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Esa noche tenía la cabeza apoyada en la almohada y el cuerpo acurrucado en posición fetal. No se le había ocurrido cerrar las persianas y veía las luces de las casas vecinas desperdigadas por la colina. Miró al otro lado de la habitación, las puertas de listones de su armario; de pequeño había imaginado que de allí salían brujas malas para reunirse con los dragones que había debajo de su cama. Ya no le asustaban esas cosas.

– Por favor, Susie, no dejes que papá se muera -susurró-. Le necesito.

Cuando dejé a mi hermano, pasé junto al cenador y bajo las farolas que colgaban como bayas, y vi que los caminos de ladrillo se bifurcaban a mi paso.

Caminé hasta que los ladrillos se convirtieron en losas, luego en piedrecitas afiladas y finalmente en tierra que había sido removida durante kilómetros y kilómetros. Me detuve. Llevaba en el cielo el tiempo suficiente para saber que iba a tener una revelación. Y mientras la luz disminuía gradualmente y el cielo se volvía de un agradable azul oscuro, como había sucedido la noche de mi muerte, vi aparecer a alguien, tan lejos que al principio no supe si era hombre o mujer, niño o adulto. Pero cuando la luz de la luna iluminó la figura vi que era un hombre y, asustada de pronto, con la respiración entrecortada, corrí lo justo para ver. ¿Era mi padre? ¿Era lo que había deseado tan desesperadamente todo ese tiempo?

– Susie -dijo el hombre mientras yo me acercaba y me detenía a unos pasos de él. Levantó los brazos hacia mí-. ¿Te acuerdas de mí?

Volví a verme de pequeña, a los seis años, en el salón de la casa de Illinois. Y, como había hecho entonces, me subí a sus pies.

– Abuelo -dije.

Y porque todos estábamos solos y los dos estábamos en el cielo, yo era lo bastante ligera para moverme como me había movido cuando tenía seis años y él cincuenta y seis, y mi padre nos había llevado de visita a su casa. Bailamos despacito al compás de una canción que siempre había hecho llorar al abuelo en la Tierra.

– ¿Te acuerdas? -preguntó.

– ¡Barber!

– Adagio para cuerda -dijo él.

Pero mientras bailábamos y dábamos vueltas, sin la temblorosa torpeza de la Tierra, recordé el día que le había sorprendido llorando escuchando esta música y le había preguntado por qué lloraba.

– A veces lloras, Susie, incluso cuando hace mucho que ha muerto una persona a la que quieres.

Me había abrazado un momento y luego yo había salido corriendo a jugar otra vez con Lindsey en lo que nos parecía el enorme patio trasero de mi abuelo.

No hablamos más esa noche, nos limitamos a bailar durante horas bajo esa luz azul atemporal. Mientras bailábamos, yo sabía que estaba ocurriendo algo en la Tierra y en el cielo. Un cambio. La clase de movimiento de aceleración que habíamos estudiado en la clase de ciencias. Sísmico, imposible, una escisión y una fractura del tiempo y el espacio. Me apreté contra el pecho de mi abuelo y noté el olor a anciano que desprendía, la versión en naftalina de mi padre, la sangre en la Tierra, el firmamento en el cielo. A tabaco de primera calidad, a mofeta, a naranjita china.

Cuando dejó de oírse la música, podría haber transcurrido una eternidad. Mi abuelo retrocedió un paso y la luz se volvió amarillenta detrás de él.

– Me voy -dijo.

– ¿Adonde? -pregunté yo.

– No te preocupes, cariño. Estamos muy cerca.

Dio media vuelta y se alejó, y desapareció rápidamente entre motas de polvo. El infinito.

19

Cuando mi madre llegó aquella mañana a la bodega Krusoe, encontró un mensaje esperándola, garabateado en el inglés imperfecto del vigilante. La palabra «urgencia» era lo suficientemente clara, y mi madre se saltó su ritual matinal de tomarse un primer café contemplando las vides injertadas en una hilera tras otra de robustas cruces blancas. Abrió la sección de la bodega reservada para degustaciones públicas y, sin encender la luz del techo, localizó el teléfono detrás del mostrador de madera y marcó el número de Pensilvania. No hubo respuesta.

Luego llamó al operador de Pensilvania y pidió el número del doctor Akhil Singh.

