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Así una y otra vez con las traviesas del carajo. La compañía del ferrocarril quitaba las traviesas viejas y las reemplazaba por nuevas, las viejas las dejaban tiradas al lado de la vía. No parecía que tuviesen nada malo, pero la compañía del ferrocarril las dejaba por ahí tiradas y Burkhart tenía contratados a unos tíos como nosotros que las amontonaban en pilas que él cargaba en su camión y vendía luego. Supongo que tenían muchos usos. En algunos ranchos las podías ver usadas como vallas, clavadas en el suelo y enrolladas con alambre de espino. Supongo que tenían también otros usos. No me interesaba demasiado.

Era como cualquier otro trabajo imposible, te cansabas y querías abandonarlo, te cansabas más y te olvidabas de abandonarlo, y los minutos no pasaban, vivías siempre en el mismo minuto, encerrado en él, sin esperanza, sin salida, atrapado, demasiado confundido para abandonar y sin ningún sitio a donde ir en caso de hacerlo.

– Chico, perdí a mi esposa. Era una mujer tan maravillosa. No dejo de pensar en ella. Una buena mujer es la mejor cosa del mundo.

– Ya.

– Si por lo menos tuviésemos un poco de vino.

– No tenemos nada de vino. Tendremos que esperar hasta la noche.

– Me pregunto si alguien entiende a los winos.

– Sólo otros winos.

– ¿Crees que estas astillas de nuestras manos se irán arrastrando por dentro del cuerpo hasta clavarse en nuestros corazones?

– Sin duda; nunca hemos tenido mucha suerte. Dos indios pasaron por allí y se quedaron mirándonos. Nos observaron durante bastante tiempo. Cuando el viejo y yo nos sentamos en una traviesa para fumar un cigarrillo, uno de los indios se acercó.

– Ustedes hombres están haciendo todo mal -dijo.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté.

– Están trabajando con todo el calor del desierto. Lo que hacer es levantarse temprano y acabar el trabajo mientras hace fresco.

– Tienes razón -dije-, gracias.

El indio tenía razón. Decidí que nos levantaríamos temprano. Pero nunca lo conseguimos. El viejo estaba siempre enfermo de la borrachera nocturna y nunca conseguí levantarlo a tiempo. -Cinco minutos más -decía él- sólo cinco minutos más. Finalmente, un día, el viejo se rindió. No podía levantar una sola traviesa más. Se puso a disculparse y a pedirme perdón.

– No te preocupes, viejo.

Volvimos a la tienda y esperamos la tarde. El viejo se tumbó y hablaba. Estuvo hablando de su ex mujer. Estuve oyéndole hablar de su esposa durante toda la mañana y parte de la tarde. Entonces llegó Burkhart.

– Leches, no habéis hecho mucho trabajo hoy ¿eh, tíos? ¿Os creéis que vivís en el ombligo del mundo?

– Estamos fuera, Burkhart -dije- estamos esperando a que nos pague.

– No seré tan imbécil de pagar a unos vagos.

– Mira, tío, si no eres un imbécil será mejor que pagues.

– Por favor, señor Burkhart -dijo el viejo-. ¡Por favor, por favor, hemos trabajado tan condenadamente duro, hemos sido honestos…!

– Burkhart sabe lo que hemos hecho -dije-, ha llevado la cuenta de las pilas y yo también lo he hecho.

– 72 pilas -dijo Burkhart.

– 90 pilas -contesté.

– 76 pilas -dijo Burkhart.

– 90 pilas -dije yo.

– 80 pilas -dijo Burkhart.

– Vendido -contesté.

Burkhart sacó papel y lápiz y nos descontó dinero por el vino y la comida, transporte y alojamiento. Salimos cada uno con 18 dólares por cinco días de trabajo. Bueno, era tan hermoso olvidarse del trabajo. Los cogimos. Y conseguimos un viaje gratis de vuelta al pueblo. ¿Gratis? Burkhart nos había jodido desde todos los ángulos. Pero no podíamos ampararnos en la ley, porque cuando no tienes mucho dinero, la ley deja de funcionar.

– Dios -dijo el viejo- voy a emborracharme de verdad. Voy a ponerme bien, voy a beber. ¿Tú no?

– No creo.

Entramos en el único bar del pueblo y nos sentamos. El pidió un vino y yo una cerveza. Empezó de nuevo con el rollo de su ex esposa y yo me moví hacia la otra punta del bar. Una chica mexicana bajó por las escaleras y se sentó a mi lado. ¿Por qué siempre bajaban por las escaleras de ese modo, como en las películas? De hecho me sentía como si estuviese en una película. La invité a una cerveza. Me dijo, «Me llamo Sherri», y yo dije, «Ese no es un nombre mexicano», y ella dijo, «No tiene por qué serlo», y yo dije, «Tienes razón».

