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Sonó el teléfono. Sonó varias veces antes de que pudiera levantarme de la cama con un esfuerzo sobrehumano y cogerlo.

– ¿Señor Chinaski?

– ¿Sí?

– Aquí las oficinas del Times.

– ¿Sí?

– Hemos examinado su solicitud y quisiéramos contratarle.

– ¿De reportero?

– No, de hombre de limpieza.

– De acuerdo.

– Preséntese al superintendente Barnes en la puerta sur a las 9 de la noche.

– Vale.

Colgué. El teléfono había despertado a Jan.

– ¿Quién era?

– He conseguido un trabajo y ni siquiera puedo caminar. Tengo que presentarme esta noche. No sé qué coño voy a hacer.

Nos tumbamos de espaldas, observando el techo. Jan se levantó y fue al baño. Cuando volvió me dijo:

– ¡Ya lo tengo!

– Ya.

– Te vendaré con gasas y esparadrapo.

– ¿Crees que funcionará?

– Claro.

Jan se vistió y fue a la farmacia. Volvió con gasas, esparadrapo y una botella de moscatel. Sacó unos cubitos de hielo, preparó bebidas para ambos y buscó unas tijeras.

– Bueno, levántate.

– Aguarda un momento, no tengo que estar allí hasta las 9, es un trabajo nocturno.

– Es que quiero practicar. Venga.

– Está bien. Mierda.

– Levanta una rodilla.

– Bueno, ya está.

– Ahí, ahora le damos vueltas y más vueltas. Como el viejo tiovivo.

– ¿Te han dicho alguna vez lo divertida que eres?

– No.

– Es comprensible.

– Ea, ahora pegamos con un poco de esparadrapo. Un poquito más de esparadrapo. Aquí. Ahora levanta la otra rodilla, amor.

– Olvídate del romance.

– Le damos vueltas y vueltas y más vueltas a tus grandes piernas gordotas.

– Tu gran culo gordote.

– Ahora, ahora, ahora, sé bueno, amor. Un poquito más de esparadrapo. Y un poquito más aquí. ¡Te has quedado como nuevo!

– Como la mierda en bote.

– Ahora las pelotas, tus grandes pelotas coloradas. ¡Se podían colgar en un árbol de Navidad!

– ¡Espera! ¿Qué les vas a hacer a mis pelotas?

– Las voy a vendar.

– ¿No será peligroso? Puede afectar a mi baile de claqué.

– No te dolerá nada.

– Se saldrán fuera.

– Las envolveré en un bonito capullo seguro y confortable.

– Antes de que lo hagas, sírveme otro trago.

Me senté con la bebida y ella empezó a vendarme los huevos.

– Vueltas y vueltas y más vueltas. Las pobres peloti-tas. Las pobres pelotazas. ¿Qué os han hecho, preciosas? Les damos una vuelta y otra y otra vuelta. Ahora un poco de esparadrapo. Y un poco más aquí. Y otro poco más aquí.

– No me pegues los huevos al culo.

– ¡Tonto! ¡Yo no haría eso! ¡Yo te quiero!

– Ya.

– Ahora levántate y camina un poco. Trata de dar algunos pasos.

Me levanté y anduve lentamente por la habitación.

– ¡Eh, esto parece que funciona! Me siento como un eunuco, pero me siento bien.

– A lo mejor los eunucos lo llevan igual.

– Eso creo.

– ¿Qué te parecen un par de huevos pasados por agua?

– Marchando. Creo que viviré.

Jan puso una cazuela con agua en el fogón, metió cuatro huevos y aguardamos.

64

Me presenté allí a las nueve en punto. El superintendente me mostró donde estaba el reloj de fichar. Metí mi ficha. Me entregó tres o cuatro bayetas y un cubo.

– Hay un raíl de latón que recorre el perímetro del edificio. Quiero que lo limpie.

Salí afuera y busqué el raíl de latón. Estaba allí. Recorría toda la pared del edificio. Era un edificio bien grande. Puse un poco de abrillantador en el raíl y luego lo froté con uno de los trapos. No pareció que mejorara mucho. La gente pasaba a mi lado y me miraba con curiosidad. Yo había tenido trabajos bobos y estúpidos, pero éste me parecía el más bobo y estúpido de todos.

