– ¿Conoces esa costa?
– Nací allí. Hasta buceé en ella, sacando ánforas y cosas del fondo.
– ¿También eres buzo?
Coy chasqueó la lengua, negando con la cabeza.
– Nada profesional -sonreía un poco, a modo de disculpa-. Sólo trabajos de verano y vacaciones.
– Pero tienes experiencia…
– Bueno…-encogió los hombros-. De joven, quizás. Pero hace mucho que no me tiro al agua.
Ella tenía inclinada la cabeza a un lado, observándolo pensativa. Luego volvió a fijar la vista en el punto de la carta que todavía señalaba con el dedo.
– ¿Y cuál es el error?
Se lo dijo. El levantamiento de Urrutia situaba el cabo de Palos dos o tres minutos de meridiano más al sur de lo que estaba en realidad; Coy había doblado tantas veces aquella punta que recordaba muy bien su situación en las cartas. Los 37º 38’ de latitud real -no podía precisar en ese momento los segundos exactos- se convertían en la carta en 37º 36’, más o menos. Sin duda se había ido corrigiendo en trazados posteriores, más detallados y con mejores instrumentos, hasta llegar a la precisión actual. De cualquier modo, añadió, un par de millas náuticas de diferencia no suponían nada importante en una carta esférica de 1751.
Ella guardaba silencio, los ojos fijos en el grabado. Coy se encogió de hombros:
– Supongo que esas imprecisiones le dan encanto… ¿Tenías un tope para pujar en Barcelona, o podías seguir sin límite?
Seguía apoyada con las dos manos en la mesa, a su lado, mirando la carta. Parecía absorta, y tardó en responder a la pregunta.
– Había un tope, por supuesto -dijo al fin-. El Museo Naval no es el Banco de España… Por suerte el precio entraba en lo posible.
Coy rió un poco, quedo, y ella alzó los ojos inquisitiva.
– En la subasta -dijo él- pensé que lo tuyo era algo personal… Me refiero a la tenacidad con que pujaste.
– Claro que era personal- ahora parecía irritada. Volvía a mirar la carta como si algo allí retuviera su atención-. Éste es mi trabajo -sacudió ligeramente la cabeza, para alejar algún pensamiento que no expresó en voz alta-. La adquisición del Urrutia la recomendé yo.
– ¿Y qué haréis con él?
– Una vez lo haya revisado del todo y catalogado, obtendré unas reproducciones para uso interno. Luego pasará a la biblioteca histórica del museo, como todo lo demás.
Sonaron unos golpecitos discretos en el marco de la puerta, y Coy vio al capitán de fragata con quien se había cruzado antes en una sala. Tánger Soto se disculpó, fue al pasillo y estuvo unos instantes hablando con él en voz baja. El recién llegado era maduro y apuesto, y los botones dorados y los galones le daban aspecto distinguido. De vez en cuando se volvía para observar a Coy, con curiosidad no exenta de recelo. A éste no le gustaban esas miradas, ni la sonrisa excesiva con que aderezaba la conversación. Así que suspiró amargamente para sus adentros. Como buena parte de los marinos mercantes, no apreciaba a los de guerra: le parecían demasiado estirados, practicaban la endogamia casándose con hijas de otros marinos de guerra, atiborraban la iglesia los domingos y solían tener demasiados hijos. Además, ya no hacían abordajes ni batallas ni nada, y se quedaban en casa con mal tiempo.
– Tengo que dejarte unos minutos -dijo ella-. No te vayas.
Se fue por el pasillo en compañía del capitán de fragata, que antes de irse dirigió a Coy un último y silencioso vistazo. Permaneció éste en el despacho, mirando alrededor, primero otra vez la carta del Urrutia y luego los objetos que había sobre la mesa, el grabado de la pared -”Vista 1 del combate de Tolón”- y el contenido del armario. Iba a sentarse cuando le llamó la atención el gran caballete con documentos, planos y fotografías que estaba junto a la mesa. Se acercó, sin otra intención que matar el tiempo, descubriendo que bajo unas láminas puestas en la parte superior asomaban planos de barcos de vela: todos eran bergantines, comprobó tras echar una ojeada a las arboladuras. Debajo había fotos aéreas de lugares costeros, reproducciones de cartas náuticas antiguas y también una moderna: la número 46A del Instituto Hidrográfico de la Marina -de cabo de Gata a cabo de Palos-, que correspondía en parte con la que estaba en el atlas abierto sobre la mesa.
