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Ya había anochecido y sólo había unos pocos coches en el aparcamiento donde hacía años había aparcado en mitad de la noche, en camisón. Abrazó con fuerza el suéter que su madre se había dejado.

Cruzó el aparcamiento, atisbando en el interior de los coches a oscuras en busca de pistas sobre quiénes eran las personas que había dentro del hospital. En el asiento del pasajero de un coche había casetes desperdigados, en otro la abultada forma de una silla de niño. Se convirtió en un juego para ella ver todo lo posible en cada coche. Una manera de no sentirse tan sola y extraña, como si fuera una niña jugando a espías en casa de unos amigos de sus padres. La agente Abigail en Misión de Control. ¡Veo un perro de peluche, veo un balón de fútbol, veo a una mujer! Allí estaba, una desconocida sentada detrás del volante. La mujer no se dio cuenta de que mi madre la veía, pero tan pronto como mi madre le vio la cara, desvió la mirada y se concentró en las brillantes luces del viejo restaurante al que se dirigía. No tuvo que mirar hacia atrás para saber qué hacía la mujer. Se arreglaba antes de entrar. Conocía esa cara. Era la cara de alguien que deseaba con toda su alma estar en cualquier parte menos donde estaba.

Permaneció en la franja ajardinada que había entre el hospital y la entrada de la sala de urgencias, y deseó tener un cigarrillo. No se había cuestionado nada esa mañana. Jack había tenido un infarto; ella iría a casa. Pero de pronto ya no sabía qué se suponía que tenía que hacer. ¿Cuánto tendría que esperar, qué tendría que ocurrir para que pudiera volver a marcharse? Detrás de ella, en el aparcamiento, oyó el ruido de la puerta de un coche al abrirse y cerrarse: la mujer que entraba.

El restaurante se había vuelto borroso. Se sentó sola en un reservado y pidió la clase de plato -milanesa de pollo- que no parecía existir en California.

Pensaba en eso cuando un hombre sentado justo delante de ella le hizo ojitos. Ella registró todos los detalles de su aspecto. Fue algo mecánico y que no hacía en el Oeste. Antes de marcharse de Pensilvania después de mi asesinato, cada vez que había visto a un hombre desconocido que le inspiraba desconfianza lo había analizado mentalmente. Era más rápido aceptar los aspectos prácticos del miedo que pretender prohibirse pensar de ese modo. Llegó su cena, la milanesa de pollo y un té, y se concentró en la comida, la arenosa capa de pan rallado que envolvía la carne correosa, el sabor metálico del té rancio. No era capaz de estar más de unos días en casa. Me veía dondequiera que mirase y en el reservado de enfrente veía al hombre que podría haberme asesinado.

Terminó de comer, pagó y salió del restaurante sin levantar la vista del suelo. Sonó una campana sobre la puerta y se sobresaltó, el corazón le dio un brinco en el pecho.

Logró cruzar ilesa la carretera, pero respiraba agitadamente al volver a atravesar el aparcamiento. El coche del inquietante comensal seguía allí.

En el vestíbulo del hospital, donde la gente casi nunca se detenía, decidió sentarse y esperar a respirar con normalidad.

Pasaría unas horas con él y, cuando se despertara, le diría adiós. Tan pronto como tomó esa decisión le recorrió un escalofrío agradable. La repentina liberación de la responsabilidad. Su pasaje a una tierra lejana.

Ya eran pasadas las diez de la noche cuando subió en un ascensor vacío a la quinta planta. Habían bajado las luces del pasillo. Pasó por delante del mostrador de las enfermeras, detrás del cual vio a dos de ellas cuchicheando. Alcanzó a oír la alegre cadencia de los rumores pormenorizados que se contaban, la intimidad fácil que flotaba en el aire. En el preciso momento en que una de las enfermeras no pudo reprimirse y soltó una carcajada aguda, mi madre abrió la puerta de la habitación de mi padre y dejó que volviera a cerrarse.

Estaba solo.

