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–¿Qué ha pasado? –preguntó.

Don Epifanio Vargas encogió los hombros. –Ha pasado lo que tenía que pasar –dijo. Miraba al guardaespaldas que estaba en la puerta, el cuerno de chivo en la mano, silencioso como una sombra o un fantasma. Cambiar la droga por la farmacia y la política no excluía las precauciones de siempre. El otro guarura estaba afuera, también armado. Le habían dado doscientos pesos al celador nocturno de la capilla para que se rajara de allí. Don Epifanio miró la bolsa que Teresa tenía en el suelo, entre los pies, y después la Doble Águila apoyada en el regazo.

–Tu hombre llevaba mucho rifándosela. Era cuestión de tiempo.

–¿De verdad se murió?

–Pues claro que se murió. Lo agarraron arriba en la sierra... No eran guachos, ni federales, ni nada. Eran su propia gente.

–¿Quiénes?

–Da lo mismo quiénes. Tú sabes en qué transas andaba el Güero. Metía naipes propios en barajas ajenas. Y al final alguien dio el pitazo.

Se reavivó la brasa del habano. Don Epifanio abrió la agenda. La acercaba a la luz de las velas, pasando páginas al azar.

–¿Leíste lo que hay aquí?

–Nomás se la traje a usted, como él dijo. Yo no sé de esas cosas.

Asintió don Epifanio, reflexivo. Se le veía incómodo.

–El pobre Güero tuvo lo que se iba buscando –concluyó.

Ella miraba ahora al frente, hacia las sombras de la capilla donde colgaban los exvotos y las flores secas. –Qué pobre ni qué chingados. El muy puerco no pensó en mí.

Había conseguido que no le temblara la voz. Sin volverse, sintió que el otro se ladeaba a observarla.

–Tú tienes suerte –le oyó decir–. De momento sigues viva.

Se quedó así un poco más. Estudiándola. El aroma del habano se mezclaba con el olor de las velas y el de un pebetero de incienso que ardía junto al busto del bandido santo.

–¿Qué piensas hacer? –preguntó al fin.

–No sé –ahora le llegaba a Teresa la vez de encoger los hombros–. El Güero dijo que usted me ayudaría. Dásela y pídele que te ayude. Eso fue lo que dijo. –El Güero siempre fue un optimista.

El hueco que ella notaba en el estómago se hizo más hondo. Sofoco del humo de velas, crepitar de llamitas ante Malverde. Calor húmedo. De pronto sentía una desazón insoportable. Reprimió el impulso de levantarse, apagar las velas de un manotazo, ir en busca de aire fresco. Correr otra vez, si todavía la dejaban. Pero cuando miró de nuevo ante sí, vio que la otra Teresa Mendoza estaba sentada enfrente, observándola. O tal vez era ella misma la que estaba allí, silenciosa, mirando a la mujer asustada que se inclinaba hacia adelante en su banco junto a don Epifanio, con una inútil pistola en el regazo.

–Él lo quería mucho a usted –se oyó decir.

El otro se removió en el asiento. Un hombre decente, había dicho siempre el Güero. Un chaca bueno y justo, de ley. El mejor patrón que tuve nunca.

–Y yo lo quería –don Epifanio hablaba muy quedo, como si recelara de que el guarura de la puerta lo oyese hablar de sentimientos–. Y a ti también... Pero con sus pendejadas te puso en mala situación.

–Necesito ayuda.

–Yo no puedo mezclarme en esto. –Usted tiene mucho poder.

Lo oyó chasquear la lengua con desaliento e impaciencia. En aquel negocio, explicó don Epifanio siempre en voz baja y dirigiendo miradas furtivas al guardaespaldas, el poder era una cosa relativa, efímera, sujeta a reglas complicadas. Y él lo conservaba, puntualizó, porque no iba escarbando donde no debía. El Güero ya no trabajaba para él; era asunto de sus jefes de ahora. Y esa gente mochaba parejo.

–No tienen nada personal contra ti, Teresita. Ya los conoces. Pero es su manera de hacer las cosas... Tienen que dar ejemplo.

–Usted podría hablar con ellos. Decirles que no sé nada.

–Saben de sobra que tú no sabes nada. Ése no es el problema... Y yo no puedo comprometerme. En esta tierra, quien hoy pide favores tiene que devolverlos mañana.

