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Santiago ladeaba la cabeza, buscando una definición adecuada.

–Que son bonitas –concluyó, serio–. Las mejores tetas de Melilla.

–Híjole. ¿Ése es un piropo español?

–Pues no sé –esperó a que ella terminara de reírse–. Es lo que pasa por mi cabeza.

–¿Y sólo eso?

–No. También me gusta cómo hablas. O cómo te callas. Me pone, no sé... De muchas maneras. Y para una de esas maneras, a lo mejor la palabra es tierno.

–Bien. Me agrada que a veces olvides mis chichotas y te pongas tiernito.

–No tengo por qué olvidarme de nada. Tus tetas y yo tierno somos compatibles.

Ella se quitó los zapatos y echaron a andar por la arena sucia, y después entre las rocas por la orilla del agua, bajo los muros de piedra ocre por cuyas troneras asomaban cañones oxidados. A lo lejos se dibujaba la silueta azulada del cabo Tres Forcas. A veces la espuma les salpicaba los pies. Santiago caminaba con las manos en los bolsillos, deteniéndose a trechos para comprobar que Teresa no corría riesgo de resbalar en el verdín de las piedras húmedas.

–Otras veces –añadió de pronto, como si no hubiera dejado de pensar en ello– me pongo a mirarte y pareces de golpe muy mayor... Como esta mañana.

–¿Y qué pasó esta mañana?

–Pues que me desperté y estabas en el cuarto de baño, y me levanté a verte, y te vi delante del espejo, echándote agua en la cara, y te mirabas como si te costara reconocerte. Con cara de vieja.

–¿Fea?

–Feísima. Por eso quise volverte guapa, y te apalanqué en brazos y te llevé a la cama y estuvimos dándonos estiba una hora larga.

–No me acuerdo.

–¿De lo que hicimos en la cama? –De estar fea.

Lo recordaba muy bien, por supuesto. Había despertado temprano, con la primera claridad gris. Canto de gallos al alba. Voz del muecín en el minarete de la mezquita. Tic tac del reloj en la mesilla. Y ella incapaz de recobrar el sueño, mirando cómo la luz aclaraba poco a poco el techo del dormitorio, con Santiago dormido boca abajo, el pelo revuelto, media cara hundida en la almohada y la áspera barba naciente de su mentón que le rozaba el hombro. Su respiración pesada y su inmovilidad casi continua, idéntica a la muerte. Y la angustia súbita que la hizo saltar de la cama, ir al cuarto de baño, abrir la llave del agua y mojarse la cara una y otra vez, mientras la mujer que la observaba desde el espejo se parecía a la mujer que la había mirado con el pelo húmedo el día que sonó el teléfono en Culiacán. Y luego Santiago reflejado detrás, los ojos hinchados por el sueño, desnudo como ella, abrazándola antes de llevarla de nuevo a la cama para hacerle el amor entre las sábanas arrugadas que olían a los dos, a semen y a tibieza de cuerpos enlazados. Y luego los fantasmas desvaneciéndose hasta nueva orden, una vez más, con la penumbra del amanecer sucio –no había nada tan sucio en el mundo como esa indecisa penumbra gris de los amaneceres– al que la luz del día, derramándose ya en caudal entre las persianas, relegaba de nuevo a los infiernos.

–Contigo me pasa, a ratos, que me quedo un poco fuera, ¿entiendes? –Santiago miraba el mar azul, ondulante con la marejada que chapaleaba entre las rocas; una mirada familiar y casi técnica–... Te tengo bien controlada, y de pronto, zaca. Te vas.

–A Marruecos.

–No seas tonta. Por favor. He dicho que eso terminó.

Otra vez la sonrisa que lo borraba todo. Guapo para no acabárselo, pensó de nuevo ella. El pinche contrabandista de su pinche madre.

–También a veces tú te vas –dijo–. Requetelejos.

–Lo mío es distinto. Tengo cosas que me preocupan... Quiero decir cosas de ahora. Pero lo tuyo es diferente.

Se quedó un poco callado. Parecía buscar una idea difícil de concretar. O de expresar.

–Lo tuyo –dijo al fin– son cosas que ya estaban ahí antes de conocerte.

Dieron unos pasos más antes de volver bajo el arco de la muralla. El viejo de los pinchitos limpiaba la mesa. Teresa y el moro cambiaron una sonrisa.

–Nunca me cuentas nada de México –dijo Santiago.

Ella se apoyaba en él, poniéndose los zapatos. –No hay mucho que contar –respondió–... Allí la gente se chinga entre ella por el narco o por unos pesos, o la chingan porque dicen que es comunista, o llega un huracán y se los chinga a todos bien parejo.

–Me refería a ti.

–Yo soy sinaloense. Un poquito lastimada en mi orgullo, últimamente. Pero atrabancada de a madre. –¿Y qué más?

–No hay más. Tampoco te pregunto a ti sobre tu vida. Ni siquiera sé si estás casado.

–No lo estoy –movía los dedos ante sus ojos–. Y me jode que no lo hayas preguntado hasta hoy.

