Fue a la cocina a preparar la cena. Se limitó a revolver unos huevos, que comió en el extremo de la mesa, acompañados con pan y un vaso de vino. Después lavó los pocos cacharros que había ensuciado. Evitó mojarse la mano que había sido arañada, aunque supiese que la película biológica era impermeable al agua: actuaba como otra piel regeneradora de los tejidos orgánicos y, al igual que la piel, respiraba. Un hombre gravemente quemado no moriría si fuese posible cubrirlo en seguida con el líquido biológico y sólo los dolores le impedirían hacer una vida normal hasta la curación completa. Recogió el plato y la sartén y, cuando se disponía a colocar el vaso al lado de los otros dos que tenía, notó un espacio vacío en el armario. Al principio no consiguió acordarse de lo que allí había estado antes. Se quedó con la boca abierta, con el vaso en la mano, rebuscando en la memoria, intentando entender. Era eso: la jarra grande que raramente utilizaba. Puso despacio el vaso al lado de los otros, cerró la puerta del armario. Después se acordó de las recomendaciones del gobierno (g) y volvió a abrirla. Todo estaba en su lugar, excepto la jarra. La buscó por toda la cocina, moviendo los objetos con el mayor cuidado, mirándolos fijamente, uno por uno, hasta aceptar tres evidencias: la jarra no estaba donde la había deja do, no estaba en la cocina, no estaba en ninguna parte de la casa. Luego había desaparecido.

No se asustó. Después de haber oído la nota oficiosa (no) en la televisión (tv), se sentía, como buen ciudadano usuario que se enorgullecía de ser, y funcionario, miembro de un inmenso ejército de vigilantes. Se veía en comunicación directa con el gobierno (g), responsable, tal vez futuro benemérito de la ciudad y del país, tal vez destinado a la prioridad C. Volvió a la sala con paso firme, marcialmente sonoro. Se aproximó a la ventana que había dejado abierta. Miró la calle hacia un lado y hacia otro, dominador, y decidió que aprovecharía el fin de semana trabajando en vigilancia continua por toda la ciudad. Sería una mala suerte muy grande la suya si no consiguiese informaciones útiles al gobierno (g), suficientemente útiles como para merecerle la prioridad C. Nunca había tenido ambiciones, pero ahora había llegado el momento de tenerlas con legítimo derecho. La prioridad C significaría, por lo menos, funciones de mucha mayor responsabilidad en el servicio de requerimientos (sr), significaría, quién sabe, el traslado a un sector más próximo al gobierno central (gc). Abrió la mano, vio su H, se imaginó una C en su lugar, saboreó la visión del injerto de piel nueva que le harían. Abandonó la ventana y conectó el receptor: la imagen mostraba la fase de laminación de las alfombras. Interesado ahora, se sentó confortablemente y vio el programa hasta el final. El mismo locutor leyó el último noticiero, repitió la nota oficiosa del gobierno (nog) y añadió, dejando dudas sobre la eventual relación mutua de las dos informaciones, que al día siguiente toda la periferia de la ciudad pasaría a ser vigilada por tres escuadrillas de helicópteros, estando ya asegurado, por el estado mayor de la fuerza aérea (emfa), el refuerzo de esa vigilancia con otros aparatos en caso de necesidad. El funcionario apagó el televisor y se fue a acostar. No volvió a llover durante la noche, pero se oyeron innumerables crujidos por todo el edificio. Algunos inquilinos, despiertos, se asustaron y telefonearon a la policía y a los bomberos. Les respondieron que el asunto se encontraba en examen; que la seguridad de las vidas estaba garantizada, no pudiendo decirse lo mismo, infelizmente, por el momento, de la seguridad de los bienes, pero que el problema marchaba hacia su solución. Y leían la nota oficiosa del gobierno (nog). El funcionario del sre durmió un sueño reposado.

Cuando a la mañana siguiente salió de casa, se encontró en el descansillo a algunos vecinos que conversaban. El ascensor había vuelto a funcionar. Menos mal, decían todos, porque eran ahora veinte los escalones que faltaban, contando sólo los tramos de escalera hasta la planta baja. Hacia arriba faltaban muchos más. Los vecinos estaban preocupados y pidieron informaciones al funcionario del sre. Este opinó que la situación continuaría agravándose durante algún tiempo, pero que no tardaría en normalizarse. Después se entraría en la recuperación.

