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– El marido de la señora Adams murió la pasada noche -dijo.

– Ah -dije yo, preguntándome si se alegraría tanto como yo de que hubiese cesado el ruido.

– Y estamos haciendo una colecta para comprar flores para el funeral del señor Adams.

– No creo que las flores tengan el menor significado para los muertos, no las necesitan para nada -dije un poco desconcertado.

Ella titubeó.

– Pensamos que sería algo bonito y me gustaría saber si usted quiere contribuir.

– Me gustaría, pero acabo de llegar a Miami y estoy en la ruina.

– ¿En la ruina?

– Buscando un trabajo. Estoy tras ello, como dicen. Me gasté mis últimos quince centavos en un tarro de mantequilla de cacahuete y una barra de pan. El pan estaba verde, más verde que su vestido. Lo tiré al suelo y ni siquiera las ratas se han atrevido a tocarlo.

– ¿Las ratas?

– No sé si las habrá en su cuarto.

– Pero cuando hablé con la señora Adams anoche le pregunté acerca del nuevo huésped, aquí somos todos como una familia, y ella me dijo que usted era escritor, que escribía para revistas como Esquire y Atlantic Mon-thly.

– Mierda, yo soy incapaz de escribir. Fue sólo por dar conversación. Le hace sentirse mejor a la casera. Lo que necesito es un trabajo, cualquier tipo de trabajo.

– ¿No puede contribuir con veinticinco centavos? Veinticinco centavos no le han de representar nada.

– Mira, mona, yo necesito los veinticinco centavos más de lo que los puede necesitar el fiambre del señor Adams.

– Respete a los muertos, joven.

– ¿Y por qué no respetar a los vivos? Yo estoy solo y desesperado y tú tienes una pinta magnífica con tu traje verde.

Ella se dio la vuelta, salió, bajó al vestíbulo, abrió la puerta de su habitación y nunca la volví a ver.

55

El Departamento de Empleo del Estado de Florida era un lugar agradable. No había tanta gente como en el de Los Angeles, que estaba siempre a tope. Ya era hora de que tuviese un poco de suerte, no mucha, un poquito bastaba. Cierto que yo no tenía muchas ambiciones, pero tenía que haber un lugar para la gente sin ambiciones, quiero decir un sitio mejor que el que se reserva habitual-mente para esta gente. ¿Cómo coño podía un hombre disfrutar si su sueño era interrumpido a las 6:30 de la mañana por el estrépito de un despertador, tenía que saltar fuera de la cama, vestirse, desayunar sin ganas, cagar, mear, cepillarse los dientes y el pelo y pelear con el tráfico hasta llegar a un lugar donde esencialmente ganaba cantidad de dinero para algún otro y aún así se le exigía mostrarse agradecido por tener la oportunidad de hacerlo?

Dijeron mi nombre en voz alta. El empleado tenía una ficha delante suyo, la que yo había rellenado al entrar. Había elaborado mi curriculum de trabajo de un modo creativo. Así lo hacen los verdaderos profesionales: dejas fuera los trabajos de poca monta y describes floridamente los mejores, pasando también de cualquier mención a esos períodos en blanco de cuando estuviste alcoholizado seis meses seguidos y liado con alguna mujer recién salida del manicomio o de un mal matrimonio. Por supuesto, como todos mis trabajos previos eran de poca monta, dejaba fuera sólo los más miserables.

El empleado recorrió con su dedo el pequeño fichero. Sacó una ficha afuera.

– Ah, aquí hay un trabajo para usted.

– ¿Sí?

Levantó la mirada:

– Empleado de sanidad -dijo.

– ¿Qué?

– Basurero.

– No lo quiero.

Me estremecí al pensar en toda la basura, las resacas de madrugada, los negrazos riéndose de mí, el peso imposible de los cubos y yo triturando mis tripas junto a las mondas de naranja, posos de café, cenizas mojadas de cigarrillos, cáscaras de plátano y tampax usados.

– ¿Qué ocurre? ¿No es lo bastante bueno para usted? Son 40 horas y seguridad social. Seguridad social de por vida.

– Quédese usted con ese trabajo y yo me quedaré con el suyo.

Silencio.

– Yo me he preparado para este trabajo.