Cuando se cerró la puerta, fue como si se creara un vacío silencioso. Tuve la sensación de que no me correspondía estar allí, que debía irme. Pero estaba pegada con cola. Verlo dormido en la oscuridad, con sólo la luz fluorescente de pocos vatios encendida a la cabecera de la cama, le recordó la última vez que había estado en ese hospital y tomado medidas para distanciarse de él.

Al verla coger la mano de mi padre, pensé en mi hermana y en mí sentadas debajo del calco de una lápida del pasillo del piso de arriba. Yo era el caballero muerto que había subido al cielo con mi perro fiel, y ella, la esposa llena de vida. La frase favorita de Lindsey era: «¿Cómo pueden esperar de mí que permanezca el resto de mis días aprisionada por un hombre paralizado en el tiempo?».

Mi madre se quedó mucho rato sentada con la mano de mi padre entre las suyas. Pensó en lo maravilloso que sería levantar las frescas sábanas de hospital y tumbarse a su lado. Y también imposible.

Se inclinó hacia él. Pese a los olores de los antisépticos y el alcohol, notó el olor a hierba que desprendía su piel. Antes de marcharse había metido en su maleta la camisa de mi padre que más le gustaba, y a veces se envolvía con ella para llevar algo suyo. Nunca salía a la calle con ella para que conservara su olor el máximo tiempo posible. Recordaba la noche que más lo había echado de menos: la había abrochado alrededor de una almohada y se había abrazado a ella como si todavía fuera una colegiala.

A lo lejos, más allá de la ventana cerrada, se oía el murmullo del lejano tráfico en la carretera. Pero el hospital estaba cerrando las puertas para la noche, y el único ruido era el de las suelas de goma del calzado de las enfermeras del turno de noche al recorrer el pasillo.

Ese mismo invierno se había sorprendido diciéndole a una mujer que trabajaba con ella los sábados en el bar de degustación que en todas las parejas siempre había uno más fuerte que el otro. «Eso no significa que el más débil no quiera al más fuerte», había añadido. La joven la había mirado sin comprender. Pero lo importante para mi madre fue que, mientras hablaba, se había identificado de pronto con el más débil. Esa revelación la había dejado tambaleándose. ¿Acaso no había creído lo contrario durante todos esos años?

Acercó la silla todo lo posible a la cabecera y apoyó la cara en el borde de la almohada para verlo respirar, para observar el movimiento de sus ojos bajo los párpados mientras dormía. ¿Cómo era posible querer tanto a alguien y guardártelo para ti todos los días, al despertarte tan lejos de casa? Había puesto entre ellos vallas publicitarias y carreteras, saltándose controles de carretera a su paso y arrancando el espejo retrovisor… pero ¿se creía que eso iba a hacerlo desaparecer?, ¿iba a borrar su vida juntos y a sus hijos?

Fue tan fácil, mientras contemplaba a mi padre y la respiración acompasada de éste la tranquilizaba, que al principio no se dio cuenta. Empezó a pensar en las habitaciones de nuestra casa y en el gran esfuerzo que había hecho para olvidar lo ocurrido dentro de ellas. Como la fruta que se coloca en fuentes y nadie se acuerda más de ella, la dulzura parecía aún más destilada a su vuelta. En aquel estante estaban todas las citas y tonterías del comienzo de su relación, la trenza que se empezó a formar a partir de sus sueños, la sólida raíz de una familia fuerte. Y la primera prueba fundada de todo ello: yo.

Recorrió una arruga nueva en la cara de mi padre. Le gustaban sus sienes plateadas.

Poco más tarde de medianoche, se quedó dormida después de haber hecho todo lo posible por mantener los ojos abiertos. Por retenerlo todo de golpe mientras contemplaba esa cara, de tal modo que cuando él se despertara pudiera decirle adiós.

Cuando ella cerró los ojos y los dos durmieron juntos silenciosamente, yo les susurré:

Piedras y huesos;

nieve y escarcha;

semillas, judías y renacuajos.

Senderos y ramas, y una colección de besos.

¡Todos sabemos a quién añora Susie…!