Philip se acercaba montado en un triciclo, pedaleando como un loco. Al ver a Mattia frenó en seco y se quedó mirándolo alarmado, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo prohibido. Su madre, desmontándolo del triciclo, lo alzó en brazos y empezó a besuquearlo.
– ¡Ven aquí, bicho!
Mattia le dirigió una sonrisa forzada; los niños lo incomodaban.
– Pasa, Nadia ya ha llegado -dijo la mujer de Alberto.
– ¿Nadia?
Ella lo miró, extrañada.
– Sí, Nadia. ¿No te lo había dicho Albi?
– Pues no.
Hubo un momento de embarazo. Mattia no conocía a ninguna Nadia. Se preguntó qué pasaba allí y temió saberlo.
– En todo caso aquí está. Vamos.
De camino a la cocina, Philip miraba a Mattia con recelo, escondiendo la cara en el hombro de su madre y metiéndose en la boca los dedos índice y medio, que brillaban de saliva; Mattia prefirió desviar la mirada. Recordó el día en que había seguido a Alice también por un pasillo, aquél más largo. Miró los garabatos de Philip que colgaban de las paredes en lugar de cuadros, y tuvo cuidado de no pisar los juguetes diseminados por el suelo. Toda la casa, las paredes mismas, parecían impregnadas de un olor a vida al que no estaba acostumbrado. Y pensó en su piso, donde tan fácil era preferir no estar. Y empezó a arrepentirse de haber ido.
En la cocina, Alberto lo saludó con un afectuoso apretón de manos, al que él correspondió como un autómata. A la mesa había sentada una mujer, que se levantó y le tendió la mano.
– Ella es Nadia -los presentó Alberto-, y él, nuestra próxima medalla Fields.
– Mucho gusto -dijo Mattia, turbado.
Nadia sonrió e hizo amago de acercarse, quizá para besarlo, pero la inmovilidad de él la contuvo y sólo repitió:
– Mucho gusto.
Mattia se quedó mirando absorto uno de los grandes pendientes que ella llevaba, un aro dorado de al menos cinco centímetros de diámetro; cuando se movía, aquel aro oscilaba con un movimiento complejo que él trató de descomponer según tres ejes cartesianos. Las dimensiones de aquella alhaja y el contraste que hacía con el pelo negrísimo le sugirieron algo desvergonzado, casi obsceno, que a la vez lo asustó y excitó.
Se sentaron a la mesa. Alberto sirvió vino tinto y brindó con grandilocuencia por el artículo que pronto escribirían con Mattia, y pidió a éste que explicara a Nadia, con palabras sencillas, de qué trataba la cosa. Mattia así lo hizo, y ella lo escuchó con una sonrisa incierta que delataba pensamientos muy distintos y que más de una vez le hizo perder el hilo.
– Parece interesante -comentó ella al final, y Mattia bajó la cabeza.
– Es mucho más que interesante -repuso Alberto, con ademanes que describían en el aire un elipsoide que Mattia se representó perfectamente.
La mujer de Alberto trajo una sopera que desprendía un fuerte olor a comino. La conversación pasó a versar sobre comida, terreno más neutral que pareció disminuir una tensión de la que no se habían dado plena cuenta. A excepción de Mattia, todos lamentaron la falta allí en el norte de alguna delicia de su país. Alberto recordó los raviolis que hacía su madre; su mujer, la ensalada de marisco que comían juntos en cierto local de la playa cuando iban a la universidad; Nadia describió los cannoli rellenos de ricotta y espolvoreados de escamas del chocolate negro que hacían en la pastelería de su pueblecito natal, y mientras lo contaba, cerraba los ojos y se relamía los labios como si estuviera saboreándolos. En cierto momento se mordió un instante el labio inferior, y Mattia, sin darse cuenta, se quedó con este detalle y pensó que había algo exagerado en la feminidad de Nadia, en la fluidez con que gesticulaba, en el acento sureño con que pronunciaba las labiales; la sentía como una potencia oscura que lo avasallaba y le caldeaba las mejillas.
– Pues no hay más que decidirse y volver -concluyó Nadia.
Los cuatro guardaron silencio unos segundos, como pensando cada cual en lo que los ataba a aquel lugar. Philip trasteaba con sus juguetes a unos pasos de la mesa.
