Durante toda la noche veló José. Alguna vez, con el espíritu fluctuando en las primeras nieblas de un sueño al que temía y que por esta misma razón resistía ahora, José se preguntó por qué había venido a este lugar, si nunca hubo entre él y el vecino verdadera amistad, por la diferencia de edades, en primer lugar, aunque también por una cierta manera de ser de Ananías y de su mujer, curiosos, fisgones, por un lado serviciales, pero siempre dando la impresión de que todo lo habían hecho a la espera de una compensación cuyo valor sólo a ellos convenía fijar.

Es mi vecino, pensó José, y no encontraba mejor respuesta para sus dudas, es mi prójimo, un hombre que se está muriendo, cerró los ojos, no es que no quiera verme, lo que no quiere es perder ningún movimiento de la muerte que se acerca, y yo no puedo dejarlo solo. Estaba sentado en el estrecho espacio entre la estera donde yacía Ananías y otra que ocupaba un muchacho, poco mayor que su hijo Jesús, el pobre muchacho gemía en voz baja, murmuraba palabras incomprensibles, la fiebre le reventó los labios. José le sostuvo la mano para calmarlo, en el mismo momento en que también la mano de Ananías, tanteando a ciegas, parecía buscar algo, un arma para defenderse, otra mano para estrecharla, y fue así como se quedaron los tres, un vivo entre dos moribundos, una vida entre dos muertes, mientras el tranquilo cielo nocturno iba haciendo girar las estrellas y los planetas hacia delante, trayendo del otro lado del mundo una luna blanca, refulgente, que flotaba en el espacio y cubría de inocencia toda la tierra de Galilea. Muy tarde, José salió del sopor en que, sin querer, cayera, despertó con una sensación de alivio porque esta vez no había soñado con el camino de Belén, abrió los ojos y vio, Ananías estaba muerto, con los ojos abiertos también, en el último instante no soportó la visión de la muerte, le apretaba la mano con tanta fuerza que le comprimía los huesos, entonces, para liberarse de aquella angustiosa sensación, soltó la mano que sostenía la del muchacho y, aún en un estado de media conciencia, se dio cuenta de que la fiebre le había bajado, José miró hacia fuera, a la puerta abierta, ya se había puesto la luna, ahora la luz era la de la madrugada, imprecisa y pardusca. En el almacén se movían vagas siluetas, eran los heridos que podían levantarse, iban a contemplar el primer anuncio del día, podrían preguntarse unos a otros o directamente al cielo, Qué verá este sol que va a nacer, alguna vez aprenderemos a no hacer preguntas inútiles, pero mientras llega ese tiempo aprovechemos para preguntarnos, Qué verá este sol que va a nacer. José pensó, Tengo que irme, aquí ya no puedo hacer nada, había también en sus palabras un tono interrogativo, tanto así que prosiguió, Puedo llevarlo a Nazaret, y el recuerdo le pareció tan obvio que creyó que para eso mismo había venido a la ciudad, para encontrar a Ananías vivo y llevárselo muerto. El muchacho pidió agua. José le acercó un cantarillo a la boca, Cómo te encuentras, preguntó, Menos mal, Al menos, parece que te ha bajado la fiebre, Voy a ver si consigo levantarme, dijo el muchacho, Ten cuidado, y José lo retuvo, se le había ocurrido de pronto otra idea, a Ananías no podía hacerle más que el entierro en Nazaret, pero a este muchacho, de dondequiera que fuese, podría salvarle la vida, sacarlo de aquel depósito de cadáveres, un vecino, por así decir, ocupaba el lugar de otro vecino. Ya no sentía pena por Ananías, sólo un cuerpo vacío, el alma cada vez que lo miraba estaba más distante. El muchacho parecía darse cuenta de que algo bueno le podría ocurrir, le brillaron los ojos, pero no llegó a hacer ninguna pregunta, porque José ya había salido, iba a buscar el burro, llevarlo hasta la puerta, bendito sea el Señor que sabe poner en las cabezas de los hombres tan excelentes ideas. El burro no estaba allí. De su presencia no quedaba más que el cabo de una cuerda atada a la argolla, el ladrón no perdió tiempo desatando el nudo, un cuchillo afilado hizo más rápidamente el trabajo.

Las fuerzas de José cedieron de golpe ante el desastre.

