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"Siendo mujer, los secretos no me importan un pepino. No me siento obligada a guardarlos. La obsesión por los secretos es la manera como pagan ustedes los hombres por ser importantes en la sociedad. La contienda es sólo para los hombres, porque los agravia el tener que borrarse y encuentran maneras curiosas de reaparecer, como sea, de vez en cuando. Mira lo que te pasa a ti, por ejemplo; ahí andas dando clases y hablando con todo el mundo.

Florinda me ponía nervioso de una manera muy peculiar. Me sentía extrañamente inquieto en su presencia. Yo admitía sin vacilación que don Juan y Silvio Manuel también me hacían sentir nervioso y aprensivo, pero de una manera muy distinta. En realidad les tenía miedo, especialmente a Silvio Manuel. Me aterrorizaba y, sin embargo, había aprendido a vivir con mi terror. Florinda no me asustaba. Mi nerviosidad era más bien una especie de fastidio; me sentía incómodo con su franqueza y donaire.

Ella no fijaba su mirada en mí de la manera cómo don Juan y Silvio Manuel lo hacían. Ellos siempre me escudriñaban fijamente hasta que yo movía la cara en un gesto de sumisión. Florinda sólo me miraba por un instante. Sus ojos iban continuamente de una cosa a la otra. Parecía examinar no sólo mis ojos, sino cada centímetro de mi cara y de mi cuerpo. Conforme hablaba, sus ojos se movían, con miradas rápidas, de mi rostro a mis manos, o a sus pies, o al techo.

– No te sientes muy bien conmigo, ¿verdad? -me preguntó.

Su pregunta definitivamente me tomó por sorpresa. Reí. Su tono no era belicoso en lo más mínimo.

– Sí -dije.

– Ah, es perfectamente comprensible -prosiguió-. Estás acostumbrado a ser hombre. Para ti la mujer se hizo sólo para tu uso. Tú crees que la mujer es estúpida por naturaleza. Y el hecho de que eres hombre y nagual te hace las cosas todavía más difíciles.

Me sentí obligado a defenderme. Pensé que era una dama obstinada y quería decírselo en la cara. Empecé muy bien, pero me desinflé casi al instante al oír su risa. Era una risa gozosa y juvenil. Don Juan y don Genaro solían reírse de mí a menudo de esa manera. Pero la risa de Florinda tenía una vibración distinta. No había ninguna premura, ninguna presión en ella.

– Mejor vámonos adentro -dijo-. No debe haber nada que te distraiga. El nagual Juan Matus ya te ha distraído lo suficiente, te ha mostrado el mundo; eso era importante para lo que te tenía que decir. Yo tengo otras cosas que decirte, que requieren otro ambiente.

Nos sentamos en un sofá con asientos de cuero, en una habitación con puerta al patio. Me sentí muy a gusto allí. Ella de inmediato comenzó con la historia de su vida.

Me dijo que había nacido en la República Mexicana, en una ciudad bastante grande. Su familia era acomodada. Como era hija única, sus padres la consintieron desde el momento en que nació. Sin ningún rasgo de falsa modestia, Florinda admitió que siempre supo que era hermosa. Dijo que la belleza es un demonio que se engendra y prolifera cuando se le admira. Me aseguró que podía decir sin la menor duda que ese demonio es el más difícil de vencer, y que si yo examinaba a la gente hermosa encontraría a los seres más infelices que se puedan imaginar.

No quería discutir con ella, pero tenía un deseo sumamente intenso de decirle que era bastante dogmática. Debió darse cuenta de mis sentimientos. Me guiñó un ojo.

– Son seres desdichados, créemelo -continuó-. Aguijonéalos. Dales a saber que no estás de acuerdo con su idea de que son hermosos y por eso importantes. Vas a ver lo que pasa.

Florinda continuó con su historia. Dijo que no era posible culpar totalmente a sus padres o culparse ella misma por su presunción. Todos los que la rodeaban desde su infancia habían conspirado para hacerla sentir importante y única.

– Cuando tenía quince años -prosiguió-, yo estaba segura de ser lo más exquisito que pisó la tierra. Todo el mundo me lo decía, especialmente los hombres.

