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Se quitó la pipa de la boca para ahogar un bostezo. Eran casi las once de la mañana, después de una larga noche de trabajo en la oficina de Sotogrande: una casa con jardín dotada de las más modernas medidas de seguridad y contravigilancia electrónica, que desde hacía dos años sustituía al antiguo apartamento del puerto deportivo. Pote Gálvez montaba guardia en el vestíbulo, dos vigilantes recorrían el jardín, y en la sala de juntas había un televisor, un PC portátil con impresora, dos teléfonos móviles codificados, un panel para gráficos con rotuladores delebles puesto sobre un caballete, tazas de café sucias y ceniceros repletos de colillas sobre la gran mesa de reuniones. Teresa acababa de abrir la ventana para que se ventilase aquello. La acompañaban, además del doctor Ramos, Farid Lataquia y el operador de telecomunicaciones de Teresa, un joven ingeniero gibraltareño de toda confianza llamado Alberto Rizocarpaso. Era lo que el doctor llamaba el gabinete de crisis: el grupo cerrado que constituía el estado mayor operativo de Transer Naga.

–El Tarfaya –estaba diciendo Lataquia– va a esperar en Alhucemas, limpiando bodegas. Puesta a punto y combustible. Inofensivo. Tranquilito. No lo sacaremos hasta dos días antes de la cita.

–Me parece bien –dijo Teresa–. No quiero tenerlo una semana paseando por ahí mientras llama la atención.

–Descuide. Me ocupo yo mismo. –¿Tripulantes?

–Todos marroquíes. El patrón Cherki. Gente de Ahmed Chakor, como de costumbre.

Ahmed Chakor no siempre es de fiar. –Depende de lo que se le pague –el libanés sonreía. Todo está en función de lo que se me pague a mí, decía aquella sonrisa–. Esta vez no correremos riesgos.

O sea, que también esta vez te embolsas una comisión extra, se dijo Teresa. Pesquero más barco más gente de Chakor igual a una lana. Vio que Lataquia acentuaba la sonrisa, adivinando lo que ella pensaba. Al menos este hijo de la chingada no lo oculta, decidió. Lo hace a la descubierta, con toda naturalidad. Y siempre sabe dónde está el límite. Luego se volvió al doctor Ramos. Qué hay de las gomas, quiso saber. Cuántas unidades para el transbordo. El doctor tenía desplegada sobre la mesa la carta 773 del almirantazgo británico, con toda la costa marroquí detallada entre Ceuta y Melilla. Señaló un punto con el caño de la pipa, tres millas al norte, entre el peñón de Vélez de la Gomera y el banco de Xauen.

–Hay disponibles seis embarcaciones –dijo–. Para dos viajes de mil setecientos kilos más o menos cada una... Con el pesquero moviéndose a lo largo de esta línea, así, todo puede estar resuelto en menos de tres horas. Cinco, si la mar se pone molesta. La carga ya está lista en Bab Berret y Ketama. Los puntos de embarque serán Rocas Negras, Cala Traidores y la boca del Mestaxa.

–¿Por qué repartirlo tanto?... ¿No es mejor todo de golpe?

El doctor Ramos la miró, grave. Viniendo de otra persona, la pregunta habría ofendido al táctico de Transer Naga; pero, con Teresa, aquello resultaba normal. Solía supervisarlo todo hasta el menor detalle. Era bueno para ella y bueno para los demás, porque las responsabilidades de éxitos y de fracasos siempre eran compartidas, y no hacía falta andar luego con demasiadas explicaciones. Minuciosa, solía comentar Farid Lataquia en su gráfico estilo mediterráneo, hasta machacarte los huevos. Nunca delante de ella, por supuesto. Pero Teresa lo sabía. En realidad lo sabía todo de todos. De pronto se encontró pensando en Teo Aljarafe. Asunto pendiente, también a resolver en los próximos días. Se corrigió por dentro. Lo sabía casi todo de casi todos.

–Veinte mil kilos juntos en una sola playa son muchos kilos –explicaba el doctor–, incluso con los mehanis de nuestra parte... Prefiero no llamar tanto la atención. Así que se lo planteamos a los marroquíes como si se tratara de tres operaciones distintas. La idea es embarcar la mitad de la carga en el punto uno con las seis gomas a la vez, un cuarto en el punto dos con sólo tres gomas, y el otro cuarto en el tercer punto, con las tres restantes... Así reduciremos el riesgo y nadie tendrá que volver a cargar al mismo sitio.