Como un ternero fulminado, de aquellos que vio sacrificar en el Templo, cayó de rodillas y, con las manos contra el rostro, se le soltaron de una vez todas las lágrimas que desde hacía trece años venía acumulando, a la espera del día en que pudiera perdonarse a sí mismo o tuviera que enfrentarse con su definitiva condena. Dios no perdona los pecados que manda cometer.

José no regresó al almacén, había comprendido que el sentido de sus acciones estaba perdido para siempre, ni el mundo, el propio mundo, tenía ya sentido, el sol iba naciendo y para qué, Señor, en el cielo había mil pequeñas nubes, dispersas en todas las direcciones como las piedras del desierto, Viéndolo allí, secándose las lágrimas con la manga de la túnica, cualquiera pensaría que se le había muerto un pariente entre los heridos recogidos en el almacén, y lo cierto es que José estaba llorando sus últimas lágrimas naturales, las del dolor de la vida.

Cuando, tras vagar por la ciudad durante más de una hora, aún con una última esperanza de encontrar el animal robado, se disponía a regresar a Nazaret, lo detuvieron los soldados romanos que habían rodeado Séforis. Le preguntaron quién era, Soy José, hijo de Heli, de dónde venía, De Nazaret, para dónde iba, Para Nazaret, qué hacía en Séforis, Alguien me dijo que un vecino mío estaba aquí, quién era ese vecino, Ananías, si lo había encontrado, Sí, dónde lo había encontrado, En un almacén, con otros, otros qué, Heridos, en qué parte de la ciudad, Por ahí. Lo llevaron a una plaza grande donde había ya unos cuantos hombres, doce, quince, sentados en el suelo, algunos de ellos con heridas visibles, y le dijeron, Siéntate con esos. José, dándose cuenta de que los hombres que estaban allí eran rebeldes, protestó, Soy carpintero y hombre de paz, y uno de los que estaban sentados dijo, No conocemos a este hombre, pero el sargento que mandaba la guardia de los prisioneros, no quiso saber nada, de un empujón hizo caer a José en medio de los otros, De aquí sólo saldrás para morir. En el primer momento, el doble choque, el de la caída y el de la sentencia, dejó a José sin pensamientos.

Después, cuando se recuperó, notó dentro de sí una gran tranquilidad, como si todo aquello fuese una pesadilla de la que iba a despertar y por tanto no valía la pena atormentarse con las amenazas, pues se disiparían en cuanto abriera los ojos. Entonces recordó que cuando soñaba con el camino de Belén también tenía la seguridad de despertarse y, sin embargo, empezó a temblar, se había hecho al fin clara la brutal evidencia de su destino, Voy a morir, y voy a morir inocente.

Notó que una mano se posaba en su hombro, era el vecino, Cuando venga el comandante de la cohorte, le diremos que nada tienes que ver con nosotros y él te soltará en paz, Y vosotros, Los romanos nos crucifican a todos cuando nos detienen, seguro que esta vez no va a ser diferente, Dios os salvará, Dios salva las almas, no los cuerpos.

Trajeron más hombres, dos tres, luego un grupo numeroso, unos veinte. En torno de la plaza se habían reunido algunos habitantes de Séforis, mujeres y niños mezclados con varones, se les oía el murmullo inquieto, pero de allí no podían salir mientras no lo autorizasen los romanos, ya tenían suerte de no ser sospechosos de colaborar con los rebeldes. Al cabo de algún tiempo, trajeron a otro hombre, los soldados que lo traían dijeron, No hay más por ahora, y el sargento gritó, En pie, todos. Creyeron los presos que se aproximaba el comandante de la cohorte, y el vecino de José le dijo, Prepárate, y quería decir, Prepárate para quedar libre, como si para la libertad fuera necesaria preparación, pero si alguien venía no era el comandante de la cohorte, ni llegó a saberse quién era, pues el sargento, sin pausa, dio en latín una orden a los soldados, nos faltaba decir que todo cuanto hasta ahora han dicho los romanos lo decían en latín, que no se rebajan los hijos de la Loba a aprender lenguas bárbaras, para eso están los intérpretes, pero, en este caso, siendo la conversación de los militares unos con otros, no se necesitaba traducción, rápidamente los soldados rodearon a los prisioneros, De frente, y el cortejo, delante los condenados, seguidos por la población, se encaminó hacia fuera de la ciudad. Al verse conducido así, sin tener a quien pedir merced, José alzó los brazos y dio un grito, Salvadme, que yo no soy de estos, salvadme, que soy inocente, pero vino un soldado y con el extremo de la lanza le dio un varazo que casi lo dejó tendido. Estaba perdido.