Confesó que durante los años de su adolescencia disfrutó del cortejo y la adulación de numerosos admiradores. A los dieciocho, juiciosamente decidió casarse con el mejor candidato entre no menos de once serios pretendientes. Se casó con Celestino, un hombre de recursos, quince años mayor que ella.

Florinda describía su vida de casada como el paraíso terrenal. A su enorme círculo de amigos añadió los de Celestino. El efecto total era una vacación perenne.

Su éxtasis, sin embargo, sólo duró seis meses, que pasaron casi sin advertirse. Todo llegó a un final de lo más abrupto y brutal cuando contrajo una enfermedad misteriosa y paralizante. El pie, tobillo y pantorrilla de su pierna izquierda empezaron a hincharse. Su hermosísima figura se arruinó. La hinchazón fue tan intensa que no pudo caminar más. Los tejidos cutáneos empezaron a ampollarse y a supurar. Toda la parte inferior de su pierna izquierda, de la rodilla hacia abajo, se llenó de costras y de una secreción pestilente. La piel se endureció. Y la enfermedad fue diagnosticada como elefantiasis. Los intentos que hicieron los médicos por curarla fueron torpes y dolorosos, y la conclusión final fue que sólo en Europa había centros médicos lo suficientemente avanzados para emprender una cura.

En cuestión de tres meses el paraíso de Florinda se había convertido en un infierno en la tierra. Desesperada y en verdadera agonía quería morir antes que seguir así. Su sufrimiento era tan práctico que un día una criada, que ya no pudo soportar más verla así, le confesó que la antigua amante de Celestino la había sobornado para que echara cierta mezcla en su comida: un veneno manufacturado por brujos. La criada, como acto de contrición, prometió llevarla con una curandera, una mujer que se decía era la única que podía contrarrestar ese veneno.

Florinda rió al recordar su dilema. Era una devota católica. No creía en brujerías ni en curanderos indios. Pero sus dolores eran tan intensos, y su condición tan seria, que estaba dispuesta a probar cualquier cosa. Celestino se opuso decididamente. Quería enviar a la criada a la cárcel. Florinda intercedió, no tanto por compasión sino por temor a que no pudiera encontrar a la curandera ella sola.

Florinda se puso en pie repentinamente. Me dijo que tenía que irme. Me tomó del brazo y me condujo a la puerta como si yo fuera su más antiguo y querido amigo. Me explicó que me hallaba agotado, ya que estar en la conciencia del lado izquierdo es una condición frágil y especial que debe de usarse parsimoniosamente; y, por cierto, no es un estado de poder. La prueba residía en que yo casi había muerto cuando Silvio Manuel trató de agrupar mi segunda atención forzándome a entrar en ella. Florinda me dijo que no hay manera en que uno pueda ordenar a alguien, o a uno mismo, a hacer lo que los guerreros llaman "replegar" el conocimiento. Eso más bien es un asunto lento; el cuerpo, en el momento adecuado y bajo las apropiadas circunstancias de impecabilidad, agrupa su conocimiento sin la intervención de la volición.

Nos quedamos en la puerta principal durante un rato, intercambiando comentarios agradables y trivialidades. Repentinamente dijo que el nagual Juan Matus me había llevado con ella ese día porque él sabía que estaba a punto de concluir su estadía en la tierra. Las dos formas de instrucción que yo había recibido, de acuerdo con el plan de Silvio Manuel, ya se habían llevado a cabo. Todo lo que quedaba pendiente era lo que ella me tenía que decir. Subrayo que la suya no era una instrucción propiamente hablando, sino más bien el acto de establecer un vínculo con ella.

La próxima vez que don Juan me llevó donde Florinda, un momento antes de dejarme en la puerta me repitió que ella ya me había dicho que se estaba aproximando el momento en que él y su grupo iban a entrar en la tercera atención. Antes de que pudiera hacerle preguntas, me empujó al interior de la casa. Su empellón no sólo me envió adentro de la casa, sino también adentro del estado de conciencia más agudo. Vi la pared de niebla.