– Todos sabemos que ha habido crisis de comportamiento. Errores de fabricación, mala planificación, presión insuficiente, defectos de las materias primas. Y siempre ha sido remediado todo.

Una vecina recordó:

– Pero nunca hubo una crisis tan grave y durante tanto tiempo. ¿Adónde vamos a parar si los oumis continúan así?

Y su marido (prioridad E):

– Si el gobierno. no se pone manos a la obra, se elige otro más enérgico.

El funcionario estuvo de acuerdo y se metió en el ascensor. Antes de ponerse éste en movimiento, la vecina le previno:

– Sepa que no va a encontrar la puerta de nuestra finca. Desapareció esta noche.

Cuando el funcionario salió del ascensor al vestíbulo, le causó un choque el vacío cuadrangular que se abría ante él. No había otra señal de la puerta a no ser, en las jambas, los agujeros donde antes habían estado clavados los goznes. Ningún vestigio de violencia, ningún fragmento. Pasaba gente por la calle, pero no se detenían. Al funcionario le pareció casi ofensiva esta indiferencia, pero la entendió cuando llegó a la acera: no faltaba tan sólo la puerta de su casa, faltaban otras puertas a los dos lados de la calle. Y no sólo puertas. Había tiendas con toda la fachada al aire, sin escaparates ni artículos. A una finca le faltaba por entero la fachada, como si hubiese sido cortada de arriba abajo por un cuchillo afiladísimo. Se veían los interiores, los muebles, algunas personas moviéndose al fondo, asustadas. Por una coincidencia inexplicable, todas las lámparas de los techos estaban encendidas: la finca parecía un árbol iluminado. En el primer piso se oía gritar a una mujer: «Mi ropa. ¿Dónde está mi ropa?» Y pasó desnuda por la habitación expuesta a la vista de la calle. El funcionario no pudo evitar una sonrisa, divertido, porque la mujer era gorda y mal hecha. Al iniciarse la semana, los servicios de abastecimientos comunes (sac) iban a estar sobrecargados. La situación se complicaba cada vez más. Menos mal que él pertenecía al sre. Bajó la calle, atento, según la petición del gobierno (g), a todas las cosas, tanto las fijas como las móviles, al acecho de la más pequeña señal de comportamiento sospechoso. Notó que otras personas procedían de la misma manera y esta demostración de conciencia cívica le confortó, aunque cada una de ellas fuese, por así decir, un rival para la prioridad C. «Habrá para todos», pensó.

De hecho, había mucha gente en la calle. La mañana estaba clara, llena de sol, una excelente mañana de playa o campo. O para quedarse en casa, gozando el reposo del fin de semana, si no fuese obvio que las casas perdían seguridad, no en el sentido estricto, pero sí al menos en ese otro que no debe ser olvidado en circunstancia alguna: el decoro. Aquella finca que se había quedado sin la fachada entera, cercenada, no era un espectáculo agradable de ver: todos aquellos interiores ofrecidos así a los ojos de quien transitaba por la calle, y la mujer gorda pasando, quizá inconsciente, sin un sencillo hilo de ropa encima del cuerpo y preguntando (¿a quién?) por ella. Se puso a sudar frío, al pensar cómo se sentiría vejado si la fachada de su finca también desapareciese y él tuviese que mostrarse a la vista de todos (incluso vestido) sin el resguardo opaco, comprimido, denso, que le defendía del frío y del calor y de la curiosidad de sus conciudadanos. «Tal vez», pensó, «todo esto sea resultado de la mala calidad de fabricación. Si así fuera, menos mal, el caso era de agradecer. Las circunstancias liberan a la ciudad del material deficiente y el gobierno (g) llega a saber, sin lugar a dudas, sin equívocos, lo que debe remediar y cómo, y de todo esto sacar lecciones para el futuro. La mínima contemporización es un crimen. Es necesario defender a la ciudad y a los ciudadanos usuarios». Se acercó a un quiosco para comprar el periódico. El dueño del puesto charlaba desde el interior con dos clientes: