— Ya le dije, en marzo pasado y en Washington, que THUNDER era una manera equívoca de abordar los huracanes… — repuso Ted.
— Sí y en julio anunció a la prensa que ningún huracán llegaría hasta los Estados Unidos. Así que ahora, en lugar de ser un fenómeno de la naturaleza, los huracanes se han convertido en arma política.
Ted sacudió la cabeza.
— Hicimos cuanto pudimos.
— Pues tienen que hacer más. Intenten gobernar al huracán, cambiar su rumbo para que no azote la costa.
— ¿Se refiere usted a cambiar los sistemas del tiempo? — Ted se iluminó. ¿Controlar la situación para que…?
— ¡No me refiero a control del tiempo! ¡No encima de los Estados Unidos! — dijo con firmeza el doctor Weis -. Pero pueden efectuar los cambios que deseen sobre el océano.
— Eso no resultará respondió Ted -. No tenemos bastante punto de apoyo para conseguir algo bueno. Quizá lo desviaríamos unos cuantos grados, pero en alguna parte lograría tocar la costa. Todo lo que podríamos hacer seria enredar en el rumbo de la tormenta, no estando seguros de dónde azotaría.
— ¡Tienen que hacer algo! No podemos permanecer sentados y dejar que ocurra lo que ocurra. Ted, yo no intenté decirle cómo dirigir THUNDER, pero ahora le doy una orden. Es preciso que haga un intento para alejar la tormenta de la costa. Si fracasamos, por lo menos nos hundiremos luchando. Quizá logremos salvar algo de todo este caos.
— Perder el tiempo — murmuró Ted.
Los hombros del doctor Weis se movieron como si estuviese levantando las manos, fuera del ojo de la cámara.
— Inténtelo de alguna forma. Podría resultar. Quizá tengamos suerte…
— Está bien — contestó Ted encogiéndose de hombros -. Usted es el jefe.
La pantalla se oscureció. Ted nos miró.
— Ya oíste al hombre. Vamos a jugar los flautistas de la orquesta, con el director improvisado.
— Pero no puede hacerse — dijo Tuli -. No se puede.
— Eso no importa. Weis trata de salvar su cara bonita. Tenias que haberlo comprendido, camarada.
Barney miró la pantalla trazadora. Omega se encontraba al noroeste de Puerto Rico y marchaba hacia Florida.
— ¿Por qué no le dijiste la verdad? — preguntó a Ted -. Sabes que no podemos dirigir a Omega. Incluso aun cuando nos hubiera dado permiso para intentar completamente el control del tiempo, no podríamos estar seguros de mantener a la tempestad fuera de la costa. No debiste …
¿No debí qué — repuso Ted -. ¿No debía haber aceptado THUNDER cuando Weis y el Presidente me lo ofrecieron? ¿No debía haber dicho aquello a los periodistas sobre detener todos los huracanes? ¿No debía haber confesado a Weis que intentaríamos gobernar y dirigir Omega? Hice las tres cosas y las repetiría. Prefiero hacer algo, aun cuando no sea lo mejor. Hay que continuar moviéndonos; una vez nos paremos, habremos muerto.
— Pero, ¿por qué formulaste aquella loca promesa a los periodistas? — preguntó Barney, casi suplicante.
Frunció el ceño, pero más para sí que para la muchacha?
— ¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá porque Weis estaba allí sentado delante de las cámaras, tan seguro de sí mismo. Seguro y sereno. Quizás yo fui lo bastante loco para creer que realmente podríamos acabar con todos los huracanes que se presentaran esta temporada. Quizás yo esté loco. No lo sé.
— ¿Pero ahora qué haremos? — pregunté.
Miró hacia la pantalla trazadora.
— Tratar de gobernar Omega, tratar de salvar la cara bonita de Weis. Señalando a un símbolo en el mapa a varios centenares de kilómetros al norte de la tempestad, dijo -: Ahí hay anclado un puesto avanzado de sonar de la Marina. Voy a trasladarme a él, para ver si puedo echar un vistazo directo a este monstruo.
— Eso… eso es peligroso — dijo Barney.
Se encogió de hombros.
— Ted, no puedes dirigir la operación desde el centro del océano — afirmé.