Durante el resto de la cena, Alberto supo mantener viva una conversación que decaía por momentos, gracias sobre todo a que habló mucho de sí mismo con ademanes cada vez más aparatosos.
Después de los postres su mujer se levantó para quitar la mesa. Nadia quiso ayudarla, pero ella rehusó y desapareció en la cocina.
En la mesa hubo un silencio. Mattia, ensimismado, pasaba el dedo por el dentado filo del cuchillo. Al cabo, levantándose también, Alberto dijo:
– Voy a ver qué hace. -Y miró a Mattia por encima del hombro de Nadia, como diciéndole que se las arreglara.
Ambos quedaron solos, con Philip. Alzaron los ojos y se miraron al mismo tiempo, pues nada más había que mirar, y se echaron a reír, azorados. Al final ella le preguntó:
– Y tú ¿por qué no vuelves? -Lo miraba con ojos escrutadores, como si quisiera adivinar su secreto. Tenía unas pestañas largas y gruesas, que a él le parecían postizas por lo inmóviles.
Mattia acabó de alinear con el dedo unas migas y contestó encogiéndose de hombros:
– No lo sé, es como si aquí hubiera más oxígeno.
Ella asintió con la cabeza, dando a entender que lo comprendía. En la cocina se oían las voces de Alberto y su mujer hablando de cosas normales, que si otra vez el grifo goteaba, que quién acostaría a Philip, cosas que a Mattia, de pronto, le parecieron tremendamente importantes.
El silencio se prolongaba y buscó algo que decir que sonase natural. Mirara donde mirase, su campo visual abarcaba siempre a Nadia, como una presencia opresiva; el color morado del vestido con escote absorbía poderosamente su atención, incluso cuando miraba, como hacía ahora, su vaso vacío. Pensó en que ahí bajo la mesa, tapadas por el mantel, a oscuras, estaban sus piernas, las suyas y las de ella, obligadas a una intimidad forzosa.
En ese momento se acercó Philip y puso ante él, sobre la mesa, un cochecito, un Maserati en miniatura. Mattia lo miró, y luego al niño, que lo observaba como esperando una reacción.
Con cierta vacilación, Mattia cogió el juguete y lo hizo rodar un poco por el mantel. Notaba clavada, como midiendo su apuro, la mirada incisiva de Nadia. Hizo un ruido con la boca imitando un motor, y al final soltó el juguete. Philip, que lo miraba en silencio, algo contrariado, estiró la mano, cogió el coche y volvió a sus juegos.
Mattia se sirvió vino y lo apuró de un trago. Entonces cayó en la cuenta de que tendría que haberle servido primero a Nadia, y le preguntó si quería. Ella contestó que no, recogiendo las manos y encogiendo los hombros como si tuviera frío.
Volvió Alberto, emitió una especie de gruñido y se frotó la cara con energía.
– Hora de la nana -le dijo al pequeño, y cogiéndolo por el cuello del polo lo puso en pie como si fuera un muñeco.
Philip lo siguió sin protestar, pero antes de salir echó una última mirada a sus juguetes, que tenía amontonados como si hubiera escondido algo debajo.
– Quizá va siendo hora de irme yo también -dijo Nadia, sin dirigirse exactamente a Mattia.
– Sí, y yo -repuso él.
Fueron a levantarse -llegaron a contraer los músculos de las piernas-, pero no lo hicieron; siguieron sentados y se miraron. Ella sonrió y él se sintió traspasado por su mirada, como penetrado hasta el alma.
Se levantaron casi al mismo tiempo, arrimaron las sillas a la mesa -Mattia notó que también ella tuvo cuidado y la levantó- y se quedaron de pie, sin saber qué hacer.
Así los encontró Alberto, y les preguntó:
– ¿Qué pasa? ¿Ya os vais?
– Es tarde y querréis descansar -contestó Nadia por los dos.
Alberto miró a su amigo con una sonrisa cómplice.
– Os llamo un taxi.
– Yo vuelvo en autobús -se apresuró a decir Mattia.
Alberto lo miró torciendo el gesto.
– ¿A estas horas? No sabes lo que dices. Además, la casa de Nadia te pilla de camino.