María se acostumbró a ver aquella obstinada planta, y encontraba que hasta daba alegría a la entrada de la puerta, mientras que José, no contento con las nuevas y palpables razones para alimento de las sospechas antiguas, trasladó su banco de carpintero a otro lugar del patio fingiendo no hacer caso de la detestada presencia.

Luego de usar el hacha y el serrucho, experimentó el agua hirviendo e incluso llegó a poner alrededor del tallo un collar de carbones ardientes, pero no se había atrevido, por una especie de respeto supersticioso, a meter la azada en la tierra y cavar hasta donde debía de hallarse el origen del mal, la escudilla con la tierra luminosa. Y en esto estaban cuando nació el segundo hijo, al que dieron el nombre de Tiago.

Durante unos pocos años no hubo más mudanzas en la familia que la de los varios hijos que fueron naciendo, aparte de dos hijas, y de haber perdido los padres la última lozanía que les quedaba de su juventud. no era extraño en María, pues ya se sabe cómo son los embarazos, y más siendo tantos, acaban por agotar a una mujer, poco a poco se le van la belleza y el frescor, si los tenía, se marchitan tristemente la cara y el cuerpo, basta ver que después de Tiago nació Lisia, después de Lisia nació José, después de José nació Judas, después de Judas nació Simón, después Lidia, después Justo, después Samuel, y si alguno más vino, murió pronto, sin entrar en registro. Los hijos son la alegría de los padres, se dice, y María hacía lo posible para parecer contenta, pero, teniendo que cargar durante meses y meses en su cansado cuerpo con tantos frutos golosos de sus fuerzas, a veces anidaba en su alma una impaciencia, una indignación en busca de su causa, pero, siendo los tiempos así, no pensó siquiera en echarle las culpas a José, y menos aún a aquel Dios supremo que decide la vida y la muerte de sus creaturas, la prueba es que ni siquiera un pelo de nuestra cabeza cae sin que sea su voluntad que ocurra. José entendía poco de los cómos y porqués de que se hagan hijos, es decir, tenía los rudimentos del práctico, empírico, por así decir, pero era la propia lección social, el espectáculo del mundo, que reducía todos los enigmas a una sola evidencia, la de que uniéndose macho y hembra, conociéndola él a ella, resultaban bastante altas las probabilidades de generar dentro de la mujer un hijo, que al cabo de nueve meses, raramente siete, nacía completo. La simiente del varón, lanzada en el vientre de la mujer, llevaba consigo, en miniatura e invisible, a un nuevo ser elegido por Dios para proseguir el poblamiento del mundo que había creado, pero esto no ocurría siempre, la impenetrabilidad de los designios de Dios, si precisase demostración, la encontraría en el hecho de que no fuera condición suficiente aunque sí necesaria, para generar un hijo, el que la simiente del varón se derramara en el interior natural de la mujer. Dejándola caer al suelo, como hizo el infeliz Onán, castigado a muerte por el Señor por no querer tener hijos en la viuda de su hermano, era seguro que la mujer no quedaba embarazada, pero tantas y tantas veces, como decía el otro, va la fuente al cántaro, y el resultado tres por nueve, veintisiete. Está probado, pues, que fue Dios quien puso a Isaac en la escasa linfa que Abraham era aún capaz de producir y lo empujó dentro del vientre de Sara, que ya ni reglas tenía. Vista la cuestión desde este ángulo, digamos teogenético, puede concluirse, sin abusar de la lógica, que todo lo debe presidir en este mundo y en los otros, que el mismo Dios era quien con tanta asiduidad incitaba y estimulaba a José para frecuentar a María, convirtiéndolo de este modo en instrumento para borrar, por compensación numérica, los remordimientos que andaba sintiendo desde que permitió, o quiso, sin preocuparse de las consecuencias, la muerte de los inocentes pequeños de Belén. Pero lo más curioso, y que muestra hasta qué punto los designios del Señor, aparte de obviamente inescrutables, son también desconcertantes, es que José, aunque de manera difusa, que apenas rozaba el nivel de la conciencia, suponía obrar por cuenta propia y, créalo quien pudiere, con la misma intención de Dios, es decir, restituir al mundo, por un insistente esfuerzo de procreación, si no, en sentido literal, los niños muertos, tal cual habían sido, sí al menos la cuenta cierta, de modo que no se hallaría diferencia en el próximo censo que se estableciera. El remordimiento de Dios y el remordimiento de José eran un solo remordimiento, y si en aquellos antiguos tiempos ya se decía, Dios no duerme, hoy estamos en condiciones de saber por qué, No duerme porque cometió una falta que ni a hombre sería perdonable.

