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Era cierto. ¿Por qué no había dicho nada? Porque la conversación, el hecho de tratar los asuntos que tuviera entre manos, se habría acercado demasiado a la relación que tenía con Emma… Sin embargo, a la luz de la mañana, no vio nada malo en ello, de modo que le contó a Louisa el encargo de Gershwin, lo de los tres nombres y la promesa ambigua y vaga.

– ¿Aceptaste con un apretón de manos? ¿O con otro gesto parecido de pacto entre caballeros?

Leaphorn sonrió. Le gustaba la forma en que Louisa daba justo en el clavo de todas las cosas.

– Bueno, nos dimos un apretón de manos, sí, pero fue más bien como un «adiós, me alegro de verte». No nos cortamos las muñecas y mezclamos la sangre, ni nada de eso -dijo-. Llevaba el papel con los nombres escritos y, simplemente, lo dejó sobre la mesa, con una especie de acuerdo tácito de que, si lo recogía, podía hacer con él lo que quisiera, aunque eso sí, con la promesa implícita de mantener su nombre en el anonimato hiciera lo que hiciese.

– ¿Y recogiste el papel?

– No exactamente. Lo leí, lo arrugué y lo tiré a la papelera.

Louisa sonrió negando con la cabeza.

– Tienes razón -dijo él-. Haberlo tirado no sirve de nada, la promesa sigue siendo válida.

Louisa asintió, se aclaró la garganta y se sentó con la espalda muy erguida.

– Señor Leaphorn -dijo-, le recuerdo que está usted bajo juramento y que debe decir al gran jurado toda la verdad y nada más que la verdad. ¿De dónde sacó esa información? -Louisa lo miró con severidad por encima de las gafas-. Entonces, dices que la encontraste en un papel que había en la mesa de un restaurante, y el abogado te pregunta si sabes quién dejó el papel, y…

– Ya lo sé -dijo Leaphorn, levantando una mano.

– Tienes dos posibilidades, en realidad. Al fin y al cabo, ese estúpido de Gershwin sólo pretendía utilizarte. Podrías olvidarlo todo sin más o bien buscar la forma de hacer llegar los nombres al FBI. ¿Qué tal una carta anónima? Aunque, ¿por qué no la escribiría él mismo, ahora que lo pienso?

– Cuestión de tiempo, quizá. La carta tardaría un par de días en llegar y, si fuera anónima, iría a parar al fondo del montón-dijo Leaphorn-. Supongo que lo sabía. Creo que está asustado estos días, porque los ladrones saben que lo sabe y no se fían de él, y si no los atrapan, irán a por él.

Louisa se rió.

– No me extraña que no confíen en él. Y tú tampoco tendrías que fiarte.

– Pensaba mandar un fax desde algún local comercial donde nadie me conozca o por correo electrónico. Pero todo se puede rastrear, o casi todo, últimamente. Además, ahora han ofrecido una recompensa, o sea que les llegarán docenas, cientos de datos.

– Supongo que sí -dijo Louisa-. ¿Por qué no llamas a algún antiguo compañero del FBI y haces lo mismo que Gershwin ha hecho contigo?

Leaphorn se echó a reír.

– Lo he intentado. Llamé a Jay Kennedy. Ya te he hablado de él, ¿recuerdas? Era el agente al mando de Gallup, y trabajamos juntos en varias ocasiones. De todos modos, ahora está retirado y vive en Durango. Lo intenté con él, pero no hubo suerte.

– ¿Qué te dijo?

– Lo mismo que me acabas de decir tú. Si él se lo comunica al departamento, le preguntarán de dónde lo ha sacado, dirá que se lo he dicho yo y, entonces, me lo preguntarán a mí.

– Entonces, ¿qué solución has encontrado? ¿Y si les llamas por teléfono simulando otra voz?

– Podría intentarlo. Al FBI se le han escapado. Podría decirles que uno de ellos es piloto; lo comprobarían enseguida y, si por casualidad uno de ellos sabe pilotar, entonces, les interesaría. Pero eso sólo soluciona la mitad del problema. -Hizo una pausa para dar un mordisco a otra crepé.

Louisa se quedó mirándole, esperó, suspiró y dijo:

– Bien, ¿cuál es la otra mitad?

– A lo mejor esos tres tipos no tienen nada que ver con el asunto. Quizá Gershwin sólo quiere fastidarlos por algún motivo personal y, si no los detienen ahora, sabiendo sus nombres los detendrían tarde o temprano.

Louisa asintió.

– En tal caso, lo consideraré -dijo, y salió de la cocina para llamar al intérprete.

Leaphorn ya había fregado los platos cuando ella volvió con expresión desalentada.

– No sólo está enfermo, sino que además tiene laringitis. Apenas puede hablar. Bueno, volveré a Flagstaff y lo intentaré otra vez más adelante.

– Lo siento -dijo Leaphorn.

– Aún hay otra cosa. Les había dicho que iríamos hoