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–Vivo.

Me dejó meditarlo tres segundos. Dicen, añadió después, los que saben y andan en la chamba –recalcaba mucho el dicen y el los–, que incluso si eres bueno y derecho en tu trabajo, muy serio y cumplidor, terminas mal. La raza viene, entra fácil, te prefiere a otros, subes sin querer, y entonces los competidores van a por ti. Por eso cualquier paso en falso se paga caro. Y encima, cuanta más gente quieres o tienes, más vulnerable te vuelves. Ahí está el caso de otro güero famoso, con corridos, Héctor Palma, a quien un antiguo socio, por desacuerdos, secuestró y torturó a la familia, cuentan, y el día de su cumpleaños le mandó por correo una caja con la cabeza de su esposa. Japibirdi tu–yú. Cuando se vive en el filo de la navaja nadie puede permitirse olvidar las reglas. Fueron las reglas las que sentenciaron al Güero Dávila. Y era un buen tipo, le doy mi palabra. Gallo fino. Requetebién raza, el compa. Valiente de los que se rifan el alma y mueren donde quieras. Algo bocón y ambicioso, como vio, pero nada diferente de lo mejor que hay por aquí. No sé si me comprende. En cuanto a Teresa Mendoza, era su mujer. Inocente o no, las reglas también la incluían a ella.

Santa Virgencita. Santo Patrón. La pequeña capilla de Malverde estaba en sombras. Sólo un farolito relucía sobre el pórtico, abierto a cualquier hora del día o de la noche, y por las ventanas se filtraba la luz rojiza de algunas velas encendidas ante el altar. Teresa llevaba mucho rato inmóvil en la oscuridad, oculta junto a la tapia que separaba la desierta calle Insurgentes de las vías del ferrocarril y el canal. Intentaba rezar y no podía; otras cosas ocupaban su cabeza. Había tardado mucho en decidirse a hacer la llamada telefónica. Calculando las posibilidades. Después anduvo hasta allí observando con mucha cautela los alrededores, y ahora aguardaba, la brasa de un cigarrillo oculta en el hueco de la mano. Media hora, había dicho don Epifanio Vargas. Teresa no llevaba reloj, y le era imposible calcular el tiempo transcurrido. Sintió un vacío en el estómago y procuró apagar el cigarrillo a toda prisa cuando un coche de judiciales pasó lento, en dirección al bulevar Zapata: siluetas oscuras de dos patrulleros en los asientos de delante, el rostro de la derecha iluminado apenas, visto y no visto, por la lucecita de la capilla.

Teresa retrocedió en busca de más oscuridad. No era sólo que estuviese fuera de la ley. En Sinaloa, como en el resto de México, desde el patrullero en busca de mordida –chamarra cerrada para que no vieras el número de placa–, hasta el superior que cada mes recibía un fajo de dólares del narcotráfico, tratar con la ley era a veces meterse en la boca del lobo.

