Don Juan se dirigía a una puerta que yo difícilmente podía distinguir al final de un oscuro pasillo. La mujer lo regaño por ignorar hacia dónde se dirigía. Nos condujo por otro pasillo oscuro. La casa parecía inmensa, y no había una sola luz en ella. La mujer abrió una puerta que conducía a un cuarto muy grande, casi vacío a excepción de dos viejas sillas en el centro, bajo el foco más débil que jamás he visto. Era un foco alargado, antiguo.
Otra mujer se hallaba sentada en uno de los sillones. La primera mujer tomó asiento en un pequeño petate y reclinó su espalda contra la otra silla. Después colocó sus muslos contra los senos, descubriéndose por completo. No usaba ropa interior. La contemplé, estupefacto.
En un tono áspero y feo, la mujer me preguntó que por qué le estaba yo mirando descaradamente la vagina. No supe qué decir y sólo lo negué. Ella se levantó y pareció estar a punto de golpearme. Exigió que confesará que me había quedado con la boca abierta ante ella porque nunca había visto una vagina en mi vida. Me aterré. Me hallaba completamente avergonzado y luego me sentí irritado por haberme dejado atrapar en tal situación.
La mujer le preguntó a don Juan qué tipo de nagual era yo que nunca había visto una vagina. Empezó a repetir esto una y otra vez; gritándolo a todo pulmón. Corrió por todo el cuarto y se detuvo en la silla donde se hallaba sentada la otra mujer. La sacudió de los hombros y, señalándome, le dijo que yo nunca había visto una vagina en toda mi vida.
Me hallaba mortificado. Esperaba que don Juan hiciera algo para evitarme esa humillación. Recordé que me había dicho que esas mujeres estaban bien locas. Se había quedado corto: esa mujer estaba en su punto para el manicomio. Miré a don Juan, en busca de consejo y apoyo. El desvió su mirada. Parecía hallarse igualmente perdido, aunque me pareció advertir una sonrisa maliciosa, que ocultó rápidamente volviendo la cabeza.
La mujer se tendió boca arriba, se alzó la falda y me ordenó que mirara hasta hartarme en vez de estar con miraditas aviesas. Mi rostro debió enrojecer, a juzgar por el calor que sentí en la cabeza y el cuello. Me hallaba tan molesto que casi perdí el control. Tenía ganas de aplastarle la cabeza.
La mujer que se hallaba en la silla repentinamente se puso en pie y tomó del pelo a la otra; la hizo levantarse con un solo movimiento, al parecer sin ningún esfuerzo. Se me quedó mirando con los ojos entrecerrados, y aproximó su rostro a unos cinco centímetros del mío. Su olor era sorprendentemente fresco.
Con una voz muy chillante dijo que deberíamos acabar con lo que empezamos. Las dos mujeres quedaron muy cerca de mí bajo el foco. No se parecían. La segunda era de mayor edad, o daba esa impresión. Su cara se hallaba cubierta por una densa capa de polvo cosmético que le daba una apariencia de bufón. Su cabello estaba arreglado en un moño. Parecía muy serena, salvo un continuo temblor en el labio inferior y la barbilla.
Las dos eran igualmente altas y fuertes en apariencia; ambas se irguieron amenazadoras sobre mí y me observaron un rato largo. Don Juan no hizo nada por romper su fijeza. La mujer de más edad asintió con la cabeza y don Juan me dijo que se llamaba Zuleica y que era ensoñadora. La mujer que había abierto la puerta se llamaba Zoila, y era acechadora.
Zuleica se volvió hacia mí y, con voz de loro, me preguntó si en verdad nunca había visto una vagina. Don Juan ya no pudo conservar más tiempo la compostura, y empezó a reír. Con un gesto, le hice ver que no sabía qué decir. Me susurró en el oído que lo mejor sería decir que no; de otra manera tendría que describir una vagina, porque eso me exigiría después Zuleica.
Respondí como don Juan me indicó y Zuleica comentó que sentía lástima por mí. Y luego ordenó a Zoila que me enseñara su vagina. Zoila se tendió boca arriba bajo el foco y abrió los muslos.
Don Juan reía y tosía. Le supliqué que me sacara de ese manicomio. De nuevo me susurró en el oído que lo que debía hacer era mirar bien y mostrarme atento e interesado, porque si no tendríamos que quedarnos allí hasta el Día del Juicio.
