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Pensaba en todo eso mientras observaba a la pareja. Los había visto de modo casual desde su automóvil paseando cerca del puerto, en el Mantelete, junto a las murallas de la ciudad vieja; y tras seguir adelante un trecho maniobró para regresar de nuevo, aparcar e ir a tomar un botellín a la esquina del Hogar del Pescador. En la placita, bajo un arco antiquísimo de la fortaleza, Teresa y el gallego comían pinchos morunos sentados junto a una de las tres desvencijadas mesas de un chiringuito. Hasta Dris Larbi llegaba el aroma de la carne especiada sobre las brasas, y tuvo que reprimirse –no había almorzado– para no ir hasta allí y pedir algo. A su lado marroquí lo volvían loco los pinchitos.

En el fondo todas son iguales, se dijo. No importa lo serenas que parezcan, cuando se les cruza una buena herramienta se lían la manta a la cabeza y no atienden a razones. Estuvo un rato mirándola de lejos, con la Mahou en la mano, intentando relacionar a la joven que él conocía, la mejicanita eficiente y discreta detrás del mostrador, con aquella otra vestida con tejanos, zapatos de tacón muy alto y una chaqueta de cuero, el pelo con la raya en medio, liso y tirante hacia atrás para recogerse en la nuca a la manera de su tierra, que conversaba con el hombre sentado junto a ella a la sombra de la muralla. Una vez más pensó que no era especialmente bonita sino del montón; pero que según se arreglara, o según qué momento, podía serlo. Los ojos grandes, el pelo tan negro, el cuerpo joven al que le sentaban bien los pantalones ajustados, los dientes blancos y sobre todo la manera dulce de hablar, y la forma en que escuchaba cuando le decías algo, callada y seria como si pensara, de manera que te sentías atendido, y casi importante. Sobre el pasado de Teresa, Dris Larbi sabía lo imprescindible, y no deseaba más: que tuvo problemas serios en su tierra, y que alguien con influencias le procuró un sitio donde ocultarse. La había visto bajar del ferry de Málaga con su bolsa de viaje y el aire aturdido, desterrada a un mundo extraño del que ignoraba las claves. A esta palomita se la comen en dos días, llegó a pensar. Pero la Mejicana había demostrado una singular capacidad de adaptarse al terreno; como esos soldados jóvenes de origen campesino, acostumbrados a sufrir bajo el sol y el frío, que luego, en la guerra, resisten cualquier cosa y son capaces de soportar fatigas y privaciones, enfrentándose a cada situación como si hubieran pasado la vida en ella.

Por eso lo sorprendía su relación con el gallego. No era de las que se enredaban con un cliente o con cualquiera, sino de las resabiadas. De las que se lo pensaban. Y sin embargo allí estaba, comiendo pinchos morunos sin apartar los ojos del tal Fisterra; que tal vez tuviese futuro por delante –el propio Dris Larbi era una prueba de que podía llegar a medrarse en la vida–, pero de momento no tenía donde caerse muerto, y lo más probable eran diez años en cualquier prisión española o marroquí, o un navajazo en una esquina. Es más: estaba seguro de que el gallego tenía que ver con las recientes e insólitas peticiones de Teresa de asistir a algunas de las fiestas privadas que Dris Larbi organizaba a uno y otro lado de la frontera. Quiero ir, propuso ella sin más explicaciones; y él, sorprendido, no pudo ni quiso negarse. Vale, de acuerdo, por qué no. El caso es que allí había estado, en efecto, ver para creer, la misma que en el Yamila iba de estrecha y de seria detrás de la barra, muy arreglada ahora y con mucho maquillaje y bien guapa, con aquel mismo peinado de raya en medio muy tirante hacia atrás y un vestido negro de falda corta, escotado, de esos que se pegan a un cuerpo que no estaba mal, y sobre el tacón alto unas piernas –nunca antes Dris Larbi la había visto así– en realidad bastante potables. Vestida para matar, pensó el rifeño la primera vez, cuando la recogió con un par de coches y cuatro chicas europeas para llevarla al otro lado de la frontera, más allá de Mar Chica, a un chalet de lujo junto a la playa de Kariat Árkeman. Después, metidos en jarana –un par de coroneles, tres funcionarios de alto rango, dos políticos y un rico comerciante de Nador–, Dris Larbi no le había quitado ojo a Teresa, curioso por averiguar lo que llevaba entre manos. Mientras las cuatro europeas, reforzadas por tres jovencísimas marroquíes, entretenían a los invitados de manera convencional en aquel tipo de situaciones, Teresa entabló conversación un poco con todo el mundo, en español y también en un inglés elemental que hasta ese momento Dris Larbi ignoraba que ella controlara, y que él desconocía por completo salvo las palabras goodmorning, goodbye, fuck y money. Teresa estuvo toda la noche, observó desconcertado, tolerante y hasta simpática de aquí para allá, como tanteando con cálculo el terreno; y tras esquivar el avance de uno de los políticos locales, que a esas horas iba ya bastante cargado de todo lo ingerible en estado sólido, líquido y gaseoso, terminó decidiéndose por un coronel de la Gendarmería Real llamado Chaib. Y Dris Larbi, que como esos maitres eficientes de hoteles y restaurantes se mantenía en discreto aparte, un toque aquí y otro allá, una indicación de cabeza o una sonrisa, procurando que todo transcurriese a gusto de sus invitados –tenía una cuenta bancaria, tres puticlubs que mantener y docenas de emigrantes ilegales esperando luz verde para ser transportados a España–, no pudo menos que apreciar, como experto en relaciones públicas, la soltura con que la Mejicana se trajinaba al gendarme. Que no era, y eso lo advirtió preocupado, un militar cualquiera. Porque todo traficante que pretendiera mover hachís entre Nador y Alhucemas tenía que pagarle un impuesto adicional, en dólares, al coronel Abdelkader Chaib.

