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–¿Lo ha sabido todo este tiempo? –preguntó el gringo, incrédulo.

–Hace doce años que lo sé.

Tapia se dejó caer de nuevo en la butaca, esta vez olvidando soltarse los botones.

–Cristo bendito –dijo.

Doce años, se dijo Teresa. Superviviente a un secreto de los que mataban. Porque aquella última noche de Culiacán, en la capilla de Malverde, en la atmósfera sofocante del calor húmedo y el humo de las velas, ella había jugado sin apenas esperanza el juego dispuesto por su hombre muerto, y ganó. Ni su voz, ni sus nervios, ni su miedo la traicionaron. Porque era un buen tipo, don Epifanio. Y la quería. Los quería a los dos, pese a comprender mediante la agenda –quizá lo sabía de antes, o no– que Raimundo Dávila Parra trabajaba para la agencia antidrogas del Gobierno americano, y que seguramente el Batman Güemes lo hizo bajar por eso. Y así Teresa pudo engañarlos a todos, rifándose la loca apuesta en el filo de la navaja, justo como había previsto el Güero que sucedería. Imaginó la conversación de don Epifanio, al día siguiente. Ella no sabe nada. Ni madres. ¿Cómo iba a traerme la pinche agenda si supiera? Así que podéis dejarla en paz. Órale. Sólo fue una posibilidad entre cien, pero bastó para salvarla.

Ahora Willy Rangel observaba a Teresa con mucha atención, y también con un respeto que antes no estaba allí. En tal caso, apuntó, le ruego que tome asiento de nuevo y escuche lo que vengo a decirle. Señora. En este momento es más necesario que nunca. Teresa dudó un instante, pero sabía que el gringo llevaba razón. Miró a un lado y a otro y luego la hora que marcaba el reloj de pared, simulando impaciencia. Diez minutos, dijo. Ni uno mas. Después volvió a sentarse y encendió otro Bisonte. Tapia estaba aún tan asombrado, en su butaca, que esta vez tardó en ofrecerle fuego; y cuando al fin acercó la llama del encendedor, murmurando una disculpa, ella había encendido el cigarrillo con el suyo propio.

Entonces el hombre de la DEA contó la verdadera historia del Güero Dávila.

Raimundo Dávila Parra era de San Antonio, Tejas. Chicano. Nacionalidad norteamericana desde los diecinueve años. Tras haber trabajado muy joven en el lado ilegal del narcotráfico, pasando mariguana en pequeñas cantidades por la frontera, fue reclutado por la agencia antidrogas después de que lo detuvieran en San Diego con cinco kilos de mota. Tenía condiciones, y era aficionado al riesgo y a las emociones fuertes. Valiente, frío pese a su apariencia extrovertida, tras un período de adiestramiento, que oficialmente pasó en una cárcel del norte –de hecho estuvo una temporada para afianzar su cobertura–, el Güero fue enviado a Sinaloa con la misión de infiltrarse en las redes de transporte del cártel de Juárez, donde tenía viejas amistades. Le gustaba aquel trabajo. Le gustaba el ' dinero. También le gustaba volar, y había hecho un curso de piloto en la DEA, aunque como cobertura hizo otro en–.

Culiacán. Durante varios años se introdujo en los medios narcotraficantes a través de Norteña de Aviación, primero como empleado de confianza de Epifanio Vargas, con quien actuó en las grandes operaciones de transporte aéreo del Señor de los Cielos, y luego como piloto de Cesar Batman Güemes. Willy Rangel fue su controlador. Nunca se comunicaban por teléfono excepto en casos de emergencia. Se citaban una vez al mes en hoteles discretos de Mazatlán y Los Mochis. Y toda la información valiosa que la DEA obtuvo del cártel de Juárez durante aquel tiempo incluidas las feroces luchas por el poder que enfrentaron a los narcos mejicanos al independizarse de las mafias colombianas, provino de la misma fuente. El Güero valía su peso en coca.

