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Don Juan caminó entre ellas como si fueran dos columnas que señalaban un portón. Avanzó un par de pasos y se volvió como si esperara que ellas me invitaran a pasar. Me observaron calmadamente durante unos momentos. Después Cecilia me invitó a entrar, como si yo me hallara en el umbral de una puerta verdadera.

Don Juan guió el camino hacia la casa. En la puerta principal encontramos a un hombre. Era muy delgado. A primera vista era bastante joven, pero un escrutinio más agudo revelaba que parecía tener casi sesenta años. Me dio la impresión de ser un niño viejo: pequeño, fuerte y nervioso, con penetrantes ojos oscuros. Era como una sombra. Don Juan me lo presentó como Emilito, y dijo que era su propio, su asistente personal, y que él me daría la bienvenida a nombre suyo.

Me pareció que Emilito en verdad era el ser más apropiado para bienvenir a cualquiera. Su sonrisa era radiante, sus pequeños dientes estaban perfectamente alineados. Me dio la mano, o más bien cruzó sus antebrazos y apretó mis dos manos. Parecía exudar gozo, y cualquiera habría dicho que estaba extático de verme. Su voz era muy suave y sus ojos chisporroteaban.

Entramos a un gran cuarto. Allí estaba otra mujer. Don Juan me dijo que se llamaba Teresa y que era la ayudante de Cecilia y Delia. Quizás apenas tenía unos treinta años, y definitivamente parecía ser hija de Cecilia. Era muy callada, pero amistosa. Seguimos a don Juan al fondo de la casa, donde había una terraza techada. Era un día cálido. Nos sentamos a una mesa, y después de una frugal merienda conversamos hasta la medianoche.

Emilito fue el anfitrión. Encantó y deleitó a todos con sus historias exóticas. Las mujeres se animaron. Eran un público magnífico. Oír su risa era un placer exquisito. En un momento, cuando Emilito dijo que ellas eran como sus dos madres, y Teresa como su hija, lo alzaron al vuelo y lo echaron al aire como si fuera un niño.

De las dos, Delia me parecía la más racional, con los pies en la tierra. Cecilia era quizá más indiferente, pero parecía tener mayor fuerza interna. Me dio la impresión de ser más intolerante o más impaciente; parecía irritarse con algunos de los cuentos de Emilito. No obstante, definitivamente era toda oídos cuando él contaba lo que llamaba sus "cuentos de la eternidad". Cada historia era precedida por la frase "¿sabían ustedes, queridos amigos, que…?" La historia que más me impresionó trataba de unas criaturas que según él existían en el universo y que eran lo más próximo a seres humanos, sin serlo; eran criaturas obsesionadas con el movimiento, capaces de percibir la más ligera fluctuación dentro o en torno de ellas. Eran tan sensitivas al movimiento que éste constituía una maldición para ellas, algo tan terriblemente doloroso que su máxima ambición era encontrar la quietud.

Emilito intercalaba entre sus cuentos de la eternidad los más terribles chistes picantes. Debido a sus increíbles dotes como narrador, me dio la impresión de que cada una de sus historias era una metáfora, una parábola, a través de la cual nos enseñaba algo.

Don Juan dijo que no era así, que Emilito simplemente reportaba lo que había presenciado en sus viajes por la eternidad. La función de un propio consistía en viajar por delante del nagual, como explorador de una operación militar. Emilito había llegado hasta los límites de la segunda atención, y todo lo que presenciaba lo transmitía a los demás.