Después de un examen cuidadoso y atento, Zuleica dijo que a partir de ese momento podía yo alardear de ser un conocedor, y que si alguna vez me topaba con una mujer sin pantaletas, ya no sería tan vulgar y obsceno como para quedarme bizco mirándola, porque ya había visto una vagina.
Caminando muy despacio, Zuleica nos condujo al patio. Me susurró que allí se hallaba alguien esperando conocerme. El patio estaba en completas tinieblas. A duras penas podía distinguir las siluetas de los otros. Entonces vi el oscuro contorno de un hombre que se hallaba a unos cuantos metros de mí. Mi cuerpo experimentó una sacudida involuntaria.
Don Juan le habló a ese hombre con una voz muy baja, y dijo que me había llevado con él para que lo conociera. Le dijo cómo me llamaba. Después de un momento de silencio, don Juan me dijo que el hombre se llamaba Silvio Manuel, que era el guerrero de la oscuridad y el verdadero jefe de todo el grupo de guerreros. Después, Silvio Manuel me habló. Me dio la impresión de que tenía un desorden en el habla: su voz era amortiguada y las palabras le salían como suaves estallidos de tos.
Me ordenó que me acercara. Cuando traté de aproximarme, él retrocedió, exactamente como si flotara. Me llevó a un receso aún más oscuro del pasillo, caminando, o eso parecía, hacia atrás y sin ruido. Murmuró algo que no pude comprender. Quise hablar, pero la garganta me picaba y estaba reseca. Me repitió algo dos o tres veces hasta que comprendí que me estaba ordenando que me desnudara. Había algo abrumador en su voz y en la oscuridad que lo envolvía. No pude desobedecer. Me quité la ropa y quedé desnudo, temblando de temor y de frío.
Estaba tan oscuro que no podía ver si don Juan y las dos mujeres aún estaban allí. Escuché un suave y prolongado siseo que se originaba muy cerca de mí; entonces sentí una brisa fresca. Comprendí que Silvio Manuel exhalaba su aliento sobre todo mi cuerpo.
Después me pidió que me sentara en mi ropa y mirara un punto brillante que con facilidad yo podía distinguir en la oscuridad, un punto que daba una tenue luz ámbar. Me pareció que me quedé mirando horas enteras hasta qué de súbito comprendí que el punto de brillantez era el ojo izquierdo de Silvio Manuel. Pude distinguir entonces el contorno de todo su rostro y de su cuerpo. El pasillo no estaba tan oscuro como parecía. Silvio Manuel avanzó hacia mí y me ayudó a incorporarme. Me encantó ver en la oscuridad con tal claridad. Ni siquiera me importaba estar desnudo o que, como entonces advertí, las mujeres me miraran. Al parecer, ellos también podían ver en la oscuridad; me observaban. Quise ponerme el pantalón, pero Zoila me lo arrebató de las manos.
Las dos mujeres y Silvio Manuel me observaron durante un largo rato. Después, don Juan se presentó repentinamente, me dio mis zapatos, y Zoila nos llevó por un corredor a un patio abierto, con árboles. Distinguí la negra silueta de una mujer parada en la mitad del patio. Don Juan le habló y ella murmuró algo como respuesta. Don Juan me dijo que era una mujer del Sur, se llamaba Marta, y era la asistente de las dos mujeres del Oeste. Marta dijo que podría apostar que yo nunca me había presentado a una mujer estando desnudo; el procedimiento habitual es conocerse y desvestirse después. Rió con fuerza. Su risa era tan agradable, tan clara y joven, que me estremeció. Su risa repercutió por toda la casa, aumentada por la oscuridad y el silencio que allí reinaba. Miré a don Juan en busca de apoyo. Se había ido, y Silvio Manuel también. Me hallaba solo con las tres mujeres. Me puse muy nervioso y le pregunté a Marta si sabía a dónde se había ido don Juan. En ese preciso momento, alguien me agarró de la piel de mis axilas. Grité de dolor. Supe que había sido Silvio Manuel. Me levantó como si yo no pesara nada y me sacudió hasta que se me salieron los zapatos. Después me puso de pie en una estrecha tina de agua helada que me llegaba a las rodillas.