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– Quería hablarle del hombre que vino a verme, claro. Pero al verlo a usted en la puerta, he pensado que ya estaría enterado. -La voz de Yeats había subido de tono seguramente debido a la sorpresa.

– ¿Qué me quiere decir de ese hombre, señor Yeats? ¿Ha recordado alguna otra cosa? -De pronto vio brillar un rayo de esperanza: ¿podía tratarse por fin de una prueba?

– Pues que he descubierto quién era.

– ¿Cómo? -Monk no se atrevía a dar crédito a lo que acababa de oír.

La habitación zumbaba a su alrededor, la excitación le hacía oír un burbujeo. En cosa de un instante aquel extraño hombrecillo pronunciaría el nombre del asesino de Joscelin Grey. Era increíble, anonadador.

– Digo que he descubierto quién era -repitió Yeats-. Sé que habría debido decírselo cuando me enteré, pero pensé…

El momento de aturdimiento había pasado.

– ¿Quién era? -preguntó Monk dándose cuenta de que le temblaba la voz-. ¿Quién era?

Yeats se quedó perplejo. Empezó a tartamudear.

– ¿Puede decirme de una vez quién era? -Monk hizo un desesperado esfuerzo para dominarse, pero casi había gritado.

– Pues… pues… era un tal Bartholomew Stubbs. Comerciante en mapas antiguos, según dijo. ¿Tan importante es eso, señor Monk?

Monk estaba estupefacto.

– ¿Bartholomew Stubbs? -repitió como idiotizado.

– Sí, señor. Volvimos a encontrarnos por mediación de un amigo común. Se me ocurrió que debía hacerle algunas preguntas. -Agitó las manos-. Le aseguro que yo estaba nerviosismo. Pero dadas las desgraciadas circunstancias de la muerte del comandante Grey, consideré que debía hablar con él. Era un hombre sumamente educado. Salió de aquí inmediatamente después de haber llamado a la puerta de mi casa. Quince minutos más tarde pensaba asistir a una reunión en pro de la abstinencia que se celebraba en Farringdon Road, cerca del Correccional. Pude comprobarlo porque mi amigo también asistió a dicha reunión. -Debido a la agitación se movía de un lado a otro descargando el peso del cuerpo alternativamente en uno y otro pie-. Mi amigo se acordaba perfectamente de haber visto entrar al señor Stubbs porque llegó cuando el primer orador acababa de empezar su conferencia.

Monk lo observó con fijeza. No comprendía nada. Si Stubbs se había marchado inmediatamente, como parecía haber sido, ¿quién era el hombre que vio salir Grimwade algo más tarde?

– ¿Se… se quedó todo el tiempo que duró la reunión? -preguntó, desesperado.

– No, señor-dijo Yeats moviendo la cabeza negativamente-. Fue allí porque tenía que encontrarse con mi amigo, que también es coleccionista, y muy entendido además…

– ¡O sea que se marchó! -dijo Monk como quien se agarra a un clavo ardiendo.

– Sí, señor. -Debido a la ansiedad, Yeats estaba casi bailando y no paraba un momento de mover las manos hacia delante y hacia atrás-. ¡Eso es lo que intento explicarle! Se fueron juntos a cenar…

– ¿Juntos?

– Sí, y mucho me temo, señor Monk, que es altamente improbable que el señor Stubbs sea la persona que atacó de forma tan horrible al pobre comandante Grey.

– No. -Monk estaba demasiado alterado, demasiado desbordado por la contrariedad para moverse.

Ahora no sabía por dónde empezar.

– ¿Se encuentra bien, señor Monk? -le preguntó Yeats, titubeante-. Lo siento, quizás habría debido decírselo antes, pero no me figuraba que fuera tan importante, teniendo en cuenta que no era el culpable.

– No, no… no importa -respondió Monk con voz apenas audible-. Lo comprendo.

– Pues me alegro, porque había pensado que a lo mejor había cometido un error.

Monk farfulló una frase cortés, convencional. No quería ser antipático con aquel hombre. Después volvió a salir al rellano. Bajó las escaleras casi sin darse cuenta de que lo hacía, y tampoco se percató de la lluvia espesa que estaba cayendo cuando pasó por delante de Grimwade y salió a la calle, mal iluminada por las luces de gas y con los desagües rebosantes de agua.

