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Compré un periódico. Me puse a pasar las páginas y a leerlo por encima. No se mencionaba para nada la muerte de un apostador de caballos en Los Alamitos. Por supuesto, había ocurrido en el Condado de Orange. Tal vez en el Condado de Los Angeles sólo se mencionaban los crímenes locales.

Compré media pinta de Grand Dad en la tienda de licores y subí la colina andando. Doblé el periódico bajo el brazo y abrí la puerta del apartamento. Le lancé la botella a Jan.

– Hielo, agua y una buena dosis para cada uno. Estoy volviéndome loco.

Jan entró en la cocina a preparar las bebidas y yo me senté en un sillón. Abrí el periódico y miré los resultados de las carreras en Los Alamitos. Leí el resultado de la quinta carrera: Three-Eyed Pete estaba a 9 a 2 y había perdido por media cabeza ante el segundo favorito.

Cuando Jan trajo mi bebida, me la eché de un trago al coleto.

– Te puedes quedar con el coche -dije-, y la mitad del dinero que tengo es tuyo.

– ¿Hay otra mujer, no?

– No.

Puse todo el dinero junto y lo extendí sobre la mesa de la cocina. Había 312 dólares y algo de cambio. Le di a Jan las llaves del coche y 150 dólares.

– ¿Es Mitzi, no?

– No.

– Ya no me quieres.

– ¿Vas a acabar con todas esas gilipolleces?

– ¿Te has cansado de follar conmigo, no?

– Sólo llévame hasta la estación de la Greyhound. ¿Te importa?

Se metió en el baño y comenzó a arreglarse. Estaba dolida.

– Todo se ha acabado entre nosotros. Ya no es como al principio.

Me serví otro trago y no respondí. Jan salió del baño y me miró.

– Hank, quédate conmigo.

– No.

Volvió a entrar y no dijo palabra. Saqué mi maleta y comencé a meter mis escasas posesiones en ella. Cogí el reloj. Jan no lo iba a necesitar.

Me dejó en la terminal de autobuses Greyhound. Apenas me dio tiempo a sacar la maleta y ya se había ido. Entré y compré un billete. Luego di una vuelta por la estación y me senté en los incómodos bancos junto a los demás pasajeros. Estábamos allí todos sentados, contemplándonos unos a otros y contemplando el vacío. Mascábamos chicle, bebíamos café, entrábamos en los retretes, orinábamos, nos dormíamos. Nos sentábamos en los duros bancos de espera y fumábamos cigarrillos que no queríamos fumar. Observábamos a los demás y no nos gustaba lo que veíamos. Mirábamos las cosas de los mostradores y de las máquinas expendedoras: patatas fritas, revistas, cacahuetes, bestsellers, goma de mascar, pastillas para el aliento, dulces de regaliz, silbatos de juguete.

53

Miami era lo más lejos a donde podía ir sin abandonar el país. Llevé a Henry Miller conmigo y traté de leerlo a lo largo del viaje. Era bueno cuando era bueno, y viceversa. Acabé con una botella de whisky, luego otra, y otra. El viaje duró cuatro días y cinco noches. Aparte de un magreo de pierna y muslo a una jovencita de pelo castaño cuyos padres le habían dejado de pagar el colegio, no ocurrió nada interesante. Ella se bajó en mitad de la noche en un lugar del país particularmente árido y frío, y desapareció para siempre. Yo siempre he padecido de insomnio y en un autobús sólo me puedo dormir cuando estoy totalmente borracho. Ni siquiera lo intenté. Cuando llegamos no había dormido ni cagado en cinco días y apenas podía caminar. Era pasado el mediodía. De todos modos, me gustaba estar de nuevo andando por las calles.

SE ALQUILAN HABITACIONES. Subí y llamé al timbre. En estos casos, uno siempre coloca la maleta fuera de la vista de la persona que va a abrir la puerta.

– Busco una habitación. ¿Cuánto cuesta?

– Seis dólares y medio a la semana.

– ¿Puedo verla?

– Claro.

