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– Volveré a por el resto de mis cosas cuando no estés por aquí.

– No te preocupes. Te las mandaré todas.

Ella se paró un momento en la puerta.

– Bueno, creo que esto es el final.

– Supongo que lo es -contestó Jack.

Ann cerró la puerta y se fue. Comportamiento clásico. Jack acabó su cerveza y se dirigió hacia el teléfono. Marcó el número de Pattie. Ella se puso.

– ¿Pattie?

– Oh, Jack, hola, ¿cómo estás?

– Gané una gran pelea esta noche. Por puntos. Ya sólo me falta vencer a Parvinelli y consigo el campeonato.

– Los pulverizarás a los dos, Jack. Sé que puedes hacerlo.

– ¿Vas a hacer algo esta noche, Pattie?

– Es la una de la mañana, Jack. ¿Has estado bebiendo?

– Un poco. Lo estoy celebrando.

– ¿Qué pasa con Ann?

– Hemos acabado. Yo sólo voy con una mujer a un tiempo, ya lo sabes.

– Jack…

– ¿Qué?

– Estoy con un tío.

– ¿Un tío?

– Toby Jorgenson. Está en el dormitorio…

– Oh, lo siento.

– Yo también lo siento, Jack, yo te amaba… Quizás te amo todavía.

– Oh, mierda, vosotras las mujeres, siempre lanzando esa palabra por todas partes.

– Lo siento, Jack.

– Está bien. -Jack colgó. Se fue al armario a por su abrigo. Se lo puso, acabó la cerveza, bajó en el ascensor hasta el garaje, cogió su coche y se fue calle Normandie arriba, conduciendo a más de 80 kilómetros por hora. Paró en la tienda de licores de Hollywood Boulevard. Bajó del coche y entró. Cogió un paquete de puros de primera y unos sellos de Alka-Seltzer. Luego se fue hacia la caja y le pidió al encargado una botella de Jack Daniels. Mientras se lo envolvían todo, se acercó un borracho con dos paquetes de puros baratos.

– ¡Hey, tío! -le dijo a Jack-. ¿No eres tú Jack Backenweld, el boxeador?

– Sí, yo soy -contestó Jack.

– Hostia, he visto la pelea de esta noche. Jack. Tú sí que tienes un par de cojones. ¡Eres realmente grande!

– Gracias, tío -le dijo al borracho, y entonces cogió la bolsa con sus cosas y se fue hacia el coche. Subió, se sentó, le quitó el tapón a la botella y se tiró un buen trago. Luego arrancó, bajó por West-Hollywood a toda velocidad, dobló en la esquina con Normandie y vio a una jovencita muy bien dotada bajando por la calle. Paró el coche, sacó la botella y se la enseñó gritando, vacilón.

– ¿Quieres dar una vuelta?

Se sorprendió al ver que ella se metía en el coche.

– Le ayudaré a beber esa botella, señor, pero no intente cobrar intereses.

– Cristo, no -dijo Jack.

Bajó por la calle Normandie a 40 Km./h., un ciudadano respetable y el tercer semipesado del mundo. Por un momento pensó en revelarle a la muchacha quién era el tipo con el que estaba dando una vuelta, que se diera cuenta de lo que significaba, pero cambió de idea, extendió su mano hacia la chica y se la puso sobre una rodilla.

– ¿Tiene un cigarrillo, señor? -preguntó ella.

El sacó uno y se lo alcanzó, presionó el encendedor del coche, y cuando saltó, le encendió el cigarrillo.

No hay camino al paraíso

Yo estaba sentado en un bar de Western Avenue. Era alrededor de medianoche y me encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes, nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros… Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.

Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno, un bello cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no dí la vuelta para mirarla, seguí con mi vaso. La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que todos los demás asientos estaban vacíos. De hecho, éramos las únicas personas que había en el bar sin contar al encargado. Pidió un vino seco. Entonces me preguntó lo que estaba bebiendo.

– Escocés con agua – contesté.

– Y sírvale al señor un escocés con agua – le dijo al barman.

Bueno, esto no era muy normal.

Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los puso sobre la barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban apropiadamente vestidos y parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres.

– Ahora los hacen así – dijo ella -. Son muy caros. Me costaron cerca de 2000 dólares cada uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2400. No conozco el proceso de fabricación pero probablemente sea ilegal.

Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a una de las pequeñas mujeres.

– ¡Tú, perra! – dijo -. No quiero saber nada más de ti.

– ¡No, George, no puedes hacerme esto! – gritaba ella llorando -. ¡Yo te amo! ¡Me mataré! ¡Te necesito!

– No me importa – dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo, encendiéndolo con gesto altivo -. Tengo derecho a hacer lo que se me dé la gana.

– Si tú no la quieres – dijo el otro hombrecito – yo me quedo con ella, yo la amo.

– Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.

– Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.

– Lo sé, pero le amo de todos modos.

Entonces el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.

– Creo que se me está formando un triángulo – dijo la señorita que me había invitado al whisky-. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie. George va de bajada, se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.

– ¿No es triste mirar todo esto? Erh… ¿Cómo te llamas?

– Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus hijos.

– Yo soy Hank. ¿Pero no es triste…?

– No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios amores, una suerte horrible, a decir verdad.

– Todos tenemos una suerte horrible.

– Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me entretengo en mirarlos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo todo presente. Lo malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a hacer el amor. Es la parte más difícil para mí.

– ¿Son sexys?

– ¡Muy, muy sexys. Dios, me ponen de verdad caliente!

– ¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo. Podremos mirarlos juntos.

– Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.

– ¿Y lo hacen a menudo?

– Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.

Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.

– Escucha – decía Marty -, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna…

– No – decía la pequeña Anna -, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra manera.

George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando a calentarse.

– Ruthie está empezando a calentarse – le dije a Dawn.

– Sí que lo está. Está empezando de verdad.

Yo también me estaba poniendo cachondo. Abracé a Dawn y la besé.

– Mira – dijo ella -, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar a casa y que lo hagan allí.

– Pero entonces no podré verlo.

– Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.

– De acuerdo – dije – vámonos.

Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la jaula. Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero. Miré a Dawn. Era realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo podía haber fracasado con los hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar unas relaciones… Los hombrecitos le habían costado 8000 dólares. Todo eso sólo para alejarse de las relaciones sexuales sin alejarse de ellas.

Su casa estaba cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y fuimos hacia la puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.