– ¿Ah, sí? Yo me pasé dos años en la Universidad ¿Es esto un requisito para recoger basura?

– Bueno, ¿qué clase de trabajo desea?

– Simplemente siga sacando fichas.

Rebuscó entre sus fichas, luego me miró.

– No tenemos nada para usted.

Selló una libretita que me habían dado y me la volvió a entregar.

– Venga a vernos dentro de siete días para nuevas posibilidades de empleo.

56

Encontré un trabajo a través de un anuncio en el periódico. Fui contratado por un almacén de ropa, pero no en Miami, sino en Miami Beach, y cada mañana tenía que arrastrar mi resaca cruzando el canal. El autobús pasaba por una vía de cemento muy estrecha que sobresalía del agua, sin vallas a los lados, sin ninguna precaución, sin nada de nada; era lo único que había. El conductor se echaba hacia atrás y pisaba el acelerador y pasábamos rugiendo a toda mecha por la estrecha línea de cemento, rodeados por el agua aguardando a que cayésemos para engullirnos, y la gente que iba en el autobús, las veinticinco o cuarenta o cincuenta y dos personas confiaban en él, pero yo jamás lo hice. A veces cambiaba el conductor y yo pensaba, ¿cómo seleccionarán a estos hijos de puta? Hay agua profunda a ambos lados del camino y con un mínimo error al volante nos puede matar a todos. Era ridículo. ¿Supongamos que había tenido una violenta discusión con su mujer aquella mañana? ¿O que tenía cáncer? ¿0 visiones de Dios? ¿Dolor de muelas? Cualquier cosa. Podía hacerlo. Acabar con todos nosotros. Sabía que si yo condujese consideraría seriamente la posibilidad, el poder hundir en el agua a toda la pandilla de imbéciles. Y a veces, después de hacer tales consideraciones, la posibilidad se vuelve realidad en un impulso irrepri-mido. Por cada Juana de Arco hay un Hitler colgando al otro lado de la balanza. La vieja historia del Bien y del Mal. Pero ningún conductor nos arrojó nunca al canal. Estaban muy ocupados pensando en las letras del coche, resultados de béisbol, cortes de pelo, vacaciones, lavativas y visitas familiares. No había un hombre de verdad en todo el maldito estercolero. Llegaba siempre al trabajo enfermo, pero a salvo. Lo que demuestra por qué Schu-mann era más regulativo que Shostakovich…

Fui contratado como bolero extra, según lo llamaban. El bolero extra era el hombre para todo sin ninguna labor específica. Se suponía que debía saber qué hacer gracias a una especie de profundo e infalible sexto sentido. Instintivamente se suponía que uno tenía que saber lo necesario para que las cosas marchasen mejor, mantuviesen próspera a la compañía, a la Madre, y conocer todas las pequeñas necesidades de la empresa, que eran irracionales, continuas e insignificantes.

Un buen bolero no debía tener rostro, ni sexo; debía tener espíritu de sacrificio, siempre aguardando firme junto a la puerta por las mañanas cuando el primer hombre viniese a abrirla. En seguida se pondría a regar la acera saludando a cada obrero por su nombre al llegar, con la más radiante de las sonrisas y las maneras más corteses. Siempre alegre y simpático. Eso le hacía a todo el mundo sentirse mejor antes de comenzar la sangría laboral. Tenía que vigilar que hubiese papel higiénico en todos los retretes, especialmente en el de señoras. Que las papeleras nunca rebosasen. Que no se almacenase mugre en las ventanas. Que las pequeñas reparaciones en escritorios y sillas fuesen prontamente realizadas. Que las puertas se abriesen con facilidad. Que los relojes estuviesen en hora. Que las alfombras estuviesen limpias. Que mujeres fuertes y bien alimentadas no acarreasen pequeños paquetes…

Yo no era muy bueno. Mi idea era la de vagar por ahí sin hacer nada, esquivando siempre al patrón y evitando a los lameculos que podían chivarse al patrón. No era muy listo. Cosa de instinto, más que nada. Siempre que empezaba en un trabajo, tenía la sensación de que pronto lo dejaría o me despedirían, y esto me hacía comportar con una relajación que era considerada, erróneamente, como astucia o alguna especie de poder secreto.