Echó a andar a ciegas hasta que, de pronto, notó unas salpicaduras de barro y evitó que por poco lo alcanzasen las ruedas de un coche que le pasó a un palmo de distancia; entonces se dio cuenta de que estaba en Doughty Street.

– ¡Alto! -le gritó un cochero-. ¡Mire por donde anda, jefe! ¿Quiere que lo mate o qué?

Monk se detuvo y se quedó mirándolo.

– ¿Está ocupado?

– No, jefe. ¿Dónde quiere ir? Sí, mejor que se monte antes de que tenga un accidente.

– Sí-aceptó Monk, aunque sin moverse.

– Suba, pues -le gritó el cochero, inclinándose hacia delante para verle la cara-. ¿Qué noche, eh? Un compañero mío se mató en una noche como ésta, ¡pobre tío! El caballo se desbocó y el coche se volcó. Él se mató: de cabeza contra el bordillo, y la palmó, tal cual. Y el pasajero que llevaba quedó hecho una lástima, me han dicho que se ha repuesto, menos mal. Pero tuvieron que llevarlo al hospital, claro. Bueno, ¿es que piensa quedarse aquí toda la noche? ¡Decídase de una vez, hombre!

– Este compañero suyo… -La voz de Monk sonaba distorsionada, como si viniera de muy lejos-. ¿Cuándo se mató? ¿Cuándo ocurrió el accidente?

– En julio, pero cualquiera lo hubiera dicho, con aquel tiempecito. Una noche de perros. Caía un granizo que parecía una ventisca. Le juro que no sé adonde vamos a ir a parar con este tiempo tan raro que hace.

– ¿Qué día de julio? -A Monk se le había quedado el cuerpo helado, estaba tranquilo pero como idiotizado.

– ¡Venga, vamos! -lo apremió el cochero como quien se dirige a un borracho o a un animal tozudo-. ¿Quiere salir de la lluvia de una vez? Está lloviendo que es un contento. Se está buscando la muerte aquí parado en la calle.

– ¿Qué día?

– El cuatro, me parece. ¿Por qué me lo pregunta? No tenga miedo que nosotros no tendremos ningún accidente, se lo prometo. Lo trataré como a mi madre. ¡Venga, decídase ya, señor!

– ¿Conocía al cochero?

– Sí, señor, un buen amigo mío. ¿Y usted? Se lo pregunto porque usted vive en esa zona, ¿verdad? Él solía trabajar por aquí y aquí fue donde recogió el último pasaje, precisamente en esa misma calle según los papeles. Yo lo vi aquella noche. Pero ¿qué hace, sube o no sube? No me voy a pasar la noche entera aquí parado. Cuando salga a divertirse, tiene que hacerse acompañar y así andará más seguro.

En aquella misma calle. El cochero lo había recogido en aquella calle. Sí, a él, a Monk, en esta calle que estaba a menos de cien metros de Mecklenburg Square. Y el accidente había sucedido la noche en que Grey fue asesinado. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba allí?

– ¿Se encuentra mal, señor? -La voz del cochero había cambiado de pronto, mostraba una sincera preocupación-. ¡Vamos! ¿No llevará una copita de más? -Bajó del pescante y le abrió la puerta del coche.

– No, no, me encuentro perfectamente -contestó Monk metiéndose obediente en el coche mientras el cochero iba diciendo por lo bajo que algunas familias harían bien preocupándose un poco más de ciertos caballeretes, y después volvía a subir al pescante y azuzaba al caballo golpeándole el lomo con las riendas.

Así que llegó a Grafton Street, Monk pagó al cochero y se metió rápidamente en su casa.

– ¡Señora Worley! Silencio.

– ¡Señora Worley! -volvió a gritar con voz áspera y perentoria.

La mujer salió secándose las manos en el delantal.

– ¡Dios santo! ¡Cómo se ha puesto! Voy a prepararle algo caliente. Pero antes váyase a cambiar de ropa, está calado hasta los huesos. ¿Cómo se le ha ocurrido salir?

– Señora Worley.

El tono de voz de Monk la hizo callar.

– ¿Qué pasa, señor Monk? ¡Hombre de Dios, si está hecho una lástima!

– Yo… -las palabras eran lentas, distantes- he echado en falta un bastón en mi cuarto, señora Worley. ¿Lo ha visto?

– No, señor Monk. Pero ¿qué habla usted de bastones en una noche como ésta? Vaya si lo entiendo. Lo que usted necesita es un paraguas.