Las paredes estaban cubiertas de papel blanco con rosas azulencas. A veces, en estado de semidelirio, uno componía perfiles humanos con las imágenes de estas rosas, o paseaba la vista por el papel procurando que no tropezara con una sola flor, con una sola hoja, buscando caminos en el dibujo, retorciendo el itinerario, deshaciendo camino, yendo a parar a un callejón sin salida, y volviendo a empezar el recorrido sobre el luminoso laberinto. A la derecha de la cama, entre la caja de los iconos y la ventana lateral, colgaban dos cuadros, uno de ellos representando a un gato que tomaba leche de un platillo, y el otro representando un estornino, con auténticas plumas de estornino pegadas al cuerpo, sobre un nido. Junto a la ventana había un mapa de hule que tenía la virtud de soltar, de vez en cuando, un alud de polvillo negruzco. Había más cuadros, desde luego. Sobre la cómoda colgaba una litografía en la que se representaba a un muchacho napolitano con el pecho desnudo. Y sobre el palanganero, un dibujo al lápiz de una cabeza de caballo, con dilatados ollares, sobresaliendo del agua en que el animal nadaba.
Durante todo el día la cama no dejaba de resbalar hacia el ventoso y cálido cielo, y cuando uno se sentaba en ella veía la parte alta de las copas de los tilos dorada por el sol, hilos de teléfono en los que se posaban las golondrinas y parte de la techumbre de madera que cubría el sendero de arena rojiza que llevaba hasta el porche. Del exterior llegaban sonidos maravillosos: cantos de pájaros, distantes ladridos de perros, el gemido de una bomba manual de agua…
Uno permanecía tumbado, flotando, y pensaba en que pronto llegaría el momento de abandonar la cama. Las moscas jugueteaban en un charco de sol. Y del regazo de mi madre saltó una pelota de seda coloreada, como si estuviera viva, y rodó suavemente sobre el suelo de madera de color de ámbar.
En esta habitación, en la que Ganin convalecía a los dieciséis años, concibió aquella felicidad, la imagen de la muchacha a la que realmente conocería un mes después. Todo contribuyó a la creación de esta imagen, los suaves tonos del papel de las paredes, los cantos de los pájaros fuera, el moreno rostro de Cristo en la caja de los iconos, e incluso el chorrito de agua en el palanganero. La imagen esbozada recogía y absorbía todo el soleado encanto del dormitorio, y sin este encanto la imagen jamás se hubiera desarrollado. A fin de cuentas no era más que una simple intuición de muchacho, pero ahora Ganin pensaba que jamás una intuición había sido tan perfectamente convertida en realidad. Durante todo el martes anduvo Ganin vagando de una plaza a otra, de uno a otro café, y sus recuerdos no dejaban de deslizarse hacia delante como se deslizaban las nubes de abril sobre el tierno cielo de Berlín. La gente sentada en los cafés imaginaba que aquel hombre que tan fija mantenía la mirada al frente, seguramente padecía un grave dolor. En la calle tropezaba con los viandantes, y en una ocasión un automóvil que avanzaba veloz tuvo que frenar bruscamente, y el conductor le maldijo, ya que poco le faltó para atropellarlo.
Era un dios en el acto de recrear un mundo muerto. Poco a poco Ganin resucitó aquel mundo, para complacer a la muchacha a la que no se atrevía a evocar hasta el instante en que dicho mundo estuviera completamente formado. La imagen de la muchacha, su presencia, la sombra de su recuerdo exigía que, por fin, él la resucitara también. Pero Ganin alejaba voluntariamente de su mente esta imagen porque quería acercarse gradualmente a ella, paso a paso, tal como había hecho nueve años atrás. Temeroso de cometer un error, de perderse en el deslumbrante laberinto de los recuerdos, recreaba muy cuidadosamente su anterior vida, la recreaba con amor y, de vez en cuando, desandaba camino para recoger algo aparentemente trivial, y nunca corría con demasiada prisa hacia delante. Vagando por Berlín, aquel martes de primavera, convaleció totalmente, supo que iba a abandonar la cama y sintió las piernas débiles. Se miró en todos los espejos. Sus ropas le parecieron insólitamente limpias, singularmente anchas y levemente familiares. Anduvo despacio por la ancha senda que conducía desde el jardín delantero a las profundidades del parque. Aquí y allá, la tierra, a la que las sombras de las hojas daban tono purpúreo, quebraba su lisura con pequeños montículos que parecían montones de negros gusanos. Se había puesto pantalones blancos y calcetines de color lila, con la esperanza ensoñada de encontrar a alguien, aun cuando no sabía exactamente a quien.
