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– Era mentira -le gritó Monk-. Usted ni siquiera conocía a George Latterly. Dijo lo que dijo sólo por dinero.

Grey había sonreído con ironía.

– Sí, ¿y bien? Lo hice y, además, volvería a hacerlo y lo haría cuantas veces me pareciera. Tengo una colección interminable de relojes de oro… o de lo que sea, y usted no puede hacer nada contra mí, polizonte. Seguiré haciendo lo mismo mientras quede alguien que se acuerde de Crimea, lo que quiere decir que tengo cuerda para rato… y los condenados muertos no se levantarán para desmentirlo.

Monk lo miró fijamente, indefenso, mientras sentía que la rabia le subía por dentro; habría podido ponerse a llorar de rabia como un niño indefenso.

– No conocí a Latterly -continuó Grey-, saqué su nombre de la lista de bajas. Son listas interminables, no se lo puede llegar a imaginar. Pero los mejores nombres me los dieron los propios desgraciados en persona… los vi agonizar en Shkodér, acosados por la enfermedad, desangrándose, vomitando por la sala. Escribí la última carta que enviaron a sus familiares. Por lo que yo sé de él, ese pobre George podía no haber sido más que un cobarde. ¿De qué habría servido decírselo a sus familiares? ¡Yo qué sé si fue cobarde o valiente! Cuesta muy poco creer lo que uno quiere oír. La pobrecita Imogen lo adoraba. ¡No me extraña porque el bendito de Charles es un pelmazo! Me recuerda a mi hermano mayor, otro idiota vanidoso. -De pronto su bello rostro se afeó por la malicia y la satisfacción al mismo tiempo. Echó una mirada de arriba abajo a Monk con aire de sabérselas todas-. ¿Y quién no le hubiera dicho a la encantadora Imogen todo lo que quería escuchar? Le hablé de aquel ser extraordinario que es Florence Nightingale. Cargué un poco las tintas de su heroísmo, hablé de ella como de los «ángeles de la misericordia» que sostienen la lamparilla toda la noche junto a los moribundos. ¡Tendría que haber visto su cara! -Se había echado a reír pero de pronto, advirtiendo quizás en Monk una vulnerabilidad, tal vez un recuerdo o un sueño, y captando su profundidad en un momento, añadió con un suspiro-: ¡Ah, sí, Imogen! La conozco muy bien. -Su sonrisa se volvió lasciva-. Me gusta cómo camina, está llena de ansias y también de promesas y esperanzas. -Había mirado a Monk y su lenta sonrisa se había extendido entre sus ojos, que le brillaron con la luz del apetito y la experiencia; se rió entre dientes-. Me parece que a usted Imogen tampoco le cae mal. – ¿Qué dice, imbécil? Para ella usted es menos que basura.

– Ella está enamorada de Florence Nightingale y de la gloria de Crimea. -Sus ojos se clavaron en los de Monk, que centelleaban de rabia-. La hubiera tenido en el momento que hubiera querido, ella se moría de ganas, era toda temblores. -Torció los labios y casi se echó a reír al mirar a Monk-. Yo soy un soldado, he visto la realidad, la sangre y la pasión, he luchado por la reina y por la patria. He presenciado la Carga de la Brigada Ligera, he estado internado en el hospital de Shkodér en medio de moribundos. ¿Qué se figura que opina Imogen de los sucios policías que se pasan la vida olisqueando en la mierda humana, persiguiendo a mendigos y degenerados? Usted sólo busca carroña, recoge la porquería de los demás, usted es como las cloacas, un aliviadero necesario y nada más. -Tomó un largo sorbo de brandy y observó a Monk por encima del vaso-. A lo mejor, cuando se cansen de llorar a aquel viejo idiota que se puso histérico y se pegó un tiro, vuelvo a su casa y me la meriendo. Hace mucho tiempo que no me gustaba tanto una mujer como me gusta ésta.

Fue entonces, al ver aquella sonrisa lasciva en sus labios, cuando Monk cogió el vaso y le arrojó el brandy a la cara. Se acordó de pronto de la furia ciega que lo había invadido. Fue como un sueño del que acabase de despertar. Todavía notaba en la lengua el calor y la irritación del momento.

