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– Ya comprendo -afirmó Monk sin saber qué decir.

¿Había visto Imogen en Joscelin al amigo de su cuñado muerto o había sido el propio Joscelin quien la había seducido con su encanto personal y sus dotes para agradar? Había notado en ella una profunda devoción al hablar de él. Imogen le recordaba a Rosamond Shelburne: la misma dulzura, la misma nostalgia por los momentos de felicidad, risa y deleite compartidos. ¿Tan ciego había estado Charles para no verlo? ¿O tal vez demasiado vanidoso como para tomarlo por lo que era?

De pronto, tuvo una ocurrencia desagradable y peligrosa, que se resistía a ser ignorada. ¿No sería Imogen Latterly la mujer, y no Rosamond? Deseaba vivamente descartar semejante idea. Bastaba con que Charles pudiera justificar su presencia en algún otro lugar en el momento del crimen, lo cual era probable, para dar la cuestión por zanjada y descartarla definitivamente.

Miró fijamente el bien afeitado rostro de Charles. Parecía irritado, pero libre de todo remordimiento. Monk buscó frenéticamente una manera oblicua de interrogarlo. Tenía el cerebro espeso como la cola. ¿Por qué demonios tendría que ser Charles marido de Imogen?

¿Había otro camino? Si por lo menos hubiera podido recordar lo que sabía de ellos… Aquel temor que sentía, ¿era fruto de la imaginación destocada? ¿O era que la memoria volvía a él lenta, fragmentariamente, despertando aquel temor?

El bastón del paragüero de Joscelin Grey. Su imagen nítida en sus pensamiento. ¡Si por lo menos hubiera podido ampliarla, ver la mano y el brazo que lo sujetaban, el hombre que lo sostenía! Aquella imagen ponía un nudo en su estómago. Él conocía al dueño del bastón, y sabía a ciencia cierta que Lovel Grey era para él un completo desconocido. Cuando había estado en Shelburne ni un solo miembro de la casa había dado la más mínima muestra de saber quién era.

¿Por qué habían de fingir? De hecho, sólo por esto ya se habrían hecho sospechosos, puesto que no tenían manera de saber que había perdido la memoria. Lovel Grey no podía ser el propietario del bastón con la cadena de latón encajada en el pomo.

Pero el propietario podía ser Charles Latterly.

– ¿Ha estado alguna vez en el piso del comandante Grey, señor Latterly? -había hecho la pregunta sin darse cuenta.

Le había salido como fundida en un molde, no quería saber la respuesta. Una vez empezado el interrogatorio, debería proseguir. Aunque sólo tuviera que saberlo él, tenía que saber, con la constante esperanza de estar equivocado, de encontrar la prueba definitiva que se lo demostrara.

Charles lo miró ligeramente sorprendido.

– No. ¿Por qué? Seguro que usted sí ha estado. Sobre el piso no puedo decirle nada.

– ¿No ha estado nunca en el piso?

– No, acabo de decírselo. No he tenido ocasión.

– ¿Ni tampoco, debo entenderlo así, nadie de su familia? -No miró a ninguna de las dos mujeres porque sabía que la pregunta podría interpretarse no sólo como una falta de delicadeza, sino como una manifiesta impertinencia.

– ¡Por supuesto que no! -Charles dominó su enfado no sin trabajo.

Ya iba a añadir algo más cuando Imogen lo interrumpió.

– ¿Le interesa saber dónde estábamos el día en que mataron a Joscelin, señor Monk?

Aunque la observó con atención, no detectó en ella ni sombra de sarcasmo. La mirada de ella era decidida, calaba hondo.

– ¡No digas cosas absurdas! -le espetó Charles con furia creciente-. Si no sabes tratar este asunto con la debida seriedad, Imogen, será mejor que nos dejes y vuelvas a tu habitación.

– Lo he dicho con toda seriedad -replicó ella, apartando los ojos de Monk-. Si la persona que mató a Joscelin era un amigo suyo, no hay razón para que no nos contemos entre los sospechosos. Sería mejor, Charles, que nosotros mismos alejáramos tal sospecha demostrando que estábamos en otro sitio en aquel momento, que empujar al señor Monk a llegar a este convencimiento inmiscuyéndose en nuestros asuntos.

Charles palideció visiblemente y se quedó mirando a Imogen como si se tratase de un ser venenoso que, sabiendo repentinamente de debajo de la alfombra, acabara de morderle. Monk notó que la tensión que sentía en el estómago se había hecho más aguda.

– Yo estaba cenando con unos amigos -declaró Charles con voz débil.

Pese a que acaba de proporcionar lo que aparentemente era una coartada, el hecho es que se mostraba extrañamente inquieto. Monk no pudo evitarlo: debía presionarlo. Miró fijamente a Charles, que estaba muy pálido.

– ¿Dónde?

– En Doughty Street.

Imogen miró a Monk, imperturbable y con aire inocente, pero Hester se había vuelto para otro lado.

– ¿Qué número, señor Latterly?

– ¿Qué importancia tiene esto, señor Monk? -preguntó Imogen ingenuamente.

Hester levantó la cabeza, como a la espera.

Monk se encontró dándole explicaciones, sorprendido por la sensación de culpa que experimentaba.

– Doughty Street va a parar a Mecklenburg Square, señora Latterly. De un sitio a otro no hay más que dos o tres minutos.

– ¡Oh! -dijo ella con una vocecilla débil e inexpresiva, volviéndose a su marido.

– Veintidós -dijo él con los dientes apretados-. Estuve allí toda la tarde y no tenía ni idea de que Grey viviera cerca.

Monk volvió a hablar sin darse tiempo a pensar; de lo contrario, no lo habría hecho con tanta decisión.

– Cuesta creerlo, señor Latterly, teniendo en cuenta que usted le había escrito a dicha dirección. Encontramos una carta suya entre las cosas de Grey.

– ¡Maldita sea! Yo… -Charles se calló, se había quedado de una pieza.

Monk esperó. El silencio era tan intenso que hubieran podido oír los cascos de los caballos pasando por la calle de al lado. No miró a ninguna de las dos mujeres.

– Me refiero a que… -empezó a decir Charles antes de callar de nuevo.

Monk no veía posibilidad de evitar todo aquello. Lo lamentaba por ellos, profundamente. Miró a Imogen, con la esperanza de hacérselo entender, por más que a ella pudiera traerle sin cuidado.

Imogen estaba de pie, absolutamente inmóvil. Sus ojos eran ahora tan oscuros que Monk no podía leer nada en ellos, aunque no parecía que reflejaran el odio que él tanto temía. Súbitamente pensó que, si hubiera podido hablar con ella a solas, habría podido explicárselo, hacerle entender la necesidad de proceder de aquella manera, su compulsión a actuar de aquel modo.

– Mis amigos jurarán que pasé allí toda la tarde. -Las palabras de Charles se interpusieron entre ambos-. Le daré sus nombres. Esto es totalmente absurdo. Yo estimaba a Joscelin y nosotros, como él, estábamos pasando por unos momentos difíciles. No existía razón para desearle mal alguno. ¡No la encontrará!

– ¿Podría darme los nombres, señor Latterly?

Charles levantó bruscamente la cabeza.

– No vaya usted a acosarlos preguntándoles qué hacía yo en el momento del crimen. ¡Por el amor de Dios! Sólo le daré los nombres…

– Seré discreto.

Charles no pudo reprimir una risita ante la sola idea de que un policía poseyera una virtud tan delicada como la discreción.

Monk lo miró con aire paciente.

– Mejor que me dé usted los nombres antes que dejar en mis manos la tarea de averiguarlos.

– ¡Váyase al cuerno! -La sangre había teñido de rojo subido la cara de Charles.

– Los nombres, por favor.

Charles se acercó a una de las mesas y cogió una hoja de papel y un lápiz. Escribió unas líneas antes de doblar el papel y tendérselo a Monk.

Monk lo cogió sin mirarlo y se lo guardó en el bolsillo.

– Gracias.

– ¿Algo más?

– No, aunque me gustaría poder seguir preguntándoles acerca de los demás amigos del comandante Grey, por si supieran quién podía estar lo bastante próximo a él como para tener conocimiento, aunque fuera accidentalmente, de algún suceso secreto y perjudicial para ambos.

– ¿Como cuál? ¡Oh, Dios mío! -exclamó Charles mirándolo con extremo desagrado.