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También estaban los libros. Teresa seguía leyendo, mucho y cada vez más. A medida que transcurría el tiempo, se afirmaba en la certeza de que el mundo y la vida eran más fáciles de entender a través de un libro. Ahora tenía muchos, en estanterías de roble donde se alineaban ordenados por tamaños y por colecciones, llenando las paredes de la biblioteca orientada al sur y al jardín, con sillones de cuero muy cómodos y buena iluminación, donde se sentaba a leer de noche o en los días de mucho frío. Con sol salía al jardín y ocupaba una de las tumbonas junto a la palapa de la piscina –había allí una parrilla donde Pote Gálvez asaba los domingos carne muy hecha– y permanecía horas enganchada a las páginas que pasaba con avidez. Siempre leía dos o tres libros a la vez: alguno de historia –era fascinante la de México cuando llegaron los españoles, Cortés y toda aquella bronca–, una novela sentimental o de misterio, y otra de las complicadas, de esas que llevaba mucho tiempo acabárselas y a veces no conseguía comprender del todo, pero siempre quedaba, al terminar, la sensación de que algo diferente se te anudaba dentro. Leía así, de cualquier manera, mezclándolo todo. La aburrió un poquito una muy famosa que todo el mundo recomendaba: Cien años de soledad –le gustaba más Pedro Páramo–, y disfrutó lo mismo con las policíacas de Agatha Christie y Sherlock Holmes que con otras bien duras de hincarles el diente, como por ejemplo Crímen y castigo, El rojo y el negro o Los Buddenbrook, que era la historia de una joven fresita y su familia en Alemania hacía lo menos un siglo, o así. También había leído un libro antiguo sobre la guerra de Troya y los viajes del guerrero Eneas, donde encontró una frase que la impresionó mucho: La única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna.

Libros. Cada vez que se movía junto a los estantes repletos y tocaba el lomo encuadernado de El conde de Montecristo, Teresa pensaba en Pati O'Farrell. Precisamente habían conversado por teléfono la tarde anterior. Hablaban casi cada día, aunque a veces pasaban varios sin verse. Cómo lo llevas, Teniente, qué tal, Mejicana. Por aquel tiempo Pati renunciaba ya a cualquier actividad directamente relacionada con el negocio. Se limitaba a cobrar y a gastárselo: perico, alcohol, morras, viajes, ropa. Se iba a París o a Miami o a Milán y se lo pasaba a toda madre, muy en su línea, sin preocuparse de más. Para qué, decía, sí tú pilotas como Dios. Seguía metiéndose en líos, pequeños conflictos que era fácil resolver con sus amistades, con dinero, con las gestiones de Teo. El problema era que la nariz y la salud se le estaban cayendo a pedazos. Mas de un gramo diario, taquicardias, problemas dentales. Ojeras. Oía ruidos extraños, dormía mal, ponía música y la quitaba a los pocos minutos, entraba en la bañera o la piscina y salía de pronto, presa de un ataque de ansiedad. También era ostentosa, e imprudente. Charlatana. Hablaba demasiado, con cualquiera. Y cuando Teresa se lo echaba en cara, midiendo mucho las palabras, la otra se rebotaba provocadora, mi salud y mi coño y mi vida y mi parte del negocio son míos, decía, y yo no ando fisgando en tus historias con Teo ni en cómo llevas las putas finanzas. El caso estaba perdido hacía tiempo; y Teresa, en un conflicto del que ni los sensatos consejos de Oleg Yasikov –seguía viéndose con el ruso de vez en cuando– bastaban para iluminar la salida. Habrá un mal final para esto, había dicho el hombre de Solntsevo. Sí. Lo único que deseo, Tesa, es que no te salpique demasiado. Cuando llegue. Y que las decisiones no tengas que tomarlas tú.

–Ha telefoneado el señor Aljarafe, patrona. Dice que ya se hizo la machaca.

–Gracias, Pinto.

Cruzó el jardín seguida de lejos por el guarura. La machaca era el último pago hecho por los italianos, a una cuenta de Gran Caimán vía Liechtenstein y con un quince por ciento blanqueado en un banco de Zúrich. Era una buena noticia más. El puente aéreo seguía funcionando con regularidad, los bombardeos de fardos de droga con balizas GPS desde aviones a baja altura –innovación técnica del doctor Ramos– daban excelente resultado, y una nueva ruta abierta con los colombianos a través de Haití, la República Dominicana y Jamaica, estaba dando una rentabilidad asombrosa. La demanda de cocaína base para laboratorios clandestinos en Europa seguía creciendo, y Transer Naga acababa de conseguir, gracias a Teo, una buena conexión para lavar dólares a través de la lotería de Puerto Rico. Teresa se preguntó hasta cuándo iba a durar aquella suerte. Con Teo, la relación profesional era óptima; y la otra, la privada –nunca se habría extendido a calificarla de sentimental–, discurría por cauces razonables. Ella no lo recibía en su casa de Guadalmina; se encontraban siempre en hoteles, casi todas las veces durante viajes de trabajo, o en una casa antigua que él había hecho rehabilitar en la calle Ancha de Marbella. Ninguno de los dos ponía en juego más que lo necesario. Teo era amable, educado, eficaz en la intimidad. Hicieron juntos algún viaje por España y también a Francia e Italia –a Teresa la aburrió París, la decepcionó Roma y la fascinó Venecia–, pero ambos eran conscientes de que su relación discurría en un terreno acotado. Sin embargo, la presencia del hombre incluía momentos quizá intensos, o especiales, que para Teresa conformaban una especie de álbum mental, como fotos capaces de reconciliarla con ciertas cosas y con algunos aspectos de su propia vida. El placer esmerado y atento que él le proporcionaba. La luz en las piedras del Coliseo mientras atardecía entre los pinos romanos. Un castillo muy antiguo cerca de un río inmenso de orillas verdes llamado Loira, con un pequeño restaurante donde por primera vez ella probó el foie–gras y un vino que se llamaba Cháteau Margaux. Y aquel amanecer en que fue hasta la ventana y vio la laguna de Venecia como una lámina de plata bruñida que enrojecía poco a poco mientras las góndolas, cubiertas de nieve, cabeceaban en el muelle blanco frente al hotel. Híjole. Después Teo la había abrazado por detrás, desnudo como ella, contemplando juntos el paisaje. Para vivir así, susurró él en su oído, más vale no morirse. Y Teresa río. Se reía a menudo con Teo, por su forma divertida de ver la existencia, sus chistes correctos, su humor elegante. Era culto, había viajado y leído –le recomendaba o regalaba libros que casi siempre a ella le gustaban mucho–, sabía tratar a los meseros, a los conserjes de los hoteles caros, a los políticos, a los banqueros. Tenía clase en las maneras, en las manos que movía de un modo muy atractivo, en el perfil moreno y delgado de águila española. Y cogía padrísimo, porque era un tipo esmerado y frío de cabeza. Sin embargo, según los momentos podía ser torpe o inoportuno como el que más. A veces hablaba de su mujer y sus hijas, de problemas conyugales, soledades y cosas así; y ella dejaba en el acto de prestar atención a sus palabras. Resultaba bien extraño el afán de algunos hombres por establecer, aclarar, definir, justificarse, hacer cuentas que nadie pedía. Ninguna mujer necesitaba tantas chingaderas. Por lo demás, Teo era listo. Ninguno llegó nunca a decirle te quiero al otro, ni nada parecido. En Teresa era incapacidad, y en Teo minuciosa prudencia. Sabían a qué atenerse. Como decían en Sinaloa, puercos, pero no trompudos.