– Yo no me mezclo en esto -dijo Felipe-. Iscariote tiene mano dura y soy viejo. ¡Vámonos, Natanael!
Judas estaba ahora frente a Jesús, casi rozándole el rostro con el suyo; su cuerpo humeaba y olía a sudor y a llagas infectadas.
– ¡Cobarde! -rugió-. ¡Desertor! Tu lugar estaba en la cruz. Tal era el puesto que el Dios de Israel te había asignado para combatir. Pero te dominó el miedo y, cuando la muerte se alzó ante ti, escapaste a toda velocidad. ¡Has corrido a refugiarte en las faldas de Marta y María, cobarde! ¡Hasta cambiaste de rostro y de nombre, falso Lázaro, para escapar a tus responsabilidades!
– Judas Iscariote -dijo Pedro, a quien las mujeres habían infundido coraje-, Judas Iscariote, ¿es ése el modo de hablar al maestro? ¿No le tienes respeto?
– ¿Qué maestro? -aulló Judas, amenazando con el puño-. ¿Este? Pero, ¿es que no tenéis ojos para verlo y sesos para juzgarlo? ¿Es éste un maestro? ¿Qué nos decía? ¿Qué nos prometía? ¿Dónde está el ejército de ángeles que debía descender del cielo para salvar a Israel? ¿Dónde está la cruz que debía ser nuestro trampolín para subir al cielo? Apenas este falso Mesías vio alzarse la cruz ante él, perdió la cabeza, se desvaneció y las mujercitas se adueñaron de él y lo emplearon para que les hiciera hijos. Se batió como los otros, al parecer, se batió valientemente y lo proclama desde los tejados. Pero sabes de sobra, desertor, que tu lugar estaba en la cruz. Que otros se ocupen de arar la tierra y las mujeres. ¡Tu deber era subir a la cruz! Te jactas de haber vencido a la muerte… ¡puf! ¿Así triunfas de la muerte? ¡Has engendrado hijos, y eso equivale a decir carne para la muerte! ¡Carne para la muerte! ¿Qué es un niño? ¡Carne para la muerte! Te has convertido en su carnicero y le llevas carne para que la devore. ¡Traidor, desertor, cobarde!
– Hermano Judas -murmuró Jesús, cuyos miembros comenzaban a temblar-, hermano Judas, muéstrate más clemente conmigo…
– Me has roto el corazón, hijo del carpintero -rugió Judas-, me has roto el corazón, ¿cómo quieres que me muestre clemente contigo? ¡Tengo deseos de estallar en lamentaciones, como las viudas, de golpearme la cabeza contra las piedras! ¡Maldito sea el día en que naciste, el día en que nací y el día en que te conocí y llenaste mi corazón de esperanza! Cuando caminabas delante de nosotros y nos arrastrabas detrás de ti, cuando nos hablabas de la tierra y del cielo, ¡qué alegría, qué libertad, qué riquezas saboreaba! Los granos de las uvas nos parecían tan grandes como niños de doce años y quedábamos saciados con sólo comer un grano de trigo. Un día no teníamos más que cinco panes, dimos de comer a una gran multitud… ¡y todavía nos quedaron doce cestos repletos de panes! ¡Cómo brillaban entonces las estrellas, cómo inundaban de luz el cielo! No eran estrellas sino ángeles; y ni siquiera eran ángeles, éramos nosotros mismos, nosotros, tus discípulos, que nos levantábamos y nos acostábamos. Tú estabas en el medio, inmóvil como la estrella polar, ¡y nosotros que te rodeábamos, bailábamos alrededor! Me estrechabas en tus brazos, ¿recuerdas?, y me suplicabas: «¡Traicióname, traicióname! Así me crucificarán, resucitaré y ¡salvaremos el mundo!»
Judas calló un instante, suspiró y sus heridas se reabrieron y sangraron. Los viejecitos volvieron a formar un apretado racimo y agacharon la cabeza intentando recordar aquella época pasada para revivir.
Una lágrima brotó de los ojos de Judas, pero éste la aplastó con cólera. Su corazón no se había vaciado y continuó vociferando:
– «Soy el cordero de Dios -balabas- y me haré degollar para salvar al mundo… Hermano Judas, no tengas miedo, la muerte es la puerta de la inmortalidad. ¡Debo pasar por esa puerta y te pido que me ayudes!” Y yo te amaba tanto, yo tenía tal confianza en ti que asentí y acudí a traicionarte… Y tú… tú…
Salió espuma de sus labios, cogió a Jesús por el hombro, lo sacudió violentamente y lo arrinconó contra la pared. Volvió a rugir:
– ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no has sido crucificado? ¡Cobarde, desertor, traidor! ¿Esto es todo lo que has hecho? ¿No tienes vergüenza? Alzo el puño y te pregunto: ¿Por qué, por qué no fuiste crucificado?