Aquel rezo inútil que nunca terminaba. Santa Virgencita. Santo Patrón. Lo había empezado seis o siete veces, sin acabarlo ninguna. La capilla del bandido Malverde le traía demasiados recuerdos vinculados al Güero Davila. Tal vez por eso, cuando don Epifanio Vargas accedió por teléfono a la cita, ella dijo el nombre de ese lugar, casi sin pensarlo. Al principio don Epifanio propuso que fuera hasta la colonia Chapultepec, cerca de su casa; pero eso suponía cruzar la ciudad y un puente sobre el Tamázula. Demasiado riesgo. Y aunque no mencionó ningún detalle de lo ocurrido, sólo que estaba huyendo y que el Güero le había dicho que se pusiera en contacto con don Epifanio, éste comprendió que las cosas andaban mal, o peor. Quiso tranquilizarla: no te preocupes, Teresita, nos vemos, no te agüites y no te muevas. Ocúltate y dime dónde. Siempre la llamaba Teresita cuando se la encontraba con el Güero por el malecón, en los restaurantes playeros de Altata, en una fiesta o comiendo callo de hacha, ceviche de camarón y jaiba rellena los domingos, en Los Arcos. La llamaba Teresita y le daba un beso y hasta la había presentado a su mujer y a sus hijos, una vez. Y aunque don Epifanio era hombre inteligente y de poder, con más lana de la que el Güero habría juntado en toda su vida, siempre era amable con él, y lo seguía llamando ahijado como en los viejos tiempos; y en una ocasión, por Navidad, la primera que Teresa pasó de novia, don Epifanio llegó a mandarle unas flores y una esmeraldita colombiana muy linda con cadena de oro, y un fajo con diez mil dólares para que le regalase algo a su hombre, una sorpresa, y con el resto se comprara ella lo que quisiera. Por eso Teresa lo había telefoneado esa noche, y guardaba para él aquella agenda del Güero que le quemaba encima, y esperaba quieta en la oscuridad a unos pasos de la capilla de Malverde. Santa Virgencita, santo Patrón. Porque sólo de don Epi puedes fiarte, aseguraba el Güero. Es un hombre cabal y un caballero, fue un buen chaca y además es mi padrino. Pinche Güero. Eso había dicho antes de que todo se fuera a la chingada y sonara aquel teléfono que no debió sonar nunca, y ella se viera como se veía. Y ojalá, murmuró, ardas en el infierno. Cabrón. Por ponerme en la quema como me pones. Ahora sabía que no podía fiarse de nadie; ni siquiera de don Epifanio. Por eso lo había citado allí, sin pensarlo casi, aunque en el fondo pensándolo. La capilla era un sitio tranquilo, al que podía llegar oculta entre las vías del tren que iba por la orilla del canal, y vigilar la calle a un lado y a otro por si el hombre que la llamaba Teresita y le regaló diez mil dólares y una esmeralda en Navidad no venía solo, o el Güero había fallado en sus cálculos, o a ella se le iba el temple y –en el mejor de los casos, si podía– echaba a correr de nuevo.

Luchó con la tentación de encender otro cigarrillo. Santa Virgencita. Santo Patrón. A través de las ventanas podía ver las velas que alumbraban dentro de la capilla. El santo Malverde había sido en vida mortal Jesús Malverde, el buen bandido que robaba a los ricos, decían, para ayudar a los pobres. Los curas y la autoridad nunca lo reconocieron santo; pero los curas y la autoridad no tenían ni idea de esas cosas, y el pueblo lo canonizó por cuenta propia. Tras su ejecución, el Gobierno había ordenado que no se diera sepultura al cuerpo, para escarmiento; pero la gente que pasaba junto al lugar iba poniendo piedras, una sola cada vez para no incumplir, hasta que de esa manera se le dio tierra cristiana, y luego se hizo la capilla y lo demás. Entre la raza pesada de Culiacán y todo Sinaloa, Malverde era más popular y milagroso que el propio Diosito o la Señora de Guadalupe. La capilla estaba llena de placas y exvotos agradeciendo los milagros: pelo de plebito por un parto feliz, camarones en alcohol por una buena pesca, fotos, estampas. Pero sobre todo el santo Malverde era patrón de los narcos sinaloenses, que acudían para encomendarse y dar gracias, con donativos y placas grabadas o escritas a mano después de cada retorno feliz y cada negocio provechoso. Gracias patronsito por sacarme de presidio, podía leerse, pegado a la pared junto a la imagen del santo –moreno, bigotudo, vestido de blanco y con elegante mascada negra al cuello–, o Gracias por aqueyo que tú sabes. Los tipos más duros, los peores criminales del llano y de la sierra, llevaban su foto en cinturones, escapularios, gorras de béisbol y coches, lo nombraban persignándose, y muchas madres acudían a rezar a la capilla cuando sus hijos hacían el primer viaje o andaban en la cárcel o en algo gacho. Había gatilleros que pegaban la estampa de Malverde en las cachas de la pistola o en la culata del cuerno de chivo. E incluso el Güero Dávila, que decía no creer en esas cosas, llevaba en el tablero de mandos de la avioneta una foto del santo enmarcada en cuero, con la oración Dios vendiga mi camino y permita mi regreso: tal cual, con falta de ortografía incluida. Teresa se la había comprado al santero de la capilla luego que durante algún tiempo, al principio, estuvo acudiendo allí a escondidas, a encender velas cuando el Güero pasaba días sin volver a casa. Hizo eso hasta que él se enteró, prohibiéndoselo. Supersticiones idiotas, prietita. Chale. No me gusta que mi mujer haga el ridículo.