Sintió que algo se hacía realidad, que una larga espera tocaba a su fin; lo sentía en sus miembros, incluso en aquella pierna lisiada que nunca sentía nada.
Se levantó con toda naturalidad, sin preguntarse si estaba bien o no, si tenía o no derecho. Era sólo que el tiempo volaba llevándose consigo más tiempo; eran sólo actos evidentes que nada sabían del futuro ni del pasado.
Se inclinó sobre Mattia y lo besó en la boca; lo besó sin miedo de despertarlo, como se besa a una persona despierta, prolongando el contacto, oprimiendo sus labios cerrados. El tuvo un sobresalto, pero no abrió los ojos. Separó los labios y la besó a su vez. Estaba despierto.
Fue distinto que la primera vez. Sus músculos faciales eran ahora más fuertes, más conscientes, tenían un ímpetu y un sentido precisos, eran los de un hombre y una mujer. Ali ce permaneció inclinada, sin ocupar el sofá, como si hubiera olvidado el resto del cuerpo.
El beso duró largo rato, minutos enteros; tiempo suficiente para que la realidad se colase entre sus labios adheridos y los obligase a reflexionar sobre lo que estaba ocurriendo.
Se separaron. Mattia sonrió maquinalmente; Alice se tocó los labios húmedos, como para asegurarse de que no era un sueño. Había que decidirse y había que hacerlo sin palabras. Cada cual miró al otro, pero, faltos ya de sincronía, no llegaron a cruzar la mirada.
Mattia se levantó, dubitativo, y dijo señalando el pasillo:
– Voy un momento…
– Claro. La puerta del fondo.
Salió de la estancia. No se había descalzado y sus pisadas resonaban como si se hundieran bajo tierra.
Cerró la puerta con llave, apoyó las manos en el lavabo; estaba aturdido, medio atontado. En el lugar del golpe estaba formándose un chichón.
Abrió el grifo y se mojó las muñecas con agua fría, como hacía su padre para restañarle las heridas de las manos. Viendo el agua pensó en Michela, como siempre. Pensaba en ella sin dolor, como quien piensa en dormirse o en respirar. Su hermana se había disgregado en la corriente de aquel río, disuelto en el agua, y a través de ésta volvía a él; las moléculas de Michela formaban parte de su cuerpo.
La circulación se le reactivó. Ahora tenía que pensar, pensar en aquel beso, en lo que había venido a buscar después de tanto tiempo, en por qué se había dejado besar por Alice y luego había sentido el impulso de correr a esconderse allí.
Ella seguía en el salón y lo esperaba; los separaban dos tabiques de ladrillos, unos centímetros de enlucido y nueve años de silencio.
Lo cierto era que, una vez más, ella había tomado la iniciativa y lo había hecho venir, cuando él mismo no deseaba otra cosa. Le escribía diciéndole que fuera y él acudía como por encanto. Los reunía una carta como una carta los había separado.
Bien sabía lo que tenía que hacer: volver con ella y sentarse a su lado, cogerle la mano y decirle que no tenía que haberse ido, y besarla, besarla una y otra y otra vez, hasta que no pudieran dejar de besarse. Ocurría en las películas y ocurría en la vida real, todos los días. La gente no perdía el tiempo, se aferraba a unas pocas casualidades y fundaba sobre ellas su existencia. Tenía que decirle a Alice que ahí estaba, o irse de nuevo, tomar el primer avión y regresar al lugar donde había vivido como en vilo todos aquellos años.
Sí, lo había aprendido. Las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida. Así había sido con Michela, así había sido con Alice; así era también ahora. Esta vez los reconocía: eran esos segundos y no volvería a equivocarse.
Ahuecó la mano bajo el chorro de agua y se mojó la cara. Sin mirar, inclinado sobre el lavabo, alargó el brazo, cogió una toalla y se secó; al retirarla vio en el espejo una mancha más oscura en el envés. Volvió la toalla: eran dos iniciales, FR, bordadas a un par de centímetros de la esquina y simétricas con respecto a la bisectriz.
Miró el colgador: había otra toalla, idéntica, y en el mismo punto tenía bordadas las iniciales ADR.
Se fijó mejor en todo. Había un vaso ribeteado de cal con un solo cepillo de dientes, y al lado una cestita llena de objetos: tubos de crema, una goma roja, un cepillo con pelos enredados, unas tijeras de uñas… En el estante al pie del espejo había una maquinilla de afeitar, e incrustados bajo la hoja se apreciaban fragmentos milimétricos de pelos negros.
Hubo un tiempo en que, sentados él y Alice en la cama, podía recorrer con la mirada la habitación de ella, reparar en un objeto que hubiera en algún estante y decirse: «Yo se lo regalé.» Esos regalos eran hitos que jalonaban un camino, banderitas clavadas en las etapas de un viaje, según se sucedían navidades y cumpleaños. De algunos aún se acordaba: el primer disco de los Counting Crows, un termómetro de Galileo con sus burbujas de colores fluctuando en un liquido transparente, un libro de historia de las matemáticas que Alice recibió soltando un bufido pero al final leyó. Ella los cuidaba y los colocaba bien visibles, para que él supiera que los tenía siempre presentes. Mattia lo sabía, lo sabía todo, pero no se decidía a dar el paso. Temía que, si acudía al reclamo de Alice, caería en una trampa de la que nunca saldría. Y había permanecido impasible y callado esperando a que fuera demasiado tarde.
Ahora no había allí ningún objeto suyo. Se miró en el espejo, revuelto el pelo, medio doblado el cuello de la camisa, y comprendió: era que en aquel baño, en aquella casa, como tampoco en la de sus padres, ya no quedaba nada de él.
Permaneció quieto, asimilando la decisión que acababa de tomar, hasta que sintió que los dichosos segundos habían pasado. Entonces dobló cuidadosamente la toalla, enjugó con el dorso de la mano las gotas de agua del lavabo, salió del baño, recorrió el pasillo, llegó al salón y dijo desde la puerta:
– Tengo que irme.
– Ya -contestó Alice, como si estuviera preparada.
Los cojines del sofá se veían de nuevo en su sitio y la gran lámpara del techo lo iluminaba todo. Ya no quedaba una sola huella de complicidad. El té, que seguía en la mesa, se había enfriado y en el fondo de la taza se veía un oscuro poso de azúcar. Mattia pensó que era la casa de una desconocida, ni más ni menos.
Se encaminaron a la vez hacia la puerta. Al pasar junto a ella le rozó la mano sin querer.
– En tu carta… querías decirme algo.
Alice sonrió.
– No era nada.
– Antes has dicho que era importante.
– No, no lo es.
– ¿Algo sobre mí?
Ella dudó un momento.
– No. Sobre mí.
Mattia inclinó la cabeza; pensó que allí se agotaba una posibilidad, que acababan de extinguirse las invisibles fuerzas de campo que los habían mantenido unidos a través del aire.
– Bueno, adiós -dijo Alice.
La luz estaba toda dentro y la oscuridad toda fuera. Mattia se despidió con un ademán y ella, antes de entrar, pudo ver de nuevo el cerco oscuro de la palma, semejante a un símbolo misterioso e indeleble y ya irremediablemente hermético.