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Sin casi apercibirse de lo que hacía se había acercado a una casa de comidas y, al empujar la puerta, lo envolvió el fresco olor a serrín limpio y a sidra. Se dirigió automáticamente a la barra. No quería cerveza, le apetecía pan tierno y crujiente y unos encurtidos caseros. Había notado su olor, acre y dulzón a la vez.

El tabernero le sonrió y fue a buscar el pan crujiente, el queso Wensleydale desmigajado y las jugosas cebollas. Le pasó el plato.

– Hacía tiempo que no se le veía por aquí, señor Monk -lo saludó cordialmente-. Supongo que se le ha hecho tarde y no ha encontrado al tipo que andaba buscando, ¿eh, señor Monk?

Monk cogió el plato con manos rígidas y torpes.

Tenía los ojos clavados en aquella cara. Estaba recuperando la memoria: sabía que lo conocía.

– ¿Al tipo que andaba buscando? -dijo con voz ronca.

– Sí -el tabernero sonrió-, al comandante Grey. La última vez que usted estuvo aquí lo andaba buscando. Fue la noche que lo asesinaron, por eso supongo que no lo encontró.

Algo escapaba a la memoria de Monk, era la última pieza., resultaba exasperante no poder reconocer aún su forma definitiva.

– ¿Usted lo conocía? -le preguntó Monk lentamente, todavía con el plato en las manos.

– ¡Santo Dios, claro que lo conocía, hombre! Ya se lo dije. -Frunció el ceño-. Aquí mismo se lo dije. ¿No lo recuerda?

– No -dijo Monk negando, con la cabeza. Era demasiado tarde para mentir-, aquella noche sufrí un accidente y no me acuerdo de lo que me dijo. Lo siento. ¿Puede repetírmelo?

El hombre le dijo que no con el gesto y siguió secando el vaso que tenía en la mano.

– Demasiado tarde, señor. Al comandante Grey lo asesinaron aquella noche y ya no lo podrá ver. ¿Es que no lee los periódicos?

– Usted lo conocía -repitió Monk-. ¿De dónde? ¿Del ejército? ¡Lo ha llamado «comandante»!

– Exactamente. Yo había servido en el ejército con él hasta que me dieron la invalidez.

– Hábleme de él. Cuénteme todo lo que me dijo aquella noche.

– Mire, señor, en este momento tengo trabajo y si no sirvo a los clientes no me gano la vida -protestó-. ¿Por qué no vuelve más tarde?

Monk se hurgó los bolsillos y sacó todo el dinero que llevaba encima, hasta el último céntimo. Dejó todas las monedas sobre la barra.

– ¡No! ¡Ahora!

El hombre miró el dinero, el brillo que despedía a la luz. Clavó los ojos en los de Monk, vio toda la avidez pintada en ellos y comprendió que se trataba de algo importante. Acercó la mano al dinero y, recogiéndolo rápidamente, se lo metió en la faltriquera que llevaba debajo del delantal antes de volver a coger el paño y seguir secando vasos.

– Me preguntó usted qué sabía del comandante Grey, señor Monk. Yo le dije cuándo lo había conocido y dónde, o sea en el ejército y en Crimea. Él era comandante y yo soldado raso, por supuesto. Estuve a su servicio durante mucho tiempo. Era un oficial bastante regular, ni muy bueno ni muy malo, uno del montón. Un hombre bastante valiente y de buen trato con los soldados. También trataba bien a los caballos, pero ya se sabe que casi todos los señores tratan bien a los caballos.

El hombre parpadeó.

– A mí me pareció que a usted no le interesaba demasiado lo que le conté -prosiguió con aire ausente, ocupado todavía en secar el vaso-. Aunque me escuchaba, no parecía importarle mucho lo que le decía. Después me preguntó por la batalla del Alma, en la que murió un tal teniente Latterly y le dije que, como yo no había estado en la batalla del Alma, no podía conocer al teniente Latterly…

– Pero el comandante Grey pasó la noche anterior a la batalla con el teniente Latterly -exclamó Monk agarrando al hombre por el brazo-. Incluso le prestó un reloj. Latterly tenía mucho miedo y aquel reloj traía suerte, era un talismán. Había pertenecido al abuelo de Grey, que estuvo en la batalla de Waterloo.

– Mire, señor, yo no sé nada del teniente Latterly, pero el comandante Grey no estuvo en la batalla del Alma y, en cuanto a eso del reloj, no sé que tuviera este reloj que usted dice.

