Cuando salieron del comedor, Alberto se detuvo a encender un cigarrillo y dejó que Gilardi y Montanari se adelantaran. Esperaba a Mattia, que venía unos pasos detrás siguiendo, con la cabeza gacha y al parecer completamente absorto, una grieta recta a lo largo de la acera.
– ¿Qué decías de la discontinuidad? -le preguntó.
– Nada, da igual.
– Vamos, no te hagas de rogar.
Mattia miró a su colega; el ascua del cigarrillo que tenía en los labios era la única nota de color en aquel día gris, idéntico al anterior y seguramente al siguiente.
– No tiene remedio. A estas alturas debemos convencernos de que es así. Pero creo que he encontrado un modo de sacar algo interesante.
Alberto prestó atención y no lo interrumpió en toda la explicación, porque sabía que Mattia hablaba poco pero, cuando lo hacía, valía la pena callarse y escuchar.
32
El peso de las consecuencias había caído de pronto dos años atrás, cuando una noche Fabio, al penetrarla, le susurró que quería tener un hijo. Tenía la cara tan cerca de la suya que Alice notó cómo su aliento le acariciaba la mejilla y se perdía entre las sábanas.
Lo atrajo hacia sí y le puso la cabeza entre el cuello y el hombro. Un día, cuando aún no estaban casados, él le había dicho que aquel hueco era perfecto para su cabeza, que estaba hecha para descansar allí.
¿Tú qué dices?, le preguntó Fabio, con la voz ahogada en la almohada. Alice lo estrechó más fuerte, sin poder contestar: se había quedado sin habla.
Lo había oído cerrar el cajón donde tenían los preservativos y había doblado otro poco la rodilla derecha, para dejarle espacio. Se estuvo todo el rato con los ojos abiertos y acariciándole el pelo acompasadamente.
Guardaba aquel secreto desde que iba al instituto, aunque nunca le había ocupado el pensamiento más que un momento. Lo tenía apartado como algo en lo que ya pensaría algún día. Y esa noche se le presentó de pronto como un abismo abierto en el techo negro del cuarto, monstruoso e incontenible. Quiso decirle a Fabio que parase un momento, que tenía que decirle algo, pero él se movía tan lleno de confianza que no se atrevió, aparte de que tampoco lo habría entendido.
Fue la primera vez que eyaculaba dentro de ella, y al sentirlo pensó que aquel viscoso líquido cargado de promesas que se depositaba en su cuerpo seco se secaría también sin dar fruto.
No quería hijos, o quizá sí; nunca se lo había planteado, no pensaba en eso. No menstruaba más o menos desde la última vez que se había comido un pastel de chocolate entero. Pero ahora Fabio quería un hijo y ella debía dárselo; debía dárselo porque él consentía en hacer el amor con la luz apagada, desde la primera vez que lo hicieron en su casa; porque cuando acababa y descansaba, sin decir nada, sólo respirando, ella sentía que el peso de aquel cuerpo conjuraba todos sus miedos; porque, aunque no lo amaba, él amaba por los dos y eso los salvaba.
Desde aquella noche el sexo tuvo otro sentido, un fin concreto, que pronto los llevó a descartar cuanto no fuera estrictamente necesario.
Pero transcurrieron semanas, meses, y nada ocurría. Fabio acudió a un especialista y resultó que, hecho el cómputo de espermatozoides, era apto. Esa noche, abrazándola estrechamente, se lo dijo a Alice, y al punto añadió que no se preocupara, que tampoco era culpa suya. Ella se apartó y corrió a llorar al cuarto de al lado. Fabio se odió porque en realidad pensaba, o mejor, sabía que la culpa era de ella.
Alice empezó a sentirse espiada. Llevaba una cuenta falsa de los días, hacía marcas en la agenda del teléfono, compraba compresas y las tiraba sin usar, los días adecuados rechazaba a Fabio diciéndole que no se podía.
A escondidas, él llevaba la misma cuenta. El secreto de Alice se interponía entre ellos como un muro transparente que los alejaba cada vez más. Siempre que Fabio mentaba médicos, tratamientos o la causa del problema, el semblante de Alice se ensombrecía y ya podía él estar seguro de que a las pocas horas lo esperaba una riña por cualquier pretexto que ella inventara, tonterías siempre.
