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– Por favor, entre, Lev Glebovich.

Iba en camisa y calzoncillos, con la rubia barba un tanto alborotada -seguramente agitada por las canciones-, y en sus pálidos ojos azules había un brillo de felicidad.

Con ceño, Ganin dijo:

– Sus canciones no me dejan dormir.

– Por el amor de Dios, hombre, entre, no se quede ahí en el pasillo -suplicó Aleksey Ivanovich, pasando el brazo alrededor de la cintura de Ganin, en gesto bien intencionado aunque torpe-. Lamento infinito haberle molestado.

Con desgana, Ganin entró. Pese a que la estancia contenía muy pocas cosas, se hallaba en gran desorden. En vez de estar junto a la mesa escritorio (el monstruo de roble con la escribanía en forma de sapo), una de las dos sillas de cocina había emprendido el camino del palanganero, aunque había quedado detenida a mitad de trayecto, debido sin duda a haber tropezado con la punta levantada de la alfombra. La otra silla se encontraba junto a la cama, cumpliendo las funciones de mesilla de noche, aunque oculta bajo una negra chaqueta que parecía haber caído allí con tanta pesadez y desmadejamiento como si se hubiera precipitado desde la cumbre del Monte Ararat. Sobre la mesa y sobre la cama había gran número de delgadas hojas de papel esparcidas de cualquier modo. Una casual mirada bastó para que Ganin viera que en estas hojas había dibujos de ruedas y cubos, trazados sin la más leve exactitud técnica, como simples garabatos hechos para pasar el tiempo. El propio Alfyorov, con sus calzoncillos de lana -capaces de dar a cualquier hombre, ya sea tan bien formado como Adonis, o tan elegante como Brummel, un aspecto extremadamente poco atractivo-, había comenzado de nuevo a pasear por entre aquellas ruinas, propinando de vez en cuando un golpe con la uña a la verde pantalla de la lámpara de sobremesa o al respaldo de una silla.

– No sabe usted cuánto me alegra que al fin haya decidido visitarme. Tampoco yo podía dormir. Imagínese… Mi mujer llega el sábado. Y mañana ya es martes. ¡Pobre chica! ¡Ni siquiera puedo imaginar los sufrimientos que habrá padecido en nuestra maldita Rusia!

Ganin, que había quedado absorto en intentar solucionar un problema de ajedrez planteado en una de las hojas de papel que yacían en la cama, levantó bruscamente la vista:

– ¿Qué decía?

Propinando un audaz golpe con la uña, Alfyorov repuso:

– Que mi mujer llega.

– No, no me refería a eso. ¿Qué ha llamado a Rusia?

– Maldita. Y es verdad, ¿no cree?

– No sé… La calificación me ha parecido curiosa.

De repente, Alfyorov se detuvo en el centro del dormitorio:

– Vamos, vamos, Lev Glebovich, ya es hora de que deje usted de jugar al bolchevique. Quizás a usted le parezca muy divertido, pero le advierto que está en un grave error. Ha llegado el momento de que todos reconozcamos francamente que Rusia se ha acabado, que nuestros "santos" campesinos rusos no han resultado ser más que broza despreciable, tal como cabía esperar, dicho sea de paso, y que nuestra patria ha muerto de una vez para siempre.

Ganin se echó a reír:

– Me parece muy bien todo lo que usted dice, Aleksey Ivanovich.

Alfyorov se pasó la palma de la mano por el rostro, como secándolo, desde la frente a la barbilla, y, de un modo súbito, esbozó una ancha y ensoñada sonrisa:

– ¿Por qué no se ha casado, amigo mío?

– Porque no he tenido ocasión. ¿Es divertido estar casado?

– Delicioso. Mi esposa es adorable. Castaña, y con unos ojillos tan vivos… Y muy joven todavía. Nos casamos en Poltava el año 1919, y en 1920 tuve que emigrar. Aquí, en el cajón del escritorio, tengo unas fotografías que voy a enseñarle.

Doblando los dedos por debajo del cajón, tiró de él. Sin curiosidad, Ganin le preguntó:

– ¿Y qué era usted en aquellos tiempos?

Alfyorov sacudió negativamente la cabeza:

– No me acuerdo. ¿Cómo cabe recordar lo que uno ha sido en el pasado? Quizá fuera una ostra, o un pájaro, o quizá profesor de matemáticas… De todos modos nuestra anterior vida en Rusia parece algo que hubiera ocurrido antes del principio de los tiempos, algo metafísico, o como quiera usted llamarlo. No, metafísico no es la palabra adecuada… Sí, ahora sé de qué se trata. Es como una metempsicosis.