– ¿Está seguro? -Monk apretó con fuerza la muñeca del hombre sin darse cuenta de que la presión era excesiva y le hacía daño.

– Naturalmente que estoy seguro, señor -el hombre soltó la mano-, ¿no ve que yo estaba allí? El único reloj que tenía era uno chapado en oro de tipo corriente, igual de nuevo que su uniforme. Y aquel reloj había estado en Waterloo igual que él.

– ¿Y qué sabe de un oficial llamado Dawlish? El tabernero frunció el ceño y se frotó la muñeca.

– ¿Dawlish? No recuerdo que usted me preguntase nada acerca de ese Dawlish.

– Quizá no pero ¿lo recuerda?

– No, señor. No recuerdo a ningún oficial que se llamase de esa manera.

– ¿Está seguro de lo que me ha dicho de la batalla del Alma?

– Sí, señor, lo juro por Dios. Si usted hubiera estado en Crimea, sabría que no hay quien olvide las batallas en que ha estado ni las batallas en las que no ha estado. No ha habido guerra peor que aquélla, los hombres se morían por culpa del frío y de la porquería.

– Gracias.

– ¿No quiere el pan y el queso, señor? Esos encurtidos están hechos en casa, son de confianza. ¡Cómaselos, hombre! Lo encuentro muy demacrado, si quiere que le diga la verdad.

Monk cogió el plato, le dio las gracias como un autómata y se sentó a una de las mesas. Comió sin notar el sabor de la comida y después salió a la calle, a las primeras gotas del chaparrón. Recordaba que ya había hecho esto otra vez, recordaba la ira que iba creciendo lentamente dentro de él. Todo había sido una mentira, brutal y cuidadosamente urdida para ganarse primero la aceptación de los Latterly, después su amistad y, finalmente, poder engañarlos y conseguir que se sintieran obligados con él por aquel reloj extraviado y quisieran compensarlo colaborando en su proyecto financiero. Grey se había servido de su habilidad como de un instrumento para explotar, primero, su pesar, y después, su sentimiento de duda para con él. Tal vez también había hecho lo mismo con los Dawlish.

De nuevo sintió crecer su indignación. Le ocurría exactamente igual que la otra vez. Cada vez caminaba más deprisa, la lluvia le golpeaba la cara pero él no la notaba. Metió los pies en el arcén anegado y, chapoteando en mitad de la calzada, paró un coche. Dio la dirección de Mecklenburg Square igual que recordaba haber hecho la otra vez.

Tras apearse entró en el edificio. Grimwade le tendió la llave; la otra vez no había nadie en la portería.

Subió escaleras arriba. Todo le parecía nuevo, desconocido, como si reviviera aquella primera vez que visitó la casa. Al llegar arriba se detuvo, vacilante, ante la puerta. La otra vez había dado unos golpes con los nudillos, ahora metió la llave en la cerradura. La puerta se abrió fácilmente y Monk entró en el piso. La otra vez Joscelin Grey había acudido a abrir la puerta, iba vestido de color gris perla, tenía un rostro afable, sonreía, lo había mirado levemente sorprendido. Ahora volvía a verlo con la misma claridad que si hubiera ocurrido hacía unos pocos minutos.

Grey le pidió que entrara, se lo dijo de una manera normal, absolutamente tranquilo. Monk dejó el bastón en el paragüero, aquel bastón de caoba con la cadena de latón engastada en el pomo. Seguía en el mismo sitio. Después había seguido a Grey hasta el salón. Grey estaba muy tranquilo, sonreía ligeramente. Monk le dijo a qué había venido: por lo del negocio de tabaco y por la quiebra, por la muerte de Latterly, por las mentiras que había dicho. Le echó en cara que no había conocido a George Latterly y que el tal reloj de Waterloo no había existido nunca.

Parecía que estuviera viendo a Grey. Estaba junto al aparador y se había vuelto, tendiéndole una bebida a Monk y sirviéndose otra a sí mismo. Volvió a sonreír, incluso más abiertamente.

– Pero amigo mío, se trata de mentiras inofensivas. -Su voz era suave, tranquila, imperturbable-. Le dije a su familia que George era un chico excelente, muy valiente, muy simpático, que todo el mundo lo apreciaba. ¿Qué importancia tiene que sea verdad o mentira?