Entró en casa dejando la puerta entornada y las llaves puestas. Sin quitarse siquiera la chaqueta, fue a la cocina, abrió la despensa, cogió una lata de atún y se lo comió directamente, sin escurrir el aceite, sintiendo náuseas. Arrojó la lata vacía al fregadero, cogió una de guisantes y se comió la mitad pescándolos del agua turbia con el tenedor, sin respirar; sabían a arena y las pieles brillantes se le pegaban a los dientes. Cogió luego una caja de galletas que llevaba abierta desde la marcha de Fabio y se zampó cinco seguidas casi sin masticar, sintiendo al tragar que le rascaban la garganta como cristales. Dejó de comer sólo cuando los calambres estomacales fueron tan fuertes que hubo de sentarse en el suelo para resistir el dolor.
Una vez que se sintió mejor, se levantó y, cojeando sin recatarse como hacía cuando estaba sola, fue al cuarto oscuro. Cogió una de las cajas que había en el segundo estante, en la que ponía con tinta indeleble «Instantáneas», volcó su contenido en la mesa, esparció las fotos con los dedos -algunas estaban pegadas- y las revisó hasta encontrar la que buscaba. La observó largo rato. Ambos eran jóvenes. Él tenía la cabeza inclinada y no se le veía bien la cara, resultaba difícil verificar el parecido. Había pasado mucho tiempo, quizá demasiado.
Aquella imagen trajo otras a su mente, y con ellas la sensación de que cobraban vida, movimiento, sonido… Y la invadió una nostalgia desgarradora, aunque agradable. Si hubiera podido elegir un momento para volver a empezar, habría sido ése: él y ella en una habitación silenciosa, en una intimidad de almas tímidas pero gemelas.
Tenía que decírselo. Si su hermana estaba viva, Mattia tenía derecho a saberlo.
Por primera vez sintió que la inmensa distancia que los separaba era insignificante. Estaba convencida de que él seguía en el mismo sitio, donde ya le había escrito algunas veces, muchos años antes. Si se hubiera casado, ella lo habría percibido de algún modo. Porque estaban unidos por un hilo invisible, oculto entre mil cosas de poca importancia, que sólo podía existir entre dos personas como ellos: dos soledades que se reconocían.
Tentó bajo el montón de fotos y encontró un bolígrafo. Se sentó y escribió con cuidado de no correr la tinta, y al final sopló para secarla. Buscó un sobre, metió la foto y lo cerró. Quizá venga, pensó.
Una sensación de gozo se apoderó de su ser y le arrancó una sonrisa; era como si todo recomenzara en ese momento.
43
Antes de dirigirse a la pista de aterrizaje, el avión en que viajaba Mattia sobrevoló la mancha verde de la colina y la basílica y dio un par de vueltas sobre el centro de la ciudad. Tomando como punto de referencia el puente más viejo, Mattia distinguió el edificio donde vivían sus padres; seguía teniendo el mismo color que cuando él se había ido.
Avistó también el parque, no lejos de la casa, flanqueado por dos avenidas que se unían describiendo una amplia curva y dividido por el curso del río. La tarde era límpida y desde lo alto se veía todo: nadie habría podido pasar desapercibido.
Se asomó más para ver lo que el avión dejaba atrás. Siguió la calle sinuosa que ascendía un trecho de ladera y reconoció la vivienda de los Della Rocca, un edificio de fachada blanca y ventanas muy juntas que parecía un enorme bloque de hielo. Un poco más arriba estaba la escuela de su infancia, con aquella escalera de emergencia verde, de metal frío y áspero.
El lugar donde había pasado la mitad de su vida, la mitad ya concluida, semejaba una inmensa maqueta de piezas cúbicas de colores y seres inanimados.
En el aeropuerto tomó un taxi. Su padre se había ofrecido para ir a esperarlo, pero Mattia había rehusado en un tono que no admitía réplica y que sus padres conocían muy bien.
Se apeó en la acera de enfrente y se quedó contemplando su antigua casa. Al hombro llevaba un bolso de viaje que pesaba poco: traía ropa limpia para dos o tres días como mucho.
La puerta del edificio estaba abierta. Subió al primer piso y llamó al timbre; dentro no se oyó ningún ruido. Al poco le abrió su padre. Incapaces de decirse nada, se sonrieron y se miraron como midiendo el tiempo transcurrido en lo cambiados que estaban.
Pietro Balossino estaba viejo. No sólo por el pelo blanco y las abultadas venas que le surcaban el dorso de las manos, sino también por el modo de estar de pie ante su hijo, el imperceptible temblor que le estremecía el cuerpo, el tener que sujetarse del pomo como si las piernas ya no lo sostuvieran bien.
Se abrazaron llenos de turbación. A Mattia el bolso se le deslizó del hombro y se interpuso entre ellos; lo dejó caer al suelo. Sus cuerpos seguían teniendo la misma temperatura. Pietro Balossino acarició el pelo del hijo y a su memoria acudieron muchos recuerdos que le produjeron una gran congoja.
Mattia lo miró para preguntarle por su madre y él se adelantó:
– Mamá está descansando, no se encuentra muy bien. Debe de ser el calor de estos días.
Mattia asintió.
– ¿Tienes hambre?
– No. Sólo quiero un vaso de agua.
– Ahora mismo.
Su padre se dirigió a la cocina como si hubiera estado esperando cualquier pretexto para alejarse. Mattia se dijo que eso era todo lo que quedaba del amor de los padres, pequeñas atenciones, preocupaciones como las que los suyos enumeraban por teléfono todos los miércoles: la comida, el calor y el frío, el cansancio, a veces el dinero. Todo lo demás, conversaciones nunca entabladas, excusas que dar o recibir, recuerdos que corregir, formaba como una masa petrificada que yacería a profundidades insondables para siempre.
Cruzó el pasillo camino de su cuarto. Estaba seguro de que lo encontraría tal cual lo había dejado, como un ámbito inmune a la erosión del tiempo y donde tendría la sensación de que todos aquellos años de ausencia no habían sido sino un breve paréntesis. Pero lo encontró completamente cambiado y experimentó una frustración enajenante, similar a la horrible sensación de dejar de existir. Las paredes, antes pintadas de azul claro, estaban ahora empapeladas en tono crema, lo que hacía el cuarto más luminoso. En el sitio de su cama habían colocado el sofá que tantos años había estado en el salón. Su escritorio sí seguía frente a la ventana, pero encima ya no se veía nada suyo, sólo una pila de periódicos y una máquina de coser. No había fotos, ni suyas ni de Michela.
Se quedó parado en la puerta como si no le estuviera permitido entrar. Su padre vino con el vaso de agua y pareció leerle el pensamiento.
– Tu madre quería aprender a coser -dijo como justificándose-. Pero se cansó pronto.
Mattia bebió el agua de un trago. Dejó el bolso junto a la pared, donde no estorbara.
– He de salir un momento -dijo.
– ¿Salir? Pero si acabas de llegar…
– Tengo que ver a una persona que me espera.
Sorteó a su padre evitando mirarlo y pegándose a la pared; sus cuerpos eran demasiado parecidos, engorrosos y adultos para estar tan próximos. Llevó el vaso a la cocina, lo enjuagó y lo puso boca abajo en el escurridor.
– Vuelvo esta noche -añadió.
E hizo un ademán de despedida a su padre, que ahora estaba de pie en medio del salón, en el mismo sitio donde, en la otra vida, había abrazado a su madre y hablado de él. No era verdad que Alice lo esperase, no sabía siquiera dónde encontrarla; pero tenía que irse de allí cuanto antes.