–No pregunto. Sólo digo que no lo sé. Así fue el pacto.

–¿Qué pacto? No recuerdo ningún pacto. –Nada de preguntas chuecas. Tú vienes, yo estoy. Tú te vas, yo me quedo.

–¿Y el futuro?

–Del futuro hablaremos cuando llegue. –¿Por qué te acuestas conmigo?

–¿Y con quién más? –Conmigo.

Se detuvo ante él, los brazos en jarras, las manos apoyadas en la cintura como si fuera a cantarle una ranchera. –Porque eres un güey bien puesto –dijo, mirándolo de arriba abajo, con mucha lentitud y mucho aprecio–. Porque tienes ojos verdes, un trasero criminal de bonito, unos brazos fuertes... Porque eres un hijo de la chingada sin ser del todo egoísta. Porque puedes ser duro y dulce al mismo tiempo... ¿Te basta con eso? –sintió que se le tensaban los rasgos del rostro, sin querer–... También porque te pareces a alguien que conocí.

Santiago la miraba. Torpe, naturalmente. La expresión halagada se había esfumado de un tajo, y ella adivinó sus palabras antes de que las pronunciara.

–No me gusta eso de recordarte a otro.

Pinche gallego, aquél. Pinches hombres de mierda. Tan fáciles todos, y tan pendejos. De pronto sintió la urgencia de acabar esa conversación.

–Chale. Yo no he dicho que me recuerdes a otro. He dicho que te pareces a alguien.

–¿Y no quieres saber por qué me acuesto yo contigo?

–¿Aparte de mi utilidad en las fiestas de Dris Larbi? Aparte.

–Porque te la pasas requetelindo en mi panochita. Y porque a veces te sientes solo.

Lo vio pasarse una mano por el pelo, confuso. Luego la agarró del brazo.

–¿Y si me acostara con otras? ¿Te importaría? Liberó el brazo sin violencia; sólo fue apartándolo con suavidad hasta que de nuevo lo sintió libre. –Estoy segura de que también te acuestas con otras.

–¿En Melilla?

–No. Eso lo sé. Aquí, no. –Di que me quieres. –Órale. Te quiero. –Eso no es verdad.

–Qué más te da. Te quiero.

No me fue difícil conocer la vida de Santiago Fisterra. Antes de viajar a Melilla completé el informe de la policía de Algeciras con otro muy detallado de Aduanas que contenía fechas y lugares, incluido su nacimiento en O Grove, un pueblo de pescadores de la ría de Arosa. Por eso sabía que, cuando conoció a Teresa, Fisterra acababa de cumplir los treinta y dos años. El suyo era un currículum clásico. Había estado embarcado en pesqueros desde los catorce, y después del servicio militar en la Armada trabajó para los amos do fume, los capos de las redes contrabandistas que operaban en las rías gallegas: Charlines, Sito Miñanco, los hermanos Pernas. Tres años antes de su encuentro con Teresa, el informe de Aduanas lo situaba en Villagarcía como patrón de una lancha planeadora del clan de los Pedrusquiños, conocida familia de contrabandistas de tabaco, que por esa época ampliaba sus actividades al tráfico de hachís marroquí. En aquel tiempo Fisterra era un asalariado a tanto el viaje: su trabajo consistía en pilotar lanchas rápidas que alijaban tabaco y droga desde buques nodriza y pesqueros situados fuera de las aguas españolas, aprovechando la complicada geografía del litoral gallego. Ello daba pie a peligrosos duelos con los servicios de vigilancia costera, Aduanas y Guardia Civil; y en una de esas incursiones nocturnas, cuando eludía la persecución de una turbolancha con cerrados zigzags entre las bateas mejilloneras de la isla de Cortegada, Fisterra, o su copiloto –un joven ferrolano llamado Lalo Veiga–, encendieron un foco para deslumbrar a los perseguidores en mitad de una maniobra, y los aduaneros chocaron contra una batea. Resultado: un muerto. La historia sólo figuraba a grandes rasgos en los informes policiales; así que marqué infructuosamente algunos números de teléfono hasta que el escritor Manuel Rivas, gallego, amigo mío y vecino de la zona –tenía una casa junto a la Costa de la Muerte–, hizo un par de gestiones y confirmó el episodio. Según me contó Rivas, nadie pudo probar la intervención de Fisterra en el incidente; pero los aduaneros locales, tan duros como los propios contrabandistas –se habían criado en los mismos pueblos y navegado en los mismos barcos–, juraron echarlo al fondo en la primera ocasión. Ojo por ojo. Eso bastó para que Fisterra y Veiga dejaran las Rías Bajas en busca de aires menos insalubres: Algeciras, a la sombra del Peñón de Gibraltar, sol mediterráneo y aguas azules. Y allí, beneficiándose de la permisiva legislación británica, los dos gallegos matricularon a través de terceros una potente planeadora de siete metros de eslora y un motor Yamaha PRO de seis cilindros y 225 caballos, trucado a 250, con la que se movían entre la colonia, Marruecos y la costa española.