El cansancio acabó venciéndolos. Dejaron de hablar del tema y, junto con las palabras, también la práctica del sexo se espació, hasta quedar reducida a un cansino rito de viernes por la noche. Los dos se duchaban antes y después, por turno. Cuando Fabio volvía del baño, con la cara brillante aún de jabón y ropa interior limpia, Alice, que entretanto se había puesto la camiseta, le preguntaba si ya podía ducharse. Y cuando a su vez regresaba a la habitación, lo encontraba dormido, o al menos con los ojos cerrados, tendido de costado y ocupando estrictamente su lado de la cama.
Aquel viernes no fue distinto, por lo menos al principio. Alice se fue a la cama a la una pasada, después de estar toda la tarde en el cuarto oscuro que Fabio había habilitado en su despacho como regalo por el tercer aniversario de casados. Él bajó la revista que estaba leyendo y se quedó mirando los pies descalzos de ella, que se adherían al parquet.
Alice se deslizó entre las sábanas y lo abrazó. Fabio dejó la revista en el suelo y apagó la luz de la mesita. Procuraba que aquello no se convirtiera en una rutina, un sacrificio debido, aunque la verdad resultaba clara para ambos.
Ejecutaron una serie de actos que el tiempo había consolidado y lo simplificaban todo, hasta que Fabio, ayudándose de los dedos, la penetró.
A Alice le pareció que sollozaba, aunque no estaba segura porque, para evitar el contacto con su cara, tenía la cabeza ladeada; pero notó que se movía de otra manera, que embestía con más fuerza y frenesí del habitual; que de pronto paraba, respiraba fuerte, proseguía, como dividido entre el deseo de penetrar más hondo y el impulso de escapar, de ella y del cuarto; y en un momento dado lo oyó sorberse.
Cuando acabó, Fabio se retiró enseguida, bajó de la cama y, sin encender la luz siquiera, fue al baño.
Tardó más de lo habitual. Alice se desplazó al centro de la cama, donde las sábanas estaban aún frescas, se puso la mano en el vientre, en el que nada sucedía, y pensó que por primera vez no podía culpar a nadie, que todos aquellos fallos eran sólo suyos.
Fabio regresó a la habitación a oscuras y se tumbó dándole la espalda. Le tocaba ducharse a ella, pero no se movió. Sentía que iba a ocurrir algo, estaba en el aire.
Aún un minuto, quizá dos, tardó él en hablar.
– Ali.
– ¿Sí?
Él calló un momento antes de decir en voz baja:
– Yo así no puedo más.
Alice sintió que las palabras se le agarraban al vientre como plantas trepadoras brotadas repentinamente en la cama. No contestó. Dejó que él continuara.
– Sé lo que pasa. -Su voz era más clara, resonaba en el cuarto con un eco metálico-. Tú no quieres que me meta, ni siquiera que hable, pero… -Se interrumpió.
Alice, cuyos ojos se habían habituado a la oscuridad, podía distinguir la forma de los muebles -la butaca, el armario, la cómoda con espejo, en el cual nada se reflejaba- y los sentía como una presencia quieta y opresiva.
Recordó la habitación de sus padres y pensó que se parecía a la suya, que todos los dormitorios del mundo se parecían. Y se preguntó qué temía más, si perderlo a él o perder todas aquellas cosas: las cortinas, los cuadros, la alfombra, toda la seguridad bien doblada en los cajones.
– Esta noche apenas has comido un par de calabacines -prosiguió Fabio.
– No tenía hambre -replicó ella casi automáticamente. Y pensó: Era eso.
– Y ayer igual. La carne ni la probaste. La hiciste trocitos y la escondiste bajo el mantel. ¿O es que crees que soy idiota?
Alice se agarró a las sábanas. ¿Cómo había podido creer que él no se daría cuenta? Y pensó en los cientos, los miles de veces que había escondido comida delante de su marido, y se preguntó con rabia qué habría pensado él.