Por fin, lo mataron. El pretexto formal era cierto: aficionado a correr riesgos extra, aprovechaba los viajes en avioneta para transportar droga propia. Le gustaba jugar a varias bandas, y en aquello estaba implicado su pariente el Chino Parra. La DEA andaba más o menos al corriente; pero se trataba de un agente valioso y le daban su margen. El caso es que al final los narcos le ajustaron las cuentas. Durante algún tiempo, Rangel tuvo la duda de si fue por las transas privadas con droga o porque alguien lo delató. Tardó tres años en averiguarlo. Un cubano detenido en Miami, que trabajaba para la gente de Sinaloa, se acogió a la normativa sobre testigos protegidos y llenó dieciocho horas de cinta magnetofónica con sus revelaciones. En ellas contó que el Güero Dávila fue asesinado porque alguien desmontó su cobertura. Un fallo tonto: un funcionario norteamericano de Aduanas de El Paso accedió casualmente a una información confidencial, y se la vendió a los narcos por ochenta mil dólares. Los otros ataron cabos, empezaron a sospechar y de algún modo centraron al Güero.

–Lo de la droga en la Cessna –concluyó Rangel– fue un pretexto. Iban por él. Lo curioso es que quienes lo bajaron no sabían que era agente nuestro.

Se quedó callado. Teresa todavía encajaba aquello. –¿Y cómo puede estar seguro?

El gringo afirmó con la cabeza. Profesional. –Desde el asesinato del agente Camarena, los narcos saben que nunca perdonamos la muerte de uno de nuestros hombres. Que persistimos hasta que los responsables mueren o son encarcelados. Ojo por ojo. Es una regla; y si de algo entienden ellos es de códigos y de reglas. Había una frialdad nueva en la exposición. Somos muy malos enemigos, decía el tono. A las malas. Con dólares y con una tenacidad de poca madre.

–Pero al Güero se lo mataron bien muerto. –Ya –Rangel movía la cabeza otra vez–. Por eso le digo que quien dio la orden directa de montar la celada en el Espinazo del Diablo ignoraba que era un agente... El nombre tal vez le suene, aunque hace un rato negó conocerlo: César Batman Güemes.

–No lo recuerdo.

–Claro. Aun así, estoy en condiciones de asegurarle que él se limitaba a cumplir un encargo. Ese güey trafica a su aire, le dijeron. Convendría un escarmiento. Nos consta que el Batman Güemes se hizo de rogar. Por lo visto el Güero Dávila le caía bien... Pero en Sinaloa, los compromisos son los compromisos.

–¿Y quién, según usted, hizo el encargo e insistió en la muerte del Güero?

Rangel se frotó la nariz, miró a Tapia y después volvió a Teresa, sonriendo torcido. Estaba en el borde de la butaca, las manos apoyadas en las rodillas. Ya no parecía bonachón. Ahora, decidió ella, la suya era la actitud de un perro de presa rencoroso y con buena memoria.

–Otro al que seguro que tampoco recuerda... El hoy diputado por Sinaloa y futuro senador Epifanio Vargas Orozco.

Teresa apoyó la espalda en la pared y miró a los escasos clientes que a esa hora bebían en el Olde Rock. A menudo reflexionaba mejor cuando estaba entre desconocidos, observando, en vez de hallarse a solas con la otra mujer que arrastraba consigo. De regreso a Guadalmina le había dicho de pronto a Pote Gálvez que se dirigiera a Gibraltar; y tras cruzar la verja fue guiando al gatillero por las estrechas calles hasta que le ordenó estacionar la Cherokee frente a la fachada blanca del pequeño bar inglés donde solía ir en otro tiempo –en otra vida– con Santiago Fisterra. Todo seguía igual allí dentro: las metopas y jarras en. las vigas del techo, las paredes cubiertas con fotos de barcos, grabados históricos y recuerdos marineros. Encargó en la barra una Foster's, la cerveza que siempre bebía Santiago cuando estaban allí, y fue a sentarse, sin probarla, en la mesa de costumbre, junto a la puerta, bajo el cuadrito con la muerte del almirante inglés –ahora ya sabía quién era aquel Nelson y cómo le habían partido la madre en Trafalgar–. La otra Teresa Mendoza rondaba estudiándola de lejos, atenta. A la espera de conclusiones. De una reacción a todo cuanto acababan de contarle, que poco a poco completaba el cuadro general que la explicaba a ella, y a la otra, y también aclaraba al fin todos los acontecimientos que la llevaron hasta ese jalón de su vida. Y ahora sabía incluso mucho más de lo que creyó saber.