Teresa aún asistió a otra fiesta, un mes más tarde, donde se encontró de nuevo con el coronel marroquí. Y mientras los observaba charlar aparte y en voz baja en un sofá junto a la terraza –esta vez se trataba de un lujoso ático en uno de los mejores edificios de Nador–, Dris Larbi empezó a asustarse y decidió que no habría una tercera vez. Llegó a pensar incluso en despedirla del Mamila; pero se veía atado por ciertos compromisos. En aquella compleja cadena de amigos de un amigo, el rifeño no controlaba las causas últimas ni los eslabones intermedios; y en esos casos más valía ser cauto y no incomodar a nadie. Tampoco podía negar cierta simpatía personal por la Mejicana: ella le caía bien. Pero eso no incluía facilitarle las gestiones al gallego ni a ella los polvos con sus contactos marroquíes. Sin contar con que Dris Larbi procuraba mantenerse lejos de la planta del cannabis en cualquiera de sus formas y transformaciones. Así que nunca más, se dijo. Si ella quería cascársela a Abdelkader Chaib o cualquier otro por cuenta de Santiago Fisterra, no era él quien iba a poner la cama.

La previno como él solía hacer esas cosas, sin meterse mucho. Dejándolo caer. En cierta ocasión en que salían juntos del Yamila y bajaron caminando hasta la playa mientras conversaban sobre una entrega de botellas de ginebra que debía hacerse por la mañana, al llegar a la esquina del paseo marítimo Dris Larbi vio al gallego que esperaba sentado en un banco; y sin transición, a medio comentario sobre las cajas de botellas y el pago al proveedor, dijo: ése es de los que no se quedan. Nada más. Luego guardó silencio un par de segundos antes de seguir hablando de las cajas de ginebra, y también antes de darse cuenta de que Teresa lo miraba muy seria; no como si no entendiera, sino desafiándolo a seguir, hasta el punto de que el rifeño se vio obligado a encogerse de hombros y añadir algo: o se van o los matan.

–Qué sabrás tú de eso –había dicho ella.

Y lo dijo con un tono de superioridad y un cierto desdén que hicieron sentirse a Dris Larbi un poco ofendido. Qué se habrá creído esta apache estúpida, llegó a pensar. Abrió la boca para decir una grosería, o quizá –no lo tenía decidido– para comentarle a la mejicanita que él de hombres y de mujeres sabía unas cuantas cosas después de pasar un tercio de su vida traficando con seres humanos y con coños; y que si no le parecía bien, estaba a tiempo de buscarse otro curro. Pero se quedó callado porque creyó comprender que ella no se refería a eso, a los hombres y las mujeres y a los que te follan y desaparecen, sino a algo más complicado de lo que él no estaba al corriente; y que en ocasiones, si uno era capaz de observar ese tipo de cosas, se traslucía en la forma de mirar y en los silencios de aquella mujer. Y esa noche, junto a la playa donde aguardaba el gallego, Dris Larbi intuyó que el comentario de Teresa tenía menos que ver con los hombres que se van que con los hombres a los que matan. Porque, en el mundo del que ella procedía, que te mataran era una forma de irse tan natural como otra cualquiera.