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Recibí mi primer cheque de salario y me mudé del cuarto de Jan a un apartamento propio. Cuando volví a casa por la noche, ella se había mudado a mi apartamento. Qué demonios, le dije, mi reino es tu reino. Un poco más tarde, tuvimos nuestra peor pelea. Ella se fue y yo me emborraché durante tres días y tres noches. Cuando me puse sobrio supe que había perdido el trabajo. No volví a pasarme por ahí. Decidí limpiar el apartamento. Pasé la aspiradora por el suelo, restregué los bordes de las ventanas, fregué la bañera y el lavabo, vacié y lavé los ceniceros, enceré el suelo de la cocina, maté a todas las arañas y cucarachas, lavé los platos, limpié el fregadero, colgué toallas limpias e instalé un rollo nuevo de papel de water. Debo estar volviéndome marica, pensé.

Cuando Jan finalmente volvió a casa -una semana más tarde- me acusó de haber estado con una mujer, porque todo estaba tan limpio. Me atacó muy airada, pero era sólo una defensa para ocultar sus remordimientos. Yo no podía comprender por qué no la mandaba de una puñetera vez a la mierda. Me era inexorablemente infiel

– se iba por ahí con el primero que se encontraba en un bar, cuanto más guarro y miserable fuera, mejor. Continuamente utilizaba nuestras peleas para justificarse. Yo no dejaba de repetirme que ninguna mujer del mundo era una puta, sólo la mía.

62

Entré en las oficinas del Times. Yo había estudiado dos años de periodismo en el City College de Los Angeles. Me detuvo una señorita detrás de un escritorio, a la entrada.

– ¿Necesitan un reportero? -le pregunté.

Ella me entregó una hoja de papel impreso.

– Por favor, rellene esta hoja.

Igual que en la mayoría de los periódicos en la mayor parte de las ciudades. Te contrataban si eras famoso o amigo de alguien. A pesar de todo rellené el impreso. Me quedó muy bien. Luego salí y bajé caminando por Spring Street.

Era un caluroso día de verano. Empecé a sudar y a sentir picores. Me picaba el escroto. Empecé a rascarme. El picor se fue haciendo insoportable. Seguí caminando y rascándome los cojones. Yo no podía ser un reportero, no podía ser un escritor, no podía encontrar una mujer decente, todo lo que podía hacer era andar por ahí rascándome como un mono. Me apresuré a montar en mi coche, que estaba aparcado en Bunker Hill. Conduje apuradamente hasta el apartamento. Jan no estaba en casa. Fui al baño y me desnudé.

Escarbé entre mi escroto con los dedos y hallé algo. Lo saqué. Lo dejé caer en la palma de mi mano y lo contemplé. Era blanco y tenía muchas patas. Se movía. Me quedé fascinado. Entonces de pronto dio un salto y cayó en el suelo del baño. Me quedé mirándolo fijamente. Dio otro rápido salto y desapareció. ¡Probablemente de vuelta en mi vello púbico! Me sentí enfermo y cabreado. Me puse a buscarlo. No conseguí encontrarlo. Se me revolvió el estómago. Vomité en el retrete y luego me vestí de nuevo.

La droguería de la esquina no quedaba lejos. Había una vieja y un viejo detrás del mostrador. Se acercó la vieja.

– No -dije-, quiero hablar con él.

– Oh -dijo ella.

El viejo se acercó. Era el droguero. Parecía muy pulcro.

– Soy víctima de una plaga -le dije.

– ¿Qué?

– Verá. ¿Tiene algo para las…

– ¿Para qué?

– Arañas, pulgas… mosquitos, piojos…

– ¿Para qué?

– ¿Tiene algo para las ladillas?

El viejo me miró con disgusto.

– Espere aquí -dijo.

Sacó algo del final del mostrador después de rebuscar por debajo. Volvió y manteniéndose lo más alejado posible me entregó una cajita de cartón verde y negra. La acepté con humildad. Le entregué un billete de 5 dólares. Me devolvió el cambio estirando el brazo lo más posible. La vieja se había retirado por un rincón de la droguería. Me sentía como un leproso.

– Espere -le dije al viejo.

– ¿Qué ocurre ahora?

– Quiero unos condones.

– ¿Cuántos?

– Oh, un paquete, un puñado.

– ¿Lubricados p secos?

– ¿Qué?