— El destacamento es un sitio estupendo para ver la tormenta… Por lo menos, su borde. Quizá pueda conseguir que un avión la atraviese. Estuve toda la temporada luchando contra los huracanes sin ver uno. Además, el navío forma parte de la red de avisos antisubmarina de la Marina y, está dotado de todo un equipo completo de comunicaciones. Me mantendré en contacto con vosotros a cada minuto, no os preocupéis.
Pero si la tormenta va hacia allá…
— Que venga — dijo -. De cualquier forma acabará con nosotros dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas, dejándonos atónitos mirándole.
Barney se volvió a mí.
— Jerry, cree que le culpamos de todo lo ocurrido. Tenemos que detenerle.
— Nadie puede detenerle. Lo sabes. En cuanto se le mete algo en la cabeza…
— Entonces me iré con él — se levantó de la silla.
La cogí del brazo.
— No, Jerry — me dijo -. No puedo dejarle solo.
— ¿Te da miedo el peligro que corre o el hecho de que se marcha?
— Jerry, dado el humor en que está ahora… no piensa en nada…
— Está bien — dije, tratando de calmarla -. Está bien. Iré yo. Me aseguraré de que no se moje los pies.
— ¡Pero es que no quiero que ninguno de los dos Corráis peligro!
— Lo sé. Me cuidaré de él.
Me miró con aquellos ojos nublados, gris-verdosos…
— Jerry… no le permitirás que cometa una locura, ¿verdad?
— Ya me conoces; no soy ningún héroe.
— Sí, lo eres — dijo. Y noté cómo las entrañas se me revolvían.
La dejé allí con Tuli y salí presuroso al aparcamiento.
El brillante sol del exterior fue una dolorosa sorpresa. Hacia calor y humedad, aun cuando el día sólo tenía una hora de vejez.
Ted estaba subiendo a uno de los coches de servicio para el personal del Proyecto cuando le alcancé.
— Un tipo terrestre como tú no debería perderse sólo en el océano — dije.
Sonrió.
— Sube a bordo, marino.
El día tenía mal aspecto. Las brisas marinas, de ordinario templadas, se hablan como apagado. Mientras conducíamos a lo largo del muelle de Miami, el aire era opresivo, ominoso. El cielo parecía una brasa, el agua estaba mortalmente tranquila. Los veteranos pescadores de los muelles miraban hacia el horizonte en la parte sur y asentían mutuamente. Iba a venir.
El color del mar, la forma de las nubes, la visión de un tiburón cerca de la costa, el modo en que las aves se posaban… todo esto eran presagios.
Venía.
Dormimos la mayor parte del vuelo hacia aquel destacamento de sonar. El avión reactor de la Marina se posó suavemente en el ondulado mar y un helicóptero del navío nos llevó a bordo. El barco era semejante a los dragadores de gran profundidad empleados por la Thornton Pacific. Para el trabajo antisubmarino, sin embargo, el equipo de dragado estaba sustituido por una fantástica colección de antenas de radar y comunicaciones.
— Me temo que los visitantes tengan prohibido bajar a las bodegas — dijo el regordete teniente que nos dio la bienvenida a su navío. Mientras abandonábamos la zona de aterrizaje del helicóptero, en popa, dirigiéndonos al puente, añadió: Este cascarón es una estación de sonar flotante. Todo lo que hay bajo cubierta está clasificado, excepto los calabozos y la cocina y en ese último lugar el cocinero ni siquiera me permite la entrada a mí.
Rió su propio chiste. Era un americano de rostro agradable, casi de nuestra edad, barbilla cuadrada, recia construcción, de los de la especie que se queda toda la vida en la Marina.
Subimos por la escalerilla hasta el puente.
— Estamos aquí anclados dijo el teniente -, con un equipo especial en el fondo y cables de arresto, así que el puente se usa menos para navegación que para comunicaciones.
Mirando a nuestro alrededor, pudimos comprender lo que quería decir. Uno de los tabiques del puente estaba literalmente cubierto de pantallas visoras, de autotrazadores de rumbo y de controles electrónicos.
— Creo que podrán seguir el rastro de su huracán sin mucha dificultad — señaló orgulloso hacia el equipo de comunicaciones.