Ahora miraba la Doble Águila que ella mantenía sobre los muslos, una mano apoyada con descuido en la culata. Sabía que el Güero la enseñó a tirar tiempo atrás, hasta conseguir que acertara a seis botes vacíos de cerveza Pacífico, uno tras otro, a diez pasos. Al Güero siempre le habían gustado la Pacífico y las mujeres medio bravas, aunque Teresa no soportara la cerveza y se asustara a cada estampido de la pistola.

Además –prosiguió don Epifanio–, lo que me has contado empeora las cosas. No pueden dejar que les truenen a un hombre, y menos que lo haga una hembra... Serían la risa de todo Sinaloa.

Teresa miró sus ojos oscuros e impasibles. Ojos duros de indio norteño. De superviviente.

–No puedo comprometerme –le oyó repetir. Y don Epifanio se levantó. Ya valió madres, pensó ella. Aquí termina todo. El vacío del estómago se agrandaba hasta abarcar la noche que acechaba afuera, inexorable. Se rindió, pero la mujer que la observaba entre las sombras no quiso hacerlo.

–El Güero dijo que me ayudaría –insistió terca, como si hablara consigo misma–. Llévale la agenda, dijo, y cámbiasela por tu vida.

A tu hombre le gustaban demasiado los albures. –Yo no sé de eso. Pero sé lo que me dijo.

Había sonado más a queja que a súplica. Una queja sincera y muy amarga. O un reproche. Después se quedó un momento callada y al fin alzó el rostro, igual que el reo cansado que aguarda un veredicto. Don Epifanio estaba de pie ante ella, y parecía más grande y corpulento que nunca. Golpeteaba con los dedos en la agenda del Güero. –Teresita...

–Mande.

Seguía tamborileando los dedos en la agenda. Lo vio mirar la efigie del santo, de nuevo al guarura de la puerta, de vuelta a ella. Luego se detuvo otra vez en la pistola. –¿La neta que no leíste nada?

–Lo juro. Nomás dígame qué iba a leer.

Un silencio. Largo, pensó ella, como una agonía. Oía chisporrotear los pábilos de las velas en el altar. –Sólo tienes una posibilidad –dijo el otro al fin. Teresa se aferró a esas palabras, con la mente avivada de pronto como si acabara de meterse dos pases de doña Blanca. La otra mujer había desaparecido entre las sombras. Y de nuevo era ella. O al contrario.

–Me basta con una –dijo. –¿Tienes pasaporte?

–Sí. Con visa americana. –¿Y dinero?

–Veinte mil dólares y unos pocos pesos –abría la bolsa a sus pies para mostrarlo, esperanzada–. También una bolsa de polvo de diez o doce onzas.

–El polvo déjalo. Es peligroso andar con eso por ahí... ¿Sabes conducir?

–No –se había puesto en pie y lo miraba de cerca, atenta. Concentrada en seguir viva–. Ni siquiera tengo licencia.

–Dudo que puedas llegar al otro lado. Te pisarán la huella en la frontera, y ni entre gringos ibas a estar segura... Lo mejor sería que salieras esta mera noche. Puedo prestarte el carro con un chofer de confianza... Puedo hacer eso y que te lleve al Deefe. Directamente al aeropuerto, y allí te agarras el primer avión.

–¿Adónde?

–Me vale verga adónde. Pero si quieres ir a España, tengo amigos allí. Gente que me debe favores... Si mañana me llamas antes de subir al avión, podré darte un nombre y un número de teléfono. Después será asunto tuyo.

–¿No hay otra?

–Ni modo. Con ésta, o te encabestras o te ahorcas. Teresa miró alrededor, buscando en las sombras de la capilla. Estaba absolutamente sola. Nadie decidía por ella, ahora. Pero seguía viva.

–Tengo que irme –se impacientaba don Epifanio–. Decídete.

–Ya decidí. Haré lo que usted mande.

–Bien –Don Epifanio observó cómo ella ponía el seguro a la pistola y se la metía atrás en la cintura, entre los tejanos y la piel, antes de cubrirse con la chamarra– ... Y recuerda una cosa: ni siquiera allí estarás a salvo. ¿Comprendes?... Si yo tengo amigos, ellos también. Así que procura enterrarte tan hondo que no te encuentren.

Teresa asintió de nuevo. Había sacado el paquete de coca de la bolsa y lo colocaba en el altar, bajo la efigie de Malverde. A cambio encendió otra vela. Santa Virgencita, rezó un instante en silencio. Santo Patrón. Dios vendiga mi camino y permita mi regreso. Se persignó casi furtivamente.