Con cada hijo que José iba haciendo, Dios levantaba un poco más la cabeza, pero nunca acabará de levantarla por completo, porque los niños que murieron en Belén fueron veinticinco y José no vivirá años suficientes para generar tan gran cantidad de hijos en una sola mujer, ni María, ya tan cansada, de alma y de cuerpo tan dolorida, podría soportar tanto. El patio y la casa del carpintero estaban llenos de niños, y era como si estuvieran vacíos.

Cuando llegó a los cinco años, el hijo de José empezó a ir a la escuela. Todas las mañanas, en cuanto nacía el día, la madre lo llevaba al encargado de la sinagoga, que siendo de nivel elemental los estudios, bastaba y sobraba con él, y era allí, en la misma sinagoga convertida en aula, donde Jesús y los otros chiquillos de Nazaret realizaban, hasta los diez años, la entencia del sabio, El niño debe criarse en la Tora como el buey se cría en el corral. La clase acababa a la hora sexta, que es nuestro mediodía, María estaba ya esperando al hijo y, pobrecilla, no podía preguntarle si avanzaba en las clases, ni ese simple derecho tiene, pues ya lo dice terminantemente la máxima del sabio, Mejor sería que la Ley pereciera en las llamas que entregarla a las mujeres, tampoco debe olvidarse la probabilidad de que el hijo, ya razonablemente informado sobre el verdadero lugar de las mujeres en el mundo, incluidas las madres, le diera una respuesta áspera, de esas capaces de reducir a la insignificancia a cualquiera, que cada cual tiene la suya, véase el caso de Herodes, tanto poder, tanto poder, y si fuéramos a verlo ahora ni siquiera podríamos recitar, Yace muerto y pudriéndose, ahora todo es hedor, polvo, huesos sin concierto y trapos sucios. Cuando Jesús entraba en casa, su padre le preguntaba, A ver, qué has aprendido hoy, y el niño, que había tenido la suerte de nacer con una excelente memoria, repetía letra por letra, sin fallo, la lección del maestro, primero los nombres de las letras del alfabeto, luego las palabras principales, y, más adelante, frases completas de la Tora, pasajes completos, que José acompañaba con movimientos ritmicos de la mano derecha, al tiempo que asentía lentamente con la cabeza.

Marginada, María se iba dando cuenta de que había cosas que no podía preguntar, se trata de un método antiguo de las mujeres, perfeccionado a lo largo de los siglos y milenios de práctica, cuando no las autorizan a preguntar, escuchan y al poco tiempo lo saben todo, llegando incluso a lo que es el súmmum de la sabiduría, a distinguir lo falso de lo verdadero. Pese a todo, lo que María no conocía, o no conocía bastante, era el extraño lazo que unía al marido con aquel hijo, aunque ni a un extraño pasase inadvertida la expresión, mezcla de dulzura y pena, que pasaba por el rostro de José cuando hablaba con su primogénito, como si estuviese pensando, este hijo a quien tanto amo es mi dolor. María sabía sólo que las pesadillas de José, como una sarna del alma, no lo dejaban, pero esas aflicciones nocturnas de tan repetidas, se habían convertido en un hábito, como el de dormir vuelto a la derecha o despertar con sed en medio de la noche. Y si María, como buena y digna esposa, no dejaba de preocuparse con su marido, lo más importante de todo era ver al hijo vivo y sano, señal de que la culpa no fue tan grande, o el Señor ya habría castigado, sin palo ni piedra, como es costumbre en él, véase el caso de Job, arruinado, leproso, pese a que siempre había sido varón íntegro y recto, temeroso de Dios, su mala suerte fue convertirse en involuntario objeto de una disputa entre Satanás y el mismo Dios, agarrado cada uno a sus ideas y prerrogativas. Y luego se admiran de que un hombre se desespere y grite, Mueran el día en que nací y la noche en que fui concebido, conviértase él en tinieblas, no sea mencionado entre los días del año ni se cuente entre los meses, y que la noche sea estéril y no se oiga en ella ningún grito de alegría, verdad es que a Job lo compensó Dios restituyéndole en doble lo que simple le había quitado, pero a los otros hombres, aquellos en nombre de quienes nunca se escribió un libro, todo es quitar y no dar, prometer y no cumplir. En esta casa del carpintero, la vida, pese a todo, era tranquila y en la mesa, aunque sin harturas, no faltó nunca el pan de cada día y lo demás que ayuda al alma a mantenerse agarrada al cuerpo.