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–Empieza a no gustarme esta conversación. Como si acabara de escuchar a Teresa, Pote Gálvez apareció en la puerta. Llevaba un teléfono móvil en la mano y estaba más sombrío que de costumbre. Quihubo, Pinto. El gatillero parecía indeciso, apoyándose primero sobre un pie y luego en otro, sin franquear el umbral. Respetuoso. Lamentaba muchísimo interrumpir, dijo al fin. Pero le latía que era importante. Al parecer, la señora Patricia andaba en problemas.

Era algo más que un problema, comprobó Teresa en la sala de urgencias del hospital de Marbella. La escena resultaba propia de sábado por la noche: ambulancias afuera, camillas, voces, gente en los corredores, trajín de médicos y enfermeras. Encontraron a Pati en el despacho de un jefe de servicio complaciente: chaqueta sobre los hombros, pantalón sucio de tierra, un cigarrillo medio consumido en el cenicero y otro entre los dedos, una contusión en la frente y manchas de sangre en las manos y la blusa. Sangre ajena. También había dos policías uniformados en el pasillo, una joven muerta en una camilla, y un coche, el nuevo Jaguar descapotable de Pati, destrozado contra un árbol en una curva de la carretera de Ronda, con botellas vacías en el suelo y diez gramos de cocaína espolvoreados sobre los asientos.

–Una fiesta –explicó Pati–... Veníamos de una puta fiesta.

Tenía la lengua torpe y la expresión aturdida, como si no alcanzase a comprender lo que pasaba. Teresa conocía a la muerta, una joven agitanada que en los últimos tiempos acompañaba siempre a Pati: dieciocho recién cumplidos pero viciosa como de cincuenta largos, con mucho trote y ninguna vergüenza. Había fallecido en el acto, hasta arriba de todo, al golpearse la cara contra el parabrisas, la falda subida hasta las ingles, justo cuando Pati le acariciaba el coño a ciento ochenta por hora. Un problema más y un problema menos, murmuró Teo con frialdad, cambiando una mirada de alivio con Teresa, la difunta de cuerpo presente, una sábana por encima teñida de color rojo a un lado de la cabeza –la mitad de los sesos, contaba alguien, se quedaron sobre el capó, entre cristales rotos–. Pero mírale el lado bueno. ¿O no?... A fin de cuentas nos libramos de esta pequeña guarra. De sus golferías y sus chantajes. Era una compañía peligrosa, dadas las circunstancias. En cuanto a Pati, y hablando de quitarse de en medio, Teo se preguntaba cómo habrían quedado las cosas si...

–Cierra la boca –dijo Teresa– o juro que te mueres.

La sobresaltaron aquellas palabras. Se vio de pronto con ellas en la boca, sin pensarlas, escupiéndolas igual que venían: en voz baja, sin reflexión ni cálculo alguno. –Yo sólo... –empezó a decir Teo.

Su sonrisa parecía congelada de golpe, y observaba a Teresa como si la viera por primera vez. Luego miró alrededor con desconcierto, temiendo que alguien hubiese oído. Estaba pálido.

–Sólo bromeaba –dijo al fin.

Parecía menos atractivo así, humillado. O asustado. Y Teresa no respondió. Él era lo de menos. Estaba concentrada en sí misma. Se hurgaba adentro, buscando el rostro de la mujer que había hablado en su lugar.

Por suerte, le confirmaron los policías a Teo, no era Pati quien iba al volante cuando el coche derrapó en la curva, y eso descartaba el cargo de homicidio involuntario. La cocaína y lo demás podrían arreglarse mediante algún dinero, mucho tacto, unas diligencias oportunas y un juez adecuado, siempre y cuando la prensa no interviniera mucho. Detalle vital. Porque estas cosas, dijo el abogado –de vez en cuando miraba a Teresa de soslayo, el aire pensativo–, empiezan con una noticia perdida entre los sucesos y terminan en titulares de primera página. Así que ojo. Más tarde, resueltos los trámites, Teo se quedó haciendo llamadas telefónicas y ocupándose de los policías –afortunadamente eran municipales del alcalde Pestaña y no guardias civiles de Tráfico– mientras Pote Gálvez llevaba la Cherokee hasta la puerta. Sacaron a Pati con mucha discreción, antes de que alguien se fuera de la lengua y un periodista olfateara lo que no debía. Y en el coche, apoyada en Teresa, abierta la ventanilla para que el fresco de la noche la despejara, Pati se espabiló un poco. Lo siento, repetía en voz baja, los faros de los coches en sentido contrario alumbrándole la cara a intervalos. Lo siento por ella, dijo con voz apagada, pastosa, pegándosele las palabras. Lo siento por esa niña. Y también lo siento por ti, Mejicana, añadió tras un silencio. Pues me vale madres lo que sientas, respondió Teresa, malhumorada, mirando las luces del tráfico por encima del hombro de Pote Gálvez. Siéntelo por tu pinche vida.