La coincidencia hizo sonreír a Coy.
Un minuto más tarde ella estaba de vuelta, disculpándose con una mueca resignada. Mi jefe, dijo. Consultas de alto nivel sobre los turnos de vacaciones. Todo muy top secret.
– Así que trabajas para la Armada.
– Ya lo ves.
La observó, divertido.
– Eres una especie de soldado, entonces.
– Nada de eso -el cabello dorado se le movía a un lado y a otro al negar con la cabeza-. Mi rango es de funcionaria civil… Después de licenciarme en Historia hice una oposición. Estoy aquí desde hace cuatro años.
Tras decir aquello se quedó pensativa, mirando por la ventana. De nuevo entornaba los ojos. Después, muy despacio, como si tuviera algo en la cabeza que no terminaba por írsele del todo, volvió a la mesa, cerró el atlas y fue a meterlo en el armario.
– Mi padre sí era soldado -añadió.
Había una nota de desafío, o tal vez de orgullo, en sus palabras. Coy asintió para sus adentros. Eso explicaba un par de cosas: cierta forma de moverse, algunos gestos. Incluso esa disciplina serena, algo altiva, por la que parecía regirse en ocasiones.
– ¿Marino de guerra?
– Militar. Se retiró de coronel, tras pasar casi toda su vida en África.
– ¿Vive todavía?
– No.
Hablaba sin rastro de emoción. Era imposible saber si la incomodaba o no comentar aquello. Coy estudió los iris azul marino y éstos sostuvieron el escrutinio, inexpresivos. Entonces él sonrió.
– Por eso te llamas Tánger.
– Por eso me llamo Tánger.
Pasearon sin prisas frente al Museo del Prado y la verja del Jardín Botánico antes de subir a la izquierda por la cuesta de Claudio Moyano, dejando atrás el ruidoso tráfico y la contaminación de la glorieta de Atocha. El sol iluminaba las barracas grises y los tenderetes de libros escalonados calle arriba.
– ¿Qué has venido a hacer a Madrid?
Él miraba el suelo ante sus zapatos. Ya había respondido a esa pregunta nada más verla en el museo, antes de que ella la formulara. Todos los lugares comunes y pretextos fáciles estaban enunciados, así que dio unos pasos sin decir nada, y al cabo se tocó la nariz.
– He venido a verte.
Tampoco ahora pareció sorprendida, ni curiosa. Llevaba un chaquetón ligero de pana abierto sobre la blusa, y antes de salir del despacho se había anudado en torno al cuello un pañuelo de seda de tonos otoñales. Vuelto a medias, Coy observó su perfil impasible.
– ¿Por qué? -se limitó a preguntar ella, en tono neutro.
– No lo sé.
Anduvieron un trecho sin más comentarios. Al fin se detuvieron al azar, ante un mostrador donde se apilaban novelas policíacas de lance como restos de naufragios en una playa. Los ojos de Coy resbalaron por encima de los viejos volúmenes, sin prestar mucha atención: Agatha Christie, George Harmon Coxe, Ellery Queen, Leslie Charteris. Tánger cogió uno de ellos -”Era una dama”-, lo miró un poco con aire ausente y volvió a dejarlo en su sitio.
– Estás loco -dijo.
Siguieron adelante. La gente paseaba entre los puestos, buscando libros u hojeándolos. Los libreros dejaban hacer, ojo avizor detrás de sus mostradores o de pie en la puerta de las barracas. Vestían guardapolvos, jerseys o chaquetones, y tenían la piel curtida por años bajo la lluvia, el sol y el viento; a Coy se le antojaron rostros de marinos varados en un puerto imposible, entre escolleras de tinta y de papel. Algunos leían ajenos al público, sentados entre montones de ejemplares usados. Un par de ellos, los más jóvenes, saludaron a Tánger, que respondió llamándolos por sus nombres. Hola, Alberto. Adiós, Boris. Un muchacho con trenzas de húsar y camisa a cuadros tocaba la flauta, y ella puso una moneda en la gorra que tenía a sus pies, lo mismo que Coy la había visto hacer en las Ramblas, ante el mimo cuyo maquillaje desteñía la lluvia.