– ¡Cállate! ¡Cállate! -suplicó Jesús. Comenzó a manar sangre de sus cinco llagas.
Pedro intervino de nuevo:
– Judas Iscariote -dijo-, ¿no tienes piedad? ¿No ves sus pies? ¿No ves sus manos? Pon tu mano en su costado si no lo crees; mana sangre.
Pero Judas hizo una mueca irónica, escupió y gritó:
– ¡Eh, hijo del carpintero! ¡A mí no me engañas con trucos! De noche fue tu Ángel de la guarda…
Jesús se sobresaltó:
– ¿Mi Ángel de la guarda? -murmuró, estremeciéndose.
– Tu Ángel de la guarda, Satán, y te grabó esas marcas rojas en las manos, los pies y el costado para engañar a los otros y engañarte a ti mismo. ¿Por qué me miras de ese modo? ¿Por qué callas y no respondes? ¡Cobarde, desertor, traidor!
Jesús cerró los ojos; estuvo a punto de desvanecerse pero, haciendo un esfuerzo, logró mantenerse en pie:
– Judas -dijo con voz temblorosa-, siempre fuiste salvaje e íntegro, jamás aceptaste los límites del hombre. Olvidas que el alma del hombre es una flecha; asciende hacia el cielo, tan alto como puede, pero vuelve a caer en tierra. La vida terrestre significa eso: perder las alas.
Al oírlo, Judas enloqueció de furor:
– ¡Qué vergüenza! -rugió-. ¡A qué punto has llegado tú, el hijo de David, el hijo de Dios, el Mesías! La vida terrestre quiere decir esto: comer pan y transformar ese pan en alas, beber agua y convertirla en alas. La vida terrestre quiere decir esto: ¡que a uno le crezcan alas! Es lo que tú mismo nos decías, traidor; las palabras no son mías sino tuyas y, si las olvidaste, ¡yo te las hago recordar! ¿Dónde estás, Mateo, chupatintas? ¡Ven aquí! Abre tus escritos; los llevas siempre contra tu pecho así como yo llevo el puñal. Abre tus escritos. Están corroídos por el tiempo, las polillas y el sudor, pero aún se distinguen las letras. Abre tus escritos y lee, Mateo, para que este señor oiga y recuerde. Una noche un gran notable de Jerusalén llamado Nicodemo fue a buscarlo a escondidas y le preguntó: «¿Quién eres? ¿Qué haces?» Y tú, hijo del carpintero, le respondiste, acuérdate: «¡Forjo alas!» Apenas pronunciaste estas palabras todos sentimos que nos crecían alas en los hombros. ¡Qué bajo has caído, viejo gallo desplumado! Lloriqueas y me dices: «La vida terrestre significa esto: perder las alas.» ¡Sal de mi vista, comodón! Si la vida no es un relámpago y un trueno, ¡no la quiero! No te acerques a mí, Pedro, veleta, ni tampoco tú, Andrés, el aguerrido; no chilléis vosotras, mujeres. Nada temáis. No le haré daño. ¿De qué vale alzar la mano sobre él? Está muerto. Aún se mantiene en pie, habla y llora, pero está muerto y que Dios le perdone. Que le perdone Dios, porque yo no puedo perdonarlo. ¡Que la sangre, las lágrimas y la ceniza de Israel caigan sobre su cabeza!
Los viejecitos no pudieron ya soportar aquello y todos juntos se desplomaron en tierra. Despertóse en ellos la memoria, comenzaron a revivir, se acordaron del reino de los cielos, de los tronos y los esplendores y súbitamente se echaron a gemir. Se lamentaban y se golpeaban la frente contra las piedras.
De repente Jesús estalló en sollozos y quiso arrojarse en los brazos de Judas:
– ¡Perdóname, hermano Judas! -gritó.
Pero el otro dio un salto hacia atrás y adelantó los brazos para impedirle acercarse:
– ¡No me toques! -gritó-. ¡No creo ya en nada ni en nadie! ¡Me has roto el corazón!
Jesús titubeó y buscó con la mirada algo a que aferrarse. Las mujeres, con la cara en tierra, se arrancaban los cabellos y aullaban y los discípulos alzaban los ojos y lo miraban con odio y cólera. El negrito había desaparecido.
– Soy un traidor -murmuró-, un desertor, un cobarde. Ahora lo sé. ¡Estoy perdido! Sí, sí, era necesario que fuera crucificado, pero me faltó valor y me escapé de mi responsabilidad… ¡Hermanos, perdonadme! ¡Ah, si pudiera volver a vivir mi vida desde el principio!