– ¿Lubricados o secos?

– Déme los lubricados.

El viejo me entregó cautelosamente los condones. Yo le di el dinero. Me devolvió el cambio, también con el brazo estirado. Salí. Mientras caminaba calle abajo, saqué los condones y los miré. Luego los tiré a un cubo de basura.

De vuelta al apartamento me desnudé y leí las instrucciones. La pomada tenía que aplicarse en las parte invadidas y aguardar treinta minutos. Puse la radio, encontré una sinfonía y apreté el tubo de la pomada. Era verde. Me la apliqué con profusión. Luego me tumbé en la cama y vigilé el reloj. Pasaron treinta minutos. Coño, odiaba a esas ladillas, lo dejaría actuar una hora. Después de cuarenta y cinco minutos comenzó a arderme. Mataré hasta la última puta ladilla, pensé. El ardor aumentó. Rodé por la cama y apreté los puños. Escuché a Beetho-ven. Escuché a Brahms, me levanté. Había pasado una hora. Llené la bañera, me metí y me quité la pomada. Cuando salí de la bañera, no podía andar. El interior de mis muslos estaba abrasado, mis pelotas estaban abrasadas, mi tripa estaba abrasada, de un espantoso rojo flamígero, parecía un orangután. Anduve muy lentamente hacia la cama. Al menos había matado a las ladillas, las había visto irse por el sumidero de la bañera.

Cuando Jan llegó a casa yo estaba retorciéndome en la cama. Se me quedó mirando.

– ¿Qué te pasa?

Me di la vuelta y la insulté.

– ¡Tú, jodida puta! ¡Mira lo que me has hecho!

Me levanté de un salto. Le enseñé los muslos, el vientre, los huevos. Mis huevos colgaban en una roja agonía. Mi polla estaba abrasada.

– ¡Dios! ¿Qué te ha pasado?

– ¿No lo sabes? ¿No lo sabes? ¡No he follado con ninguna otra persona! ¡Me las has pegado TU! ¡Eres una cochina perra infecía!

– ¿Qué?

– ¡Las ladillas, las ladillas, me has pegado las LADILLAS!

– No, yo no tengo ladillas. Geraldine las debe tener.

– ¿Qué?

– Estuve con Geraldine, las he debido coger al sentarme en el water de Geraldine.

Me tiré de espaldas a la cama.

– ¡Oh, no intentes que me trague toda esa mierda! ¡Sal y consigue algo de beber! ¡No hay una puta gota de bebida en toda la casa!

– No tengo dinero.

– Cógelo de mi cartera. No necesitas que te explique cómo hacerlo. ¡Y date prisa! ¡Trae algo de beber! ¡Me estoy muriendo!

Jan se fue. La pude oír bajando a todo correr las escaleras. En la radio ahora sonaba Mahler.

63

A la mañana siguiente me levanté hecho una mierda. Me había sido prácticamente imposible dormir con la sábana encima. Las quemaduras, sin embargo, parecían haber mejorado un poco. Me levanté, vomité y me miré la cara en el espejo. Estaba atrapado. No tenía la menor posibilidad.

Volví a tumbarme en la cama. Jan estaba roncando. Unos ronquidos no muy fuertes, pero persistentes. Imagino que un cerdito roncaría así. Como pequeños gruñidos. La contemplé extrañándome de que hubiese podido vivir con ella tanto tiempo. Tenía una naricita de garbanzo y su pelo rubio se estaba volviendo ratonero, según ella misma decía, a medida que se iba poniendo gris. Su cara se estaba reblandeciendo, estaba poniendo papada, era diez años mayor que yo. Sólo cuando estaba arreglada y vestida con una falda apretada y llevando tacones altos tenía un aspecto digno de verse. Su culo todavía mantenía una buena línea, igual que sus piernas, y cuando andaba tenía un contoneo de lo más seductor. Ahora, mientras la miraba, no parecía tan maravillosa. Estaba durmiendo de lado y se le veía la vulva arrugada y abierta. De cualquier manera, tenía un polvo magnífico. Yo nunca había gozado de polvos tan cojonudos. Era el modo en que lo tomaba. Realmente lo digería. Sus manos me aprisionaban y su coño me atenazaba casi de igual modo. La mayoría de los polvos no son nada, casi un trabajo, como tratar de escalar una escabrosa y resbaladiza colina. Pero no con Jan.