Al llegar al término de la senda, allí donde el banco blanco resplandecía entre la verde oscuridad de las agujas de pino, inició el regreso, y, a lo lejos, en un claro entre los tilos, vio la arena rojiza, anaranjada, del jardín delantero y el destello de los cristales de la galería.
La enfermera regresó a Petersburgo. Con el busto asomado a la ventanilla del coche, agitó largo rato el bracito, mientras el viento agitaba su velo. En el interior de la casa se estaba fresco, con manchas de luz solar en el suelo, aquí y allá. Dos semanas después ya se quedaba sin resuello montando en bicicleta, y, a última hora de la tarde, jugaba a los bolos con el hijo del vaquero. Pasó otra semana, y entonces ocurrió el hecho que había estado esperando.
– ¿Y qué queda de todo ello? -musitó Ganin-. ¿Dónde está la felicidad, la luz del sol, dónde están aquellas pesadas bolas de madera que con tanta gracia rodaban y rebotaban, dónde está mi bicicleta de bajo manillar y gran rueda dentada? Parece que hay un principio según el cual nada hay que se desvanezca, que quede aniquilado, ya que la materia es indestructible, en consecuencia, la madera de mis bolas y los radios de mi bicicleta todavía existen, ahora. La lástima es que nunca los encontraré, nunca, nunca. En cierta ocasión, leí algo acerca del "eterno retorno". Pero, ¿qué pasará si este complicado juego no se produce más que una vez? Veamos, aquí hay algo que no comprendo. Sí, es esto: ¿Morirá todo, cuando yo muera? Ahora, estoy solo en una ciudad extranjera. Solo y embriagado. La cerveza y el coñac hacen zumbar mi cabeza. He bebido más de la cuenta. Pero, si ahora mi corazón estalla, ¿estallará con él todo el mundo? No alcanzo a comprenderlo.
"Volvió a encontrarse en el minúsculo jardín público de la misma plaza, pero ahora el aire era fresco, el pálido cielo se había oscurecido en un vespertino desmayo.
– Faltan cuatro días: miércoles, jueves, viernes y sábado. Y puedo morir en cualquier instante.
Juntó las negras cejas y murmuró bruscamente:
– ¡Serénate! ¡Basta ya! Ha llegado el momento de volver a casa.
Mientras subía las escaleras camino de la pensión, vio a Alfyorov que, encorvado, envuelto en su voluminoso abrigo, prietos los labios, muy atento, metía la llave en la cerradura del ascensor. Alfyorov le dijo:
– Voy a comprar el periódico, Lev Glebovich. ¿Viene conmigo?
– No, gracias -repuso Ganin, y se dirigió a su dormitorio.
Pero cuando cogió la manecilla de la puerta, se quedó inmóvil. Sintió una repentina tentación. Había oído que Alfyorov entraba en el ascensor, el sonido del ingenio descendiendo laboriosamente, lento y ruidoso, y el metálico choque de la parada, al llegar abajo.
Mordiéndose los labios, pensó: "Se ha ido, ¡qué diablos, me arriesgaré!"
El destino quiso que cinco minutos después, Klara llamara a la puerta de Alfyorov para pedirle un sello de correos. La amarillenta luz que se veía a través de los vidrios opacos encima de la puerta parecía indicar que Alfyorov se hallaba en su cuarto. Mientras golpeaba la puerta con los nudillos y la abría un poco, Klara comenzó a decir:
– Aleksey Ivanovich, tiene usted…
Pero detuvo pasmada sus acciones. Ganin se encontraba en pie ante la mesa escritorio, cerrando apresuradamente el cajón. Miró alrededor, mostrando los dientes, empujó con la cadera el cajón, y se irguió.