Y arriba me pidió cinco dólares y primero me la lavó y luego lo hicimos. Me la lavó en una pequeña escudilla blanca que tenía pintados unos pollitos persiguiéndose alrededor de todo el círculo. En diez minutos se ganó el mismo dinero que yo en un día entero y varias horas. Hablando en el aspecto monetario, parecía tan seguro como la mierda que era más lucrativo tener un coño que una polla.

Cuando bajé por las escaleras, el viejo tenía ya la cabeza apoyada sobre la barra. La había cogido. No habíamos comido nada ese día y no pudo resistir mucho alcohol. Había un dólar y algo de cambio al lado de su cabeza. Por un momento pensé en llevarle conmigo, pero ni siquiera sabía cuidar de mí mismo. Me fui. Hacía frío y caminé hacia el norte.

Me sentía mal por haber abandonado al viejo allí, a merced de los pequeños buitres del pueblo. Me pregunté si su mujer pensaría alguna vez en él. Decidí que seguramente no lo hacía, o si lo hacía, difícilmente sería igual al modo en que él pensaba en ella. El mundo entero se arrastraba con gente triste y herida como él. Yo necesitaba un sitio para dormir. La cama en la que había estado con la chica mexicana había sido la primera que había tocado en tres semanas.

Algunas noches después descubrí que cuando hacía frío, las astillas de mi mano empezaban a moverse. Podía sentir dónde estaba cada una. Empezaba a hacer frío. No puedo decir que odiase al mundo, a los hombres y mujeres, pero sentía un cierto asco que me separaba de obreros y comerciantes, de mentirosos y amantes, de la gente feliz y hombres poderosos, de padres de familia y padres del conocimiento, de la esperanza, de la lucha, de la fuerza, de sabios y funcionarios, de muertos y médicos y sacerdotes, y ahora, décadas más tarde, siento el mismo asco. Por supuesto, sólo es la historia de un hombre, o una visión de la realidad por un hombre. Si sigues leyendo, quizás la próxima historia sea más alegre. Eso espero.

Maja Thurup

Había tenido un amplio eco en la prensa y la televisión y la señora iba a escribir un libro contándolo todo. El nombre de la señora era Hester Adams, dos veces divorciada y con dos hijos. Tenía 35 años y uno adivinaba que éste iba a ser su último vuelo. Las arrugas estaban apareciendo, los pechos iban cayéndose, los tobillos gruesos, se notaba la celulitis en los muslos, los michelines. América había establecido que la belleza sólo residía en la juventud, especialmente en las hembras. Pero Hester Adams tenía la oscura belleza de la frustración y la esperanza perdida; todo ello se arrastraba por su ser, todas las ilusiones perdidas, y le daban un algo sexual, como una mujer marchita, furiosa y desesperada sentada en un bar lleno de hombres. Hester había mirado a su alrededor, había visto pocos signos de ayuda en el macho americano, y se había subido en un avión rumbo a Sudamérica. Se había adentrado en la jungla con su cámara, su máquina de escribir portátil, sus gruesos tobillos y su piel blanca, y se había liado con un caníbal, un caníbal negro: Maja Thurup. Maja Thurup tenía una cara digna de ser observada; parecía estar escrita con miles de resacas y tragedias. Y era verdad -había tenido miles de resacas-, y las tragedias le venían siempre por el mismo motivo: Maja Thurup estaba muy colgado, inmensamente colgado, e increíblemente sexuado. Ninguna mujer del poblado le aceptaba. Encima había reventado a dos chicas con su aparato. A una la había tomado por delante y a otra por detrás. Lo mismo dio.

Maja era un hombre solitario y bebía y rumiaba su soledad hasta que Hester Adams llegó con un guía, con su piel blanca y su cámara. Después de las presentaciones formales y unos cuantos tragos al lado del fuego, Hester había entrado en la choza de Maja y allí había recibido todo lo que él podía darle y aún había pedido más. Era un milagro para los dos, así que se casaron en una ceremonia tribal que duró tres días, durante la cual fueron asados y consumidos algunos prisioneros de una tribu enemiga, entre danzas, encantamientos y borracheras. Fue después de la ceremonia, al evaporarse la resaca general, cuando empezaron los problemas. El brujo, habiéndose dado cuenta de que Hester no había probado la carne de los enemigos asados (guarnecidos con piña, aceitunas y nueces) anunció a todo el mundo que ella no era una diosa blanca, sino una hija del dios del mal, Ritikan (hacía siglos, Ritikan había sido expulsado del cielo de la tribu por su negativa a comer otra cosa que no fuesen vegetales, frutas y nueces). Este anuncio causó gran impresión y furor en la tribu, y dos amigos de Maja Thurup fueron inmediatamente ajusticiados por haberse atrevido a sugerir que el hecho de que Hester hubiese podido albergar todo el aparato de Maja ya era de por sí un milagro, y que por tanto no necesitaba ingerir otras formas de carne humana -al menos, temporalmente-.