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Yo conocía Culiacán. Antes de la entrevista con Teresa Mendoza ya había estado allí, muy al principio, cuando empezaba a investigar su historia y ella no era más que un vago desafío personal en forma de algunas fotos y recortes de prensa. También regresé más tarde, cuando todo terminó y estuve al fin en posesión de lo que necesitaba saber: hechos, nombres, lugares. Así puedo ordenarlo ahora sin otras lagunas que las inevitables, o las convenientes. Diré también que todo se fraguó tiempo atrás, durante una comida con René Delgado, director del diario Reforma, en el Distrito Federal. Mantengo vieja amistad con René desde los tiempos en que, jóvenes reporteros, compartíamos habitación en el hotel Intercontinental de Managua durante la guerra contra Somoza. Ahora nos vemos cuando viajo a México, para contarnos el uno al otro las nostalgias, las arrugas y las canas. Y esa vez, comiendo escamoles y tacos de pollo en el San Angel Inn, me propuso el asunto.

–Eres español, tienes buenos contactos allí. Escríbenos un gran reportaje sobre ella.

Negué mientras procuraba evitar que el contenido de un taco se me derramara por la barbilla.

–Ya no soy reportero. Ahora me lo invento todo y no bajo de las cuatrocientas páginas.

–Pues hazlo a tu manera –insistió René–. Un pinche reportaje literario.

Liquidé el taco y discutimos los pros y los contras. Dudé hasta' el café y el Don Julián del número 1, justo cuando René acabó amenazándome con llamar a los mariachis. Pero el tiro le salió por la culata: el reportaje para Reforma terminó convirtiéndose en un proyecto literario privado, aunque mi amigo no se incomodó por eso. Al contrario: al día siguiente puso a mi disposición sus mejores contactos en la costa del Pacífico y en la Policía Federal para que yo pudiese completar los años oscuros. La etapa en la vida de Teresa Mendoza que era desconocida en España, y ni siquiera aireada en el propio México.

Al menos te haremos la reseña –dijo–. Cabrón.

Hasta entonces sólo era público que ella había vivido en Las Siete Gotas, un barrio muy humilde de Culiacán, y que era hija de padre español y madre mejicana. También que dejó los estudios en la primaria, y que, empleada de una tienda de sombreros del mercadito Buelna y luego cambiadora de dólares en la calle Juárez, una tarde de Difuntos –irónico augurio– la vida la puso en el camino de Raimundo Dávila Parra, piloto a sueldo del cártel de Juárez, conocido en el ambiente como el Güero Dávila a causa de su pelo rubio, sus ojos azules y su aire gringo. Todo esto se sabía más por la leyenda tejida en torno a Teresa Mendoza que por datos precisos; de modo que, para iluminar aquella parte de su biografía, viajé a la capital del estado de Sinaloa, en la costa occidental y frente a la embocadura del golfo de California, y anduve por sus calles y cantinas. Hasta hice el recorrido exacto, o casi, que esa última tarde –o primera, según se mire, hizo ella tras recibir la llamada telefónica y abandonar la casa que había compartido con el Güero Dávila. Así estuve ante el nido que ambos habitaron durante dos años: un chalecito confortable y discreto de dos plantas, con patio trasero, arrayanes y buganvillas en la puerta, situado en la parte sureste de Las Quintas, un barrio frecuentado por narcos de clase media; de aquellos a quienes van bien las cosas, pero no tanto como para ofrecerse una lujosa mansión en la exclusiva colonia Chapultepec. Luego caminé bajo las palmeras reales y los mangos hasta la calle Juárez, y frente al mercadito me detuve a observar a las jóvenes que, teléfono celular en una mano y calculadora en otra, cambian moneda en plena calle; o, dicho de otro modo, blanquean en pesos mejicanos el dinero de los automovilistas que se detienen junto a ellas con sus fajos de dólares aromatizados de goma de la sierra o polvo blanco. En aquella ciudad, donde a menudo lo ilegal es convención social y forma de vida –es herencia de familia, dice un corrido famoso, trabajar contra la ley–, Teresa Mendoza fue durante algún tiempo una de esas jóvenes, hasta que cierta ranchera Bronco negra se detuvo a su lado, y Raimundo Dávila Parra bajó el cristal tintado de la ventanilla y se la quedó mirando desde el asiento del conductor. Entonces su vida cambió para siempre.