–¿Qué tiempo hay previsto?

–En esta época no puede ser muy malo. Tenemos un margen de tres días, el último con la luna casi en oscuro, en el primer creciente. A lo mejor tenemos niebla, y eso puede complicar las citas. Pero cada goma llevará un GPS, y el pesquero también. –¿Comunicaciones?

–Las de costumbre: móviles donados o en clave para las gomas y el pesquero, Internet para el barco grande... Boquitoquis STU para la maniobra.

–Quiero a Alberto en la mar, con todos sus aparatos.

Asintió Rizocarpaso, el ingeniero gibraltareño. Era rubio, con cara aniñada, casi lampiño. Introvertido. Muy eficaz en su registro. Llevaba siempre las camisas y los pantalones arrugados de pasar horas delante de un receptor de radio o del teclado de un ordenador. Teresa lo había reclutado porque era capaz de camuflar los contactos y operaciones a través de Internet, desviándolo todo bajo la cobertura ficticia de países sin acceso para las policías europeas y norteamericana: Cuba, India, Libia, Irak. En cuestión de minutos podía abrir, usar y dejar dormidas varias direcciones electrónicas camufladas tras servidores locales de esos u otros países, recurriendo a números de tarjetas de crédito robadas o de testaferros. También era experto en esteganografía y en el sistema de encriptado PGP.

–¿Qué barco? –preguntó el doctor.

–Uno cualquiera, deportivo. Discreto. El Fairline Squadron que tenemos en Banús puede valer –Teresa le indicó al ingeniero una amplia zona en la carta náutica, a poniente de Alborán–. Coordinarás las comunicaciones desde allí.

El gibraltareño moduló una sonrisita estoica. Lataquia y el doctor lo miraban guasones; todos sabían que se mareaba en el mar como un caballo de tiovivo, pero sin duda Teresa tenía sus razones.

–¿Dónde será el encuentro con el Xoloítzcuintle? –quiso saber Rizocarpaso–. Hay zonas donde la cobertura es mala.

–Lo sabrás a su debido tiempo. Y si no hay cobertura, usaremos la radio camuflándonos en canales pesqueros. Frases establecidas para cambios de una frecuencia a otra, entre los ciento veinte y los ciento cuarenta megaherzios. Prepara una lista.

Sonó uno de los teléfonos. La secretaria de la oficina de Marbella había recibido una comunicación de la embajada de México en Madrid. Solicitaban que la señora Mendoza recibiese a un alto funcionario para tratar un asunto urgente. Cómo de urgente, quiso saber Teresa. No lo han dicho, fue la respuesta. Pero el funcionario ya está aquí. Mediana edad, bien vestido. Muy elegante. Su tarjeta dice Héctor Tapia, secretario de embajada. Lleva quince minutos sentado en el vestíbulo. Y lo acompaña otro caballero.

–Gracias por recibirnos, señora.

Conocía a Héctor Tapia. Lo había tratado superficialmente unos años atrás, durante las gestiones con la embajada de México en Madrid para resolver el papeleo de su doble nacionalidad. Una breve entrevista en un despacho del edificio de la Carrera de San Jerónimo. Algunas palabras medio cordiales, la firma de documentos, el tiempo de un cigarrillo, un café, una charla intrascendente. Lo recordaba educadísimo, discreto. Pese a estar al corriente de todo su currículum –o quizás a causa de eso mismo–, la había recibido con amabilidad, reduciendo los trámites al mínimo. En casi doce años, era el único contacto directo que Teresa había mantenido con el mundo oficial mejicano.

–Permítame presentarle a don Guillermo Rangel. Norteamericano.

Se le veía incómodo en la salita de reuniones forrada de nogal oscuro, como quien no está seguro de hallarse en el lugar adecuado. El gringo, sin embargo, parecía a sus anchas. Miraba la ventana abierta a los magnolios del jardín, el antiguo reloj de pared inglés, la calidad de la piel de las butacas, el valioso dibujo de Diego Rivera –Apunte para retrato de Emiliano Zapata– enmarcado en la pared.