El licor cogió a Grey con los ojos abiertos y los quemó, abrasando su orgullo hasta lo insoportable. Que un caballero como él, al que ya habían privado de fortuna desde su nacimiento, tuviera que soportar además que aquel imbécil de policía lo atacase y lo insultase en su propia casa… Con una mueca de rabia pintada en el rostro, Grey empuñó su grueso bastón y lo descargó sobre la espalda de Monk. El golpe iba dirigido a su cabeza, pero Monk, gracias a un rápido movimiento, se había zafado por centímetros.

Se enzarzaron en una pelea. Podía ser una lucha en defensa propia, pero en realidad era bastante más. Monk tenía ganas de pelea, quería romperle aquella cara asquerosa, golpeársela, borrar todo lo que había dicho su boca, arrancar de sus pensamientos lo que pensaba de Imogen, vengar todo el mal que había hecho a la familia de ésta. Pero por encima de todo, lo que flotaba en sus pensamientos y le quemaba el alma era el deseo de golpearlo con tal fuerza que ya nunca más pudiera volver a engañar a los demasiado crédulos o a los demasiado acongojados, ni contarles mentiras sobre deudas inventadas ni robar a los muertos el único patrimonio que les quedaba: el lugar que ocupaban en el recuerdo de los seres que los habían amado.

Pero Grey había devuelto golpe por golpe. Para ser un hombre al que el ejército había rebajado del servicio activo por invalidez era sorprendentemente fuerte. Los dos lucharon cuerpo a cuerpo para hacerse con el bastón, chocaron con los muebles y volcaron sillas. La violencia de la lucha era como una catarsis, todo el miedo reprimido, aquella pesadilla hecha de rabia y de angustiosa piedad asomó al exterior y apenas notó el dolor de los golpes, ni siquiera el de las costillas, que Grey le rompió de un formidable golpe en el pecho asestado con el bastón.

Pero el peso y la fuerza de Monk se impusieron, tal vez su rabia era todavía más intensa que el miedo de Grey y todo el rencor que éste había acumulado en largos años de preterición y menosprecio.

Monk recordaba ahora con toda claridad el momento en que había arrebatado el pesado bastón de manos de Grey y lo había descargado sobre éste en un intento de acabar con aquel ser odioso, aquel hombre detestable y obsceno al que la ley era incapaz de poner coto.

Pero de pronto se había quedado en suspenso, sin aliento y aterrado ante su propia violencia y el loco desenfreno del odio que sentía. Grey estaba tendido en el suelo y soltaba tacos como un arriero.

Monk dio media vuelta y salió dejando la puerta abierta a sus espaldas, precipitándose escaleras abajo, con el cuello del abrigo levantado y la cara envuelta con la bufanda para ocultar las señales de los golpes de Grey en su rostro. En el zaguán había pasado por delante de Grimwade. Recordó que en aquel momento había sonado un timbre y que Grimwade había abandonado su sitio y había corrido escaleras arriba.

Hacía un tiempo espantoso. Apenas hubo abierto la puerta, el viento lo azotó con fuerza y lo empujó para atrás. Avanzó con la cabeza baja pero el viento lo zarandeó mientras la lluvia, fría y dura, lo envolvía y le golpeaba la cara. Al desplazarse de un farol a otro, la luz quedaba a su espalda mientras penetraba en la oscuridad.

Vio a un hombre caminar en dirección contraría, en dirección a la luz y el portal que el viento mantenía abierto. Por espacio de un breve instante vio su rostro antes de que entrase en la casa. Era Menard Grey.

De pronto todo se aclaraba y cobraba trágico sentido: no era la muerte de George Latterly ni la explotación de la misma lo que había precipitado el asesinato de Joscelin Grey, sino la de Edward Dawlish… y la traición por parte de Joscelin de todos los ideales en que creía su hermano.

Pero justo entonces la alegría se desvaneció con la misma rapidez con que había surgido y se desvaneció también aquel alivio que sentía, dejándolo temblando de frío. ¿Cómo conseguiría demostrarlo? Era su palabra contra la de Menard. Grimwade había subido a atender la llamada y no se había enterado de nada. Menard había entrado por la puerta a través de la cual Monk había salido y que el vendaval mantenía abierta. No había quedado ninguna prueba material, ninguna demostración palpable de los hechos… sólo la cara de Menard impresa en la memoria de Monk entrevista un momento a la luz de un farol.