– Sí -respondió Ruana-. Ray y yo hemos visto una ambulancia hace unas horas delante de su casa. Imagino que están todos en el hospital.

– ¿Quién es el enfermo?

– ¿Su madre, tal vez?

Pero ella sabía por la nota que había sido su madre la que había telefoneado. Era uno de los niños o Jack. Le dio las gracias a Ruana y colgó. Cogió el pesado teléfono rojo y lo sacó de debajo del mostrador, llevándose con él un montón de hojas de colores que repartían a los clientes -«Amarillo limón = Chardonnay joven; Pajizo = Sauvignon Blanco…»-, y que cayeron y se desparramaron a sus pies. Por lo general, había llegado temprano desde que había cogido el empleo, y ahora dio las gracias por ello. Después de esa llamada, en lo único que podía pensar era en los nombres de los hospitales locales, de modo que llamó a aquellos a los que había llevado precipitadamente a sus hijos pequeños con accesos inexplicables de fiebre o posibles huesos rotos a causa de caídas. En el mismo hospital donde yo una vez había llevado a Buckley a todo correr, le dijeron:

– Ingresaron a un tal Jack Salmón en urgencias y aún sigue aquí.

– ¿Puede decirme qué ha pasado?

– ¿Qué relación tiene con el señor Salmón?

Ella dijo las palabras que llevaba años sin pronunciar:

– Soy su mujer.

– Ha tenido un infarto.

Ella colgó y se sentó en las alfombrillas de caucho y corcho que cubrían el suelo por el lado de los empleados. Se quedó allí sentada hasta que llegó el gerente y ella le repitió las extrañas palabras: «Marido, infarto».

Cuando, más tarde, abrió los ojos se encontraba en la furgoneta del vigilante, y éste, un hombre callado que casi nunca abandonaba el establecimiento, la llevaba a toda velocidad al aeropuerto internacional de San Francisco.

Ella compró un billete y subió a un avión que enlazaría con otro vuelo en Chicago y la dejaría por fin en Filadelfia. Mientras el avión ganaba altura y eran rodeados por las nubes, mi madre oyó vagamente los melodiosos timbres que indicaban a la tripulación qué hacer o para qué prepararse, y el tintineo del carrito-bar al pasar, pero en lugar de a los demás viajeros, vio la arcada de piedra fría de la bodega detrás de la cual guardaban los barriles de roble vacíos, y en lugar de a los hombres que a menudo se sentaban allí dentro para refugiarse del sol, visualizó a mi padre allí sentado, tendiéndole la taza Wedgwood rota.

Cuando aterrizó en Chicago con una espera de dos horas por delante, se serenó lo suficiente para comprarse un cepillo de dientes y un paquete de cigarrillos, y para llamar al hospital, esta vez para preguntar por la abuela Lynn.

– Madre -dijo mi madre-, estoy en Chicago y voy para allá.

– Abigail, gracias a Dios -dijo mi abuela-. Volví a llamar a Krusoe y me dijeron que habías salido hacia el aeropuerto.

– ¿Cómo está?

– Pregunta por ti.

– ¿Están ahí los niños?

– Sí, y también Samuel. Iba a llamarte hoy para decírtelo. Samuel ha pedido a Lindsey que se case con él.

– Eso es estupendo -dijo mi madre.

– ¿Abigail?

– Sí. -Notó la vacilación de su madre, que era poco habitual.

– Jack también pregunta por Susie.

Encendió un cigarrillo tan pronto como salió de la terminal de O'Hare, y un grupo de estudiantes pasó en tropel por su lado con pequeñas bolsas de viaje e instrumentos musicales, cada uno con una brillante etiqueta amarilla en el lateral del estuche. En ella se leía: HOME OF THE PATRIOTS.

En Chicago hacía un día bochornoso y húmedo, y el humo de los coches aparcados en doble fila intoxicaba el aire cargado.

Se fumó el cigarrillo en un tiempo récord y encendió otro, con un brazo doblado sobre el pecho y extendiendo el otro con cada exhalación. Iba con su uniforme de trabajo: unos vaqueros gastados pero limpios y una camiseta de color anaranjado pálido con «Bodega Krusoe» bordado encima en el bolsillo. Estaba más morena, lo que hacía que sus ojos de color azul pálido pareciesen aún más azules en contraste, y había empezado a llevar el pelo recogido en una coleta. Yo veía canas sueltas cerca de las orejas y en las sienes.