la muerte y la risa. Se refería a un fragmento del poema de José Gorostiza Muerte sin fin.

La mujer nagual me tendió el libro y yo leí la parte que siempre le gustaba a don Juan y a don Genaro.

Ay, una ciega alegría,

un hambre de consumir

el aire que se respira,

la boca, el ojo, la mano;

estas pungentes cosquillas

de disfrutarnos enteros

en un solo golpe de risa,

ay, esta muerte insultante,

procaz, que nos asesina

a distancia, desde el gusto

que tomamos en morirla,

por una taza de té,

por una apenas caricia.

El efecto del poema fue aniquilante. Sentí un estremecimiento. Emilito y Juan Tuma fueron a mi lado. No dijeron una sola palabra. Sus ojos brillaban como canicas negras. Todos sus sentimientos parecían concentrarse en sus ojos. Juan Tuma dijo muy suavemente que una vez él me había introducido en su casa en los misterios de Mescalito y que eso había sido un precursor de otra ocasión en la rueda del tiempo en la que él me introduciría en el último de los misterios: la libertad.