Ganin miró sin gran interés la fotografía en el interior del cajón. Vio el rostro de una muchacha con el cabello alborotado, y una boca alegre, de grandes dientes. Alfyorov se acercó y miró por encima del hombro de Ganin:

– No, ésta no es mi esposa, es mi hermana. Murió del tifus, en Kiev. Era una muchacha muy agradable y alegre, que jugaba muy bien a la petanca.

Sacó otra foto:

– Esta es Mashenka, mi esposa. La instantánea es bastante mala, pero el parecido no está nada mal. Y aquí tiene usted otra foto, tomada en nuestro jardín. Mashenka es la que está sentada, con el vestido blanco. Hace cuatro años que no la he visto, pero no creo que haya cambiado mucho. Realmente, no sé cómo me las arreglaré para vivir hasta el sábado. ¡Espere! ¿A dónde va, Lev Glebovich? ¡Quédese, por favor!

Con las manos en los bolsillos del pantalón, Ganin se dirigía a la puerta.

– ¿Qué le ocurre, Lev Glebovich? ¿He dicho algo que le haya ofendido?

Se oyó un portazo. Alfyorov se quedó solo, en pie, en el centro de su dormitorio.

– ¡Qué grosería! ¿Qué bicho le habrá picado? -musitó.

3

Aquella noche, como todas las noches, un viejecito envuelto en una capa negra avanzaba lentamente por la acera de la larga y desierta avenida, golpeando el asfalto con el pincho en que terminaba su bastón, mientras buscaba colillas de cigarrillo -de papel o con boquilla dorada o de corcho- y medio deshechas colillas de cigarro. De vez en cuando, bramando como un ciervo, pasaba veloz un automóvil, o bien ocurría algo en que las gentes que caminan por la ciudad nunca se fijan: una estrella, más rápida que el pensamiento, y más silenciosa que una lágrima, cruzaba el firmamento. Más espIendentes y más alegres que las estreIIas, eran las letras de fuego que surgían una tras otra sobre un negro tejado, desfilando en fila india, y se desvanecían de repente en las tinieblas.

"Puede -ser -posible", decían las letras en un discreto susurro de neón, y entonces la noche las borraba de un solo golpe aterciopelado. Y otra vez volvía a aparecer en el cielo: "Puede -ser -".

Y volvían a descender las tinieblas. Pero las palabras, insistentes, se encendían una vez más, y, por fin, en vez de desaparecer inmediatamente, quedaban encendidas durante cinco minutos completos, tal como habían concertado la agencia publicitaria y el fabricante.

Pero, ¿quién puede decir qué es, realmente, lo que destella ahí, en lo oscuro, sobre las casas? ¿El luminoso nombre de un producto o el destello del pensamiento humano? ¿Un signo, una llamada? ¿Un interrogante lanzado al cielo que repentinamente obtiene una respuesta apasionada, deslumbrante como una joya?

Y en esas calles, ahora tan anchas como brillantes mares negros, a última hora de la noche, cuando la última cervecería ha cerrado sus puertas, un ruso abandona el sueño y, sin sombrero ni chaqueta, cubierto con un viejo impermeable, pasea como en trance de vidente. Y a esta hora tardía, por esas anchas calles pasaban mundos absolutamente ajenos entre sí: un juerguista sin juerga, una mujer, o simplemente un caminante, cada cual un mundo aislado, y cada cual un todo de maravillas y desdichas. Cinco viejos carruajes de caballos aguardaban en la avenida junto a la voluminosa forma, con estructura de tambor, de un pissoir: cinco adormilados, cálidos y grises mundos con uniforme de cochero, y cinco otros mundos sobre doloridos cascos, dormidos y sin soñar en otra cosa que en avena escapando por el roto de un saco, con suave sonido de caída.

En momentos como éste todo adquiere naturaleza fabulosa, todo se convierte en insondablemente problema y la vida parece terrorífica, en tanto que la muerte es todavía peor. Y entonces, mientras uno camina deprisa por la ciudad nocturna, mirando las luces a través de las lágrimas y buscando en ellas gloriosos y deslumbrantes recuerdos de pasada felicidad -un rostro de mujer, que surge del fondo de muchos años de olvido-, de repente, en nuestro loco avance, nos detiene cortésmente un peatón y nos pregunta el camino para llegar a tal o cual calle, nos lo pregunta en voz normal, pero en una voz que nunca más volveremos a oír.