Lo que hay que hacer, decidí, es no pensar. ¿Pero cómo podías parar de pensar? ¿Por qué había sido yo elegido para dar brillo a aquel raíl? ¿Por qué no podía estar allí dentro escribiendo editoriales acerca de la corrupción municipal? Bueno, podía ser peor, podía estar en China en un campo de arroz.

Limpié unos cinco metros de raíl, le di la vuelta a la esquina y vi un bar al otro lado de la calle. Crucé la calzada con mi cubo y mis bayetas y entré en el bar. No había nadie a excepción del camarero.

– ¿Cómo va? -me dijo.

– Muy bien, ponme una botella de Schlitz.

Sacó una, la abrió, cogió mi dinero y lo metió en la caja registradora.

– ¿Dónde están las chicas? -le pregunté.

– ¿Qué chicas?

– Ya sabes, las chicas.

– Este es un sitio decente.

Se abrió la puerta. Era el superintendente Barnes.

– ¿Le puedo invitar a una cerveza? -le pregunté. El se acercó y se plantó delante mío.

– Beba, Chinaski, le voy a dar una última oportunidad.

Me bebí la cerveza y le seguí afuera. Cruzamos la calle juntos.

– Evidentemente -dijo-, no es usted muy bueno abrillantando latón. Sígame.

Entramos en las oficinas del Times y subimos juntos en el ascensor. Salimos a una de las plantas superiores.

– Ahora escuche -dijo señalando una caja de cartón que había encima de un escritorio-, esa caja contiene tubos de neón fluorescente nuevos. Va a reemplazar todos los tubos quemados o rotos. Sáquelos de las monturas y coloque los nuevos. Aquí tiene una escalera.

– De acuerdo -dije.

El superintendente salió y me quedé de nuevo solo. Estaba en una especie de trastero. Tenía el techo más alto que jamás había visto. La escalera tenía unos ocho metros de altura. Yo siempre había tenido miedo a las alturas. Cogí un tubo de neón nuevo y remonté lentamente la escalera. Intentaba convencerme otra vez: trata de no pensar, trata de no pensar. Fui subiendo por ella. Los tubos fluorescentes tenían por lo menos metro y medio de largo. Se rompían fácilmente y eran difíciles de coger. Cuando llegué al final de la escalera miré hacia abajo. Fue un grave error. Tuve un vértigo loco. Era un cobarde. Estaba junto a una claraboya en el último piso del edificio. Me imaginé cayendo de la escalera, rompiendo la claraboya con mi cuerpo y luego a través del vacío hasta estrellarme contra el asfalto de la acera. Entonces, muy lentamente, levanté las manos y quité el tubo de neón quemado. Lo reemplacé con uno nuevo. Luego bajé las escaleras sudoroso. Cuando llegué al suelo me juré solemnemente no volver a subir jamás a lo alto de esa escalera.

Estuve dando vueltas por ahí, leyendo cosas dejadas en mesas y escritorios. Entré en una oficina con paredes de cristal. Había una nota para alguien:

«De acuerdo, probaremos con este nuevo dibujante, pero más vale que sea bueno. Que empiece siendo bueno y siga siendo bueno, aquí no mantenemos a ningún aprendiz.»

Se abrió una puerta y apareció el superintendente Barnes.

– Chinaski, ¿qué está haciendo aquí?

Salí de la oficina.

– Yo he sido estudiante de periodismo y tengo curiosidad por ver todo esto, señor.

– ¿Es eso todo lo que ha hecho? ¿Reemplazar una sola lámpara?

– Señor, me es imposible hacerlo. Le tengo miedo a las alturas.

– Bueno, Chinaski, le voy a dejar libre por esta noche. No se merece otra oportunidad, pero quiero que vuelva mañana a las 9 de la noche dispuesto a trabajar. Entonces veremos…

– Sí, señor.

Anduve junto a él hasta el ascensor.

– Dígame -me preguntó-. ¿Por qué anda de esa manera tan cómica?

– Estaba friendo algo de pollo en una sartén y me saltó el aceite, me quemé las piernas.

– Pensé que tal vez fuese alguna herida de guerra.

– No, fue por culpa del pollo.

Bajamos juntos en el ascensor.