Ahora ella recorría la misma acera, de la que conocía cada baldosa, con la boca seca y el miedo en los ojos. Sorteaba a las chicas que charlaban en grupos o paseaban en espera de clientes frente a la frutería El Canario, y lo hacía mirando desconfiada hacia la estación de camiones y tranvías de la sierra y las taquerías del mercadito, hormigueantes de mujeres cargadas con cestas y hombres bigotudos con cachuchas y sombreros de palma. Desde la tienda de música grupera situada tras la joyería de la esquina le llegaron la melodía y las palabras de Pacas de a kilo. cantaban los Dinámicos, o quizá los Tigres. Desde aquella distancia no podía apreciarlo, pero conocía la canción. Chale. La conocía demasiado bien, pues era la favorita del Güero; y el hijo de su madre solía cantarla cuando se afeitaba, con la ventana abierta para escandalizar a los vecinos, o decírsela a ella bajito, al oído, cuando le divertía ponerla furiosa:

Los amigos de mi padre me admiran y me respetan y en dos y trescientos metros levanto las avionetas.

De diferentes calibres, manejo las metralletas...

Pinche Güero cabrón, pensó de nuevo, y casi lo dijo en voz alta para controlar el sollozo que le subía a la boca. Después miró a derecha e izquierda. Seguía al acecho de un rostro, de una presencia que significara amenaza. Sin duda mandarían a alguien que la conociera, pensaba. Que pudiera identificarla. Por eso su esperanza era reconocerlo antes a él. O a ellos. Porque solían ir de dos en dos para apoyarse uno al otro. Y también para vigilarse, en un negocio donde nadie confiaba ni en su mera sombra. Reconocerlo con tiempo suficiente, advirtiendo el peligro en su mirada. O en su sonrisa. Alguien te sonreirá, recordó. Y un momento después estarás muerta. Con suerte, añadió para sus adentros. Con mucha suerte estaré muerta. En Sinaloa, se dijo imaginando el desierto y el soplete mencionados por el Güero, tener o no tener suerte era sólo cuestión de rapidez, de sumas y restas. Cuanto más tardas en morir, menos suerte tienes.

En Juárez el sentido del tráfico le venía por la espalda. Cayó en ello al dejar atrás el panteón San Juan, así que torció a la izquierda, buscando la calle General Escobedo. El Güero le había explicado que, si alguna vez la seguían, procurase tomar calles donde el tránsito viniera de frente, para ver acercarse con tiempo los coches. Anduvo calle adelante, volviéndose de vez en cuando para mirar atrás. De ese modo llegó al centro de la ciudad, pasó junto al edificio blanco del palacio municipal y se metió entre la multitud que llenaba las paradas de autobuses y las inmediaciones del mercado Garmendia. Sólo allí se sintió algo más segura. El cielo estaba en plena atardecida, naranja intenso sobre los edificios, a poniente, y los escaparates empezaban a iluminar las aceras. Casi nunca te matan en lugares como éste, pensó. Ni te secuestran. Había dos tránsitos, dos policías con sus uniformes marrones parados en una esquina. El rostro de uno le fue vagamente familiar, así que volvió el suyo y cambió de dirección. Muchos agentes locales estaban a sueldo del narco, como los de la judicial del Estado y los federales y tantos otros, con su grapa de perico en la cartera y su copa gratis en las cantinas, que hacían trabajos de protección para los principales chacas de la mafia o ejercían el sano principio de vive, cobra tu mordida y deja vivir si no quieres dejar de vivir. Tres meses atrás, un jefe de policía recién llegado de afuera quiso cambiar las reglas del juego. Le habían pegado setenta tiros justos de cuerno de chivo –el nombre que allí se le daba al Aká 47– en la puerta de su casa y en su propio coche. Ratatatatá. En las tiendas ya se vendían cedés con canciones sobre el tema. Setenta plomos de a siete, era el título de la más famosa. Mataron al jefe Ordóñez –precisaba la letra– a las seis de la mañana. Que fueron muchos balazos pa' una hora tan temprana. Puro Sinaloa. Cantantes populares como el As de la Sierra se fotografiaban en los afiches discográficos con una avioneta detrás y una escuadra calibre 45 en la mano, y a Chalino Sánchez, ídolo local de la canción, que fue gatillero de las mafias antes que compositor e intérprete, lo habían abrasado a tiros por una mujer o por vayan a saber qué. Si de algo no necesitaban los narcocorridos, era de la imaginación.