Entré y subí las escaleras detrás de ella. Tendría unos cuarenta y cinco años, pero su culo se movía graciosamente. He seguido a tantas mujeres de este modo por las escaleras, siempre pensando que si una agradable dama como ésta se ofreciera a cuidar de mí y alimentarme con guisos calientes y sabrosos y limpiarme los calcetines y los calzoncillos, aceptaría al instante.

Abrió la puerta y miré dentro.

– Muy bien -dije-, está muy bien.

– ¿Tiene usted algún trabajo?

– Trabajo propio.

– ¿Puedo preguntarle qué hace?

– Soy escritor.

– ¿Oh, ha escrito usted libros?

– Oh, todavía no estoy preparado para una novela. Sólo escribo artículos, colaboraciones para revistas. No muy buenas, pero me voy ganando la vida.

– Está bien. Le daré la llave y le haré la ficha.

La seguí escaleras abajo. El culo no se movía tan garbosamente bajando las escaleras como subiéndolas. Le miré la nuca y me imaginé besándola detrás de las orejas.

– Yo soy la señora Adams -dijo-. ¿Cómo se llama usted?

– Henry Chinaski.

Mientras me hacía la ficha, oí un sonido como si alguien estuviera aserrando madera proveniente de detrás de la puerta que estaba a nuestra izquierda -las serradas eran interrumpidas por fuertes bocanadas para coger aire. Cada respiración parecía ser la última, pero finalmente acababa por dar paso dolorosamente a otra nueva.

– Mi marido está enfermo -dijo la señora Adams mientras me entregaba el recibo y la llave sonriendo. Sus ojos eran de un adorable color avellana y brillaban. Me di la vuelta y subí las escaleras.

Cuando entré en mi habitación me acordé de que había dejado abajo la maleta. Bajé a recogerla. Cuando pasé junto a la puerta del señor Adams, los sonidos respiratorios eran mucho más fuertes. Subí la maleta, la tiré encima de la cama y volví a bajar las escaleras hasta la calle. Encontré un amplio bulevar yendo hacia el norte, entré en una tienda de comestibles y compré un tarro de mantequilla de cacahuete y una barra de pan. Tenía una navajita y con ella podría arreglármelas para extender la mantequilla sobre el pan y de este modo comer algo.

Cuando volví a la pensión me quedé un minuto en el vestíbulo y escuché al señor Adams y pensé, eso es la muerte. Luego subí a mi habitación y abrí la tarrina de mantequilla de cacahuete, y mientras escuchaba los sonidos moribundos del piso de abajo metí los dedos en ella. La comí directamente con los dedos. Estaba de puta madre. Luego abrí el pan. Estaba verde y correoso y tenía un agrio olor a moho. ¿Cómo podían vender pan así? ¿Qué clase de sitio era Florida? Tiré el pan al suelo, me desvestí, apagué la luz, me eché las mantas encima y me quedé allí tumbado en la oscuridad, escuchando.

54

Por la mañana todo estaba muy silencioso y pensé, qué bien, se lo han debido llevar al hospital o a la morgue. Ahora puede que sea capaz de cagar de una puta vez. Me vestí y bajé por las escaleras hasta el baño y cagué largo y tendido. Luego volví a subir a mi habitación, me metí en la cama y dormí un rato más.

Me despertó alguien llamando a la puerta. Me incorporé y dije: -¡Adelante! -antes de poder pensarlo. Era una mujer vestida enteramente de verde. La blusa era escotada, llevaba la falda muy ajustada. Parecía una estrella de cine. Simplemente se quedó allí quieta mirándome durante algún rato. Yo estaba sentado en la cama, en calzoncillos, sosteniendo la sábana delante mío. Chinaski, el gran amante. Si yo fuera un hombre de verdad, pensé, la violaría, le prendería fuego a sus bragas, la obligaría a seguirme por toda la superficie del planeta, haría que se le saltasen las lágrimas con mis cartas de amor escritas en fino papel de seda de color rojo. Sus rasgos eran indefinidos; no se podía decir lo mismo de su cuerpo. Tenía la cara redonda, sus ojos parecían estar examinando los míos, pero su pelo estaba algo suelto y despeinado.

Tendría unos treinta y tantos años. Algo había, sin embargo, que la tenía excitada.