Acababa de ponerse el sol cuando Jesús volvió a pisar el suelo de Nazaret, cuatro largos años contados, semana más semana menos, desde aquel día en que de aquí huyó, todavía niño, apesadumbrado por una desesperación mortal, para ir por el mundo adelante en busca de alguien que pudiera ayudarle a entender la primera verdad insoportable de su vida. Cuatro años, incluso arrastrados, pueden no bastar para curar un dolor, pero, generalmente, lo adormecen.

Preguntó en el Templo, rehízo los caminos de la montaña con el rebaño del Diablo, encontró a Dios, durmió con María de Magdala, este hombre que aquí viene no parece ya sufrir, salvo aquella humedad de los ojos de la que hemos hablado, pero que, si ponderamos bien sus causas posibles, también podría ser efecto tardío del humo de los sacrificios, o un arrebato del alma producido por los horizontes de los altos pastizales, o el miedo de quien, solo, en el desierto, oyó decir Yo soy el Señor, o, en fin, quizá lo más probable porque está más próximo, el ansia y el recuerdo de un cuerpo dejado hace tan pocas horas, Confortadme con uvas pasas, fortalecedme con manzanas, porque desfallezco de amor, esta dulce verdad podría decirla Jesús a su madre y a sus hermanos, pero sus pasos se cortaron en el umbral de la puerta, Quiénes son mi madre y mis hermanos, pregunta, no es que él no lo sepa, la cuestión es si saben ellos quién es él, aquél que preguntó en el Templo, aquél que contempló los horizontes, aquél que encontró a Dios, aquél que conoció el amor de la carne y en él se reconoció hombre. En este mismo lugar, frente a esta puerta, hubo en tiempos un mendigo que dijo ser un ángel y que, pudiendo si ángel era, irrumpir casa adentro, llevando consigo el tifón de sus revueltas alas, prefirió llamar y con palabras de mendigo pedir limosna. La puerta está cerrada sólo con el pestillo. Jesús no necesitará llamar como hizo en Magdala, entrará tranquilamente en esta casa que es suya, véase cómo trae curada la llaga del pie, cierto es que son las más fáciles de curar, las de sangre y de pus. No necesitaba llamar, pero llamó. Oyó voces tras el muro, reconoció, más distante, la de la madre, pero no tuvo ánimo para empujar simplemente la puerta y anunciar, Aquí estoy, como alguien que, sabiéndose deseado, quiere dar una sorpresa que a todos hará felices. Quien abrió la puerta fue una niña pequeña, de unos ocho o nueve años, que no reconoció al visitante, la voz de la sangre no le anunció, Este hombre es tu hermano, no lo recuerdas, Jesús, el primogénito, fue él quien dijo, pese a los cuatro años añadidos a la edad de uno y otro y a la penumbra de la hora, Te llamas Lidia, y ella respondió, Sí, maravillándose de que un desconocido sepa su nombre, pero él quebró todo el encanto diciendo, Soy tu hermano Jesús, déjame pasar.

En el patio, junto a la casa y debajo del cobertizo vio bultos que eran como sombras, serían sus hermanos, ahora miraban hacia la puerta, dos de ellos, los varones mayores, Tiago y José, se acercaban, no oyeron lo que Jesús habló, pero no valía la pena ir a identificar al visitante, Lidia gritaba, entusiasmada, es Jesús, es nuestro hermano, entonces todas las sombras se movieron y en la puerta de la casa apareció María, estaba Lisia con ella, la otra hija, casi tan alta como la madre, y ambas exclamaron, que parece que lo dijeran con la misma voz, Ay, mi hijo, Ay, mi hermano, en el instante siguiente estaban todos abrazados en medio del patio, era, realmente, la alegría de las familias reecontradas, acontecimiento en general notable, sobre todo, como es el caso, cuando el propio primogénito es quien regresa a nuestros cariños y cuidados.