Pati cambió de postura, apoyando la cabeza en el cristal de la ventanilla, y no dijo nada. Teresa se removió, incómoda. Chale. Por segunda vez en una hora había dicho cosas que no pretendía decir. Además, no era cierto que estuviese irritada de veras. No tanto con Pati como con ella misma; en el fondo era, o creía ser, responsable de todo. De casi todo. Así que al cabo le tomó a su amiga una mano tan fría como el cuerpo que dejaban atrás, bajo la sábana manchada de sangre. Qué tal estás, preguntó en voz baja. Estoy, dijo la otra sin apartarse de la ventanilla. Sólo se apoyó de nuevo en Teresa al bajar de la ranchera. Apenas la acostaron, sin desvestir, cayó en un medio sueño inquieto, lleno de estremecimientos y gemidos. Teresa permaneció con ella un rato largo, sentada en un sillón junto a la cama: el tiempo de tres cigarrillos y un vaso grande de tequila. Pensando. Estaba casi a oscuras, las cortinas de la ventana descorridas ante un cielo estrellado y lucecitas lejanas que se movían en el mar, más allá de la penumbra del jardín y de la playa. Al fin se puso en pie, dispuesta a ir a su dormitorio; pero en la puerta lo meditó mejor y regresó. Fue a tenderse junto a su amiga en el borde de la cama, muy quieta, procurando no despertarla, y estuvo así muchísimo tiempo. Oía su respiración atormentada. Y seguía pensando.

–¿Estás despierta, Mejicana? –Sí.

Tras el susurro, Pati se había acercado un poco. Se rozaban.

–Lo siento.

–No te preocupes. Duérmete.

Otro silencio. Hacía una eternidad que no estaban así las dos, recordó. Casi desde El Puerto de Santa María. O sin casi. Permaneció inmóvil, los ojos abiertos, escuchando la respiración irregular de su amiga. Ahora tampoco la otra dormía.

–Tienes un cigarrillo? –preguntó Pati, al cabo de un rato.

–Sólo de los míos. –Me valen los tuyos.

Teresa se levantó, fue hasta el bolso que estaba sobre la cómoda y sacó dos Bisonte con hachís. Al encenderlos, la llama del mechero iluminó el rostro de Pati, el hematoma violáceo en la frente. Los labios hinchados y resecos. Los ojos, abolsados de fatiga, miraban a Teresa con fijeza.

–Creí que podríamos conseguirlo, Mejicana. Teresa volvió a tumbarse boca arriba en el borde de la cama. Agarró el cenicero de la mesilla de noche y se lo puso sobre el estómago. Todo despacio, dándose tiempo. –Lo hicimos –dijo al fin–. Llegamos muy lejos. –No me refería a eso.

–Entonces no sé de qué me hablas.

Pati se removió a su lado, cambiando de postura. Se ha vuelto hacia mí, pensó Teresa. Me observa en la oscuridad. O me recuerda.

–Imaginé que podría soportarlo –dijo Pati–. Tú y yo juntas, de esta manera. Creí que funcionaría. Qué extraño era todo. Meditaba Teresa. La Teniente O'Farrell. Ella misma. Qué extraño y qué lejos, y cuántos cadáveres atrás, en el camino. Gente a la que matamos sin querer mientras vivimos.

–Nadie engañó a nadie –cuando hablaba, entre dos palabras, se acercó el cigarrillo a la boca y vio la brasa brillar entre sus dedos–... Estoy donde siempre estuve –expulsó el humo tras retenerlo dentro–. Nunca quise...

–¿De verdad crees eso?... ¿Que no has cambiado? Teresa movía la cabeza, irritada.

–Respecto a Teo... –empezó a decir.

–Por Dios bendito –la risa de Pati era despectiva. Teresa la sentía agitarse a su lado como si esa risa la estremeciera–. Al diablo con Teo.