Mi segundo encuentro con los guerreros de don Juan fue tan preparado como el primero. Un día don Juan me hizo cambiar niveles de conciencia y me informó que yo iba a tener una segunda cita. Me hizo manejar a Zacatecas, en el norte de México. Llegamos allí muy temprano en la mañana. Don Juan me dijo que se trataba solamente de una escala, y que teníamos hasta el día siguiente para descansar antes de emprender mi segundo encuentro formal con las mujeres del Este y el guerrero erudito de su grupo. Me empezó a hablar entonces de un delicado e intrincado asunto de elección. Dijo que habíamos conocido al Sur y al propio a media tarde, porque él había hecho una interpretación personal de la regla y había elegido esa hora para representar la noche. El Sur verdaderamente era la noche -una noche cálida, propicia, agradable-, y propiamente debimos haber ido a conocer a las dos mujeres del Sur después de la medianoche. Sin embargo, eso no hubiera sido buen auspicio para mí, puesto que mi dirección general era hacia la luz, hacia el optimismo, un optimismo que se desenvuelve armoniosamente y entra en el misterio de la oscuridad. Dijo que eso era precisamente lo que habíamos hecho ese día; habíamos disfrutado nuestra reunión, conversando y riendo en la luz del día y en la total oscuridad de la noche. Me extraño en esa ocasión por qué no encendían las lámparas.

Don Juan dijo que el Este, por otra parte, era la mañana, la luz, y que deberíamos visitar a las mujeres del Este en la mañana del día siguiente.

Antes del desayuno fuimos al zócalo y tomamos asiento en una banca. Don Juan me pidió que me quedara allí y los esperase mientras él hacía algunos mandados. Se fue, y poco después llegó una mujer y tomó asiento en el otro extremo de la banca. No le presté ninguna atención y empecé a leer un periódico. Un momento después otra mujer se le unió. Quise irme a otra banca, pero recordé que don Juan había especificado que yo debía sentarme allí. Di la espalda a las mujeres y ya me había olvidado que estaban allí, puesto que todos estábamos en perfecto silencio, cuando un hombre las saludó y se detuvo, justo frente a mí. Me di cuenta, a través de su conversación, que las mujeres lo habían estado esperando. El hombre se disculpó por su tardanza. Obviamente quería sentarse. Me deslicé un poco para hacerle espacio. Me dio las gracias profusamente y se disculpó por molestarme. Me dijo que los tres estaban absolutamente perdidos en la ciudad porque eran gente del campo, que una vez habían ido a la ciudad de México y casi se mueren en el tráfico. Me preguntó si yo vivía en Zacatecas. Le dije que no y me disponía a concluir nuestra conversación en ese momento, pero había algo muy cautivador en su sonrisa. Era un hombre viejo, notablemente conservado para su edad. No era indio. Parecía un caballero agricultor de pueblo rural. Vestía traje y tenía puesto un sombrero de paja. Sus rasgos eran muy delicados, y la piel era casi transparente. Tenía nariz perfilada, boca pequeña y una barba blanca, corta y perfectamente peinada. Se veía extraordinariamente sano y, a la vez, parecía frágil. Era de estatura mediana, musculoso, pero al mismo tiempo daba la impresión de ser delgado, casi débil.

Se puso en pie y se presentó. Me dijo que se llamaba Vicente Medrano, que estaría en la ciudad solamente por ese día, y que las dos mujeres eran sus hermanas. Las mujeres se levantaron y nos miramos. Eran muy delgadas, más morenas que su hermano. También eran mucho más jóvenes; una de ellas lo bastante como para ser su hija. Advertí que la piel de ellas era más seca, no era como la de él. Las dos mujeres eran muy atractivas. Como el hombre, tenían facciones delicadas y sus ojos eran claros y apacibles. Las dos medían como un metro sesenta. Lucían vestidos bellamente cortados, pero con sus rebozos, sus zapatos sin tacón y sus medias de algodón oscuro semejaban campesinas adineradas. La de mayor edad parecía tener unos cincuenta años, y la menor, cuarenta.

El hombre me las presentó. La mayor se llamaba Carmela y la menor, Hermelinda. Me puse en pie y brevemente estreché sus manos. Les pregunté si tenían hijos. Esa pregunta por lo general era la manera con que yo iniciaba conversaciones. Las mujeres rieron y al unísono pasaron las manos por sus estómagos para mostrarme cuán delgadas eran. El hombre me explicó con mucha calma que sus hermanas eran solteronas, y que él mismo también era un viejo solterón. Me confió, con un tono semibromista, que por desgracia sus hermanas eran demasiado hombrunas, les faltaba esa femineidad que hace deseables a las mujeres, y que por tanto nunca habían podido hallar marido.