Jesús saludó a la madre, saludó a cada uno de los hermanos, por todos ellos fue saludado con calurosas expresiones de bienvenida, Hermano Jesús, qué alegría, Hermano Jesús, creíamos que te habías olvidado de nosotros, un pensamiento que no se oyó, Hermano Jesús, no parece que vengas rico. Entraron en la casa y se sentaron a cenar, que a eso se disponía la familia cuando él llamó a la puerta, aquí se diría, viniendo Jesús de donde viene, de excesos de la carne pecadora y mala frecuentación moral, aquí se diría con la ruda franqueza de la gente sencilla que vio su ración reducida de repente, Siempre, a la hora de comer, el diablo trae uno más. No lo dijeron estos, y mal parecería si lo dijesen, que al coro de las masticaciones sólo una boca se añadió, ni se nota la diferencia, donde comerían nueve, comen diez, y éste tiene más derecho. Mientras cenaban quisieron los hermanos más jóvenes saber de sus aventuras, que los tres mayores y la madre pronto se dieron cuenta de que no hubo mudanza en la profesión desde el encuentro de Jerusalén, pues del pescado se había perdido antes el olor y de los aromas pecaminosos de María de Magdala dio cuenta el viento, las horas de caminata y el polvo, salvo si acercamos bien la nariz a la túnica de Jesús, pero si a tanto no se atreve ni la familia, qué haríamos nosotros. Jesús contó que anduvo de pastor en el mayor de los rebaños que el mundo ha visto, que en los últimos tiempos había estado en el mar pescando y ayudó a sacar de él grandes y maravillosas redadas, y también que le sucedió la más extraordinaria aventura que podía caber en la imaginación y en la esperanza de los hombres, pero que de ella sólo hablaría en otra ocasión, y no a todos. En esto estaban, los más pequeños insistiendo, cuéntalo, cuéntalo, cuando el del medio, Judas llamado, preguntó, pero no lo hizo con mala intención, Después de tanto tiempo, cuánto dinero traes, y Jesús respondió, Ni tres monedas, ni dos, ni una, nada, y para demostrarlo, porque a todos debería de parecerles imposible tal penuria tras cuatro años de continuo trabajo, allí mismo vació la alforja, en verdad nunca se vio mayor pobreza de bienes y pertrechos, un cuchillo de hoja mellada y torcida, un cabo de cuerda, un mendrugo de pan durísimo, dos pares de sandalias hechas pedazos, lo que quedaba de los desgarrones de una túnica vieja, Es la de tu padre, dijo María, tocándola, y tocando las sandalias mayores, Eran de vuestro padre. Se inclinaron las cabezas de los hermanos, un movimiento de añoranza trajo a la memoria la triste muerte del progenitor, después Jesús devolvió a la alforja el mísero contenido, cuando de pronto vio que una punta de la túnica formaba un nudo voluminoso y pesado, y al pensarlo se le subió la sangre a la cara, sólo podía contener dinero, ese que él negaba poseer, que había sido puesto allí por María de Magdala, ganado, no con el sudor de la frente, como manda la dignidad, sino con gemidos falsos y sudores sospechosos.

La madre y los hermanos miraron la denunciadora punta de la túnica y luego, como si hubieran concertado el movimiento, lo miraron a él, y Jesús, entre disimular y ocultar la prueba de su mentira, y exhibirla sin poder dar una explicacióhn que la moralidad de la familia condescendiese en aceptar, tomó partido por lo más difícil, desató el nudo e hizo salir el tesoro, veinte monedas como nunca las vieron en esta casa, y dijo, No sabía que tenía este dinero. La reprobación silenciosa de la familia pasó por el aire como un soplo ardiente del desierto, qué vergüenza, un primogénito mentiroso. Jesús rebuscaba en su corazón y no encontraba en él ninguna irritación contra María de Magdala, sólo una infinita gratitud por su generosidad, por aquella delicadeza de querer darle un dinero que sabía que él no aceptaría directamente de su mano, pues una cosa es haber dicho, tu mano izquierda está debajo de mi cabeza y tu derecha me abraza, y otra sería no pensar que otras manos izquierdas y otras manos derechas te abrazaron, sin querer saber si alguna vez tu cabeza deseó un simple amparo. Ahora es Jesús quien mira a la familia, desafiándola a aceptar su palabra, No sabía que tenía ese dinero, verdad sin duda, pero que es, al mismo tiempo, entera e incompleta, desafiándola también, en silencio, a hacerle la pregunta irreplicable, Si no sabías que lo tenías, cómo explicas que lo tengas, a esto no puede responder él, Lo puso aquí una prostituta con la que dormí estos últimos ocho días, y ella lo ganó de los hombres con quienes antes durmió.