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Monk estaba confundido. No sabía qué decir. ¿Había sido realmente injusto con el chico o había motivos sobrados para decirle lo que le había dicho? A juzgar por las palabras del sargento, parecía como si hubiera mostrado una crueldad gratuita con el muchacho, pero sólo tenía una versión del caso, no había nadie que lo defendiera, que diera las explicaciones debidas, que justificara sus razones y dijera lo que a lo mejor él sabía y quizá los demás no.

Y por mucho que se devanara los sesos, tenía la cabeza en blanco, si no recordaba siquiera el rostro de Harrison, ya no digamos ningún detalle en relación con el incidente.

Se sentía estúpido allí sentado, con los ojos levantados hacia la mirada crítica del sargento, que era evidente que no sentía la más mínima simpatía hacia él por estimar que se había portado de manera injusta en aquella ocasión.

¡Monk estaba ansioso por encontrar una explicación! Quería saber, sobre todo para comprenderse. ¿Cuántos otros incidentes como éste iban a surgir aún, cosas que había hecho y que parecían feas vistas desde fuera, para alguien que no conocía su participación en el caso?

– ¿Señor Monk?

Monk volvió rápidamente a la realidad.

– Sí, sargento.

– He pensado que le gustaría saber que hemos atrapado al desalmado que mató al viejo Billy Marlowe. Lo colgarán, seguro. ¡Vaya elemento!

– ¡Oh, muchas gracias! Han hecho un buen trabajo.

No tenía ni idea de qué le estaba hablando el sargento, pero era evidente que se suponía que estaba al corriente del caso.

– Muy bien -añadió.

– Gracias, señor.

El sargento se irguió, después dio media vuelta y salió, cerrando la puerta con un sonoro chasquido. Monk prosiguió su trabajo.

Una hora más tarde abandonó la comisaría y recorrió lentamente las aceras húmedas y oscuras en dirección a Grafton Street.

Por lo menos las habitaciones de la señora Worley ya empezaban a hacérsele familiares. Sabía dónde estaban las cosas y, aún mejor, ello le proporcionaba sensación de intimidad. Allí no lo molestaba nadie, nadie se entrometía en el tiempo que se entregaba a la reflexión para intentar dar con una pista.

Después de comer el estofado de cordero acompañado de bolitas de pasta, caliente y reconfortante, aunque a decir verdad un poco pesado, dio las gracias a la señora Worley cuando le recogió la bandeja, la vio bajar con ella las escaleras y después volvió a revisar su escritorio. Las facturas iban a serle de poca utilidad, difícilmente podía ir al sastre y decirle:

– ¿Quién soy? ¿Qué cosas me gustan? ¿A usted le gusto o no le gusto y por qué?

Una de las pocas cosas que le satisfacían era que, al parecer, había sido puntual en el pago de las facturas, no había recordatorios de deuda y todos los recibos llevaban una fecha muy poco posterior a la de la factura. Por lo menos se había enterado de una cosa, aunque de poca importancia: era metódico.

Las cartas personales de Beth le revelaron muchas cosas acerca de ella: su simplicidad, su afecto espontáneo, toda una vida dedicada a lo pequeño. No hablaba en ellas de penalidades ni de inviernos rigurosos, tampoco de naufragios ni de hombres que se entregaban al salvamento. Las inquietudes que sentía por su hermano provenían de lo más profundo de sus sentimientos y no parecían esperar reconocimiento alguno. Se limitaba a transmitirle su afecto y su interés por él y daba por sentado que los sentimientos de su hermano eran iguales que los suyos. Él sabía sin necesidad de pruebas más evidentes que era porque él no le había dicho nada, ni siquiera le había escrito con regularidad. Le desagradaba pensar en ello, le producía una profunda vergüenza. Le escribiría pronto, redactaría una carta con visos suficientes de credibilidad, a lo mejor conseguía así una respuesta de ella que le revelase más cosas.

Al día siguiente por la mañana se despertó tarde y encontró a la señora Worley que llamaba a su puerta. La hizo pasar y la mujer le dejó el desayuno sobre la mesa, exhalando al mismo tiempo un suspiro y haciendo un movimiento con la cabeza. Tuvo que desayunar antes de vestirse ya que de lo contrario se le habría enfriado el desayuno. Después reanudó la búsqueda de rastros de su personalidad, que fue una vez más, infructuosa, nada que fuese más allá de sus objetos personales inmaculados y más bien caros. Todo aquello no le decía sino que tenía buen gusto, aunque más bien convencional. ¿Sería, quizá, que le gustaba que lo admirasen? ¿De qué servía la admiración, sin embargo, si era admiración por el coste o el buen gusto de determinadas pertenencias? ¿Era un hombre superficial? ¿Vanidoso? ¿O alguien que buscaba una seguridad que no sentía, que pretendía encontrar un lugar en un mundo que no creía que lo aceptase?

Hasta la misma habitación donde vivía era impersonal, con un mobiliario tradicional y unos cuadros sentimentaloides. ¿Sería que correspondían más a los gustos de la señora Worley que a los suyos?

Después de comer se vio obligado a inspeccionar los últimos sitios que le quedaban: los bolsillos de sus otros trajes y las chaquetas colgadas del armario. En la de mejor calidad, una chaqueta de vestir de muy buen corte, encontró un trozo de papel y, desdoblándolo con mucho cuidado, vio que se trataba de una hoja impresa que anunciaba unas vísperas en una iglesia que no conocía.

Quizá no estaba lejos. Vio brillar un rayo de esperanza. A lo mejor era miembro de alguna congregación religiosa. En ese caso el ministro lo conocería. Quizás allí tuviera amigos, un credo, tal vez incluso un cargo o algún tipo de ocupación. Volvió a doblar con cuidado la hoja de papel y la dejó en el escritorio, después entró en el dormitorio para lavarse, afeitarse y ponerse sus mejores galas, incluida la chaqueta de la que había sacado la hoja en cuestión. A las cinco de la tarde estaba preparado y bajó para preguntar a la señora Worley si sabía dónde estaba la iglesia de St. Marylebone.

Se llevó una gran desilusión al ver que ella mostraba la más absoluta ignorancia al respecto. Hervía por dentro a causa de esta contrariedad. La señora Worley habría debido conocer las señas, pero la expresión plácida e indiferente de su rostro demostraba bien a las claras que las ignoraba.

Ya estaba a punto de discutir con ella y de decirle a gritos que habría debido saber lo que le preguntaba cuando se dio cuenta de lo necio que habría sido actuando de ese modo, ya que sólo habría conseguido irritarla y alejar a una amiga cuando tan necesitado de amigos estaba.

La mujer lo miraba fijamente con el rostro enfurruñado.

– ¡Vaya, veo que se ha molestado! Déjeme que pregunte a mi marido, que conoce mejor que yo la ciudad. Por descontado que debe de estar en Marylebone Road, pero no sé el lugar exacto. La calle es larga, ¿sabe usted?

– Gracias -dijo con precaución, sintiéndose ridículo-, pero se trata de algo muy importante.

– Va a una boda, ¿verdad? -le dijo mirando la chaqueta negra e impoluta-. Lo que a usted le hace falta es un buen cochero que conozca el camino y lo lleve al sitio directamente y rápido, ¿no le parece?

Era una respuesta obvia y se preguntó por qué no se le había ocurrido. Le dio las gracias y, después de informarse con el señor Worley, que dijo que debía de encontrarse enfrente de York Gate, salió a buscar un coche.

Las vísperas ya habían empezado cuando subió de prisa las escaleras y entró en la sacristía. Oía las voces que se elevaban en el aire entonando el primer himno, más respetuoso que alegre. ¿Era un hombre religioso? Quizás habría sido más adecuado preguntar: ¿lo había sido? Era un hecho que en aquel momento no se sentía reconfortado ni abrigaba tampoco un sentimiento de reverencia, sólo de admiración ante la belleza sencilla de la arquitectura del templo.

Entró con rapidez, procurando pisar con los costados de sus relucientes botas al andar a fin de no hacer ruido. Se volvieron una o dos cabezas en señal de protesta, pero él las ignoró y se deslizó en el último banco y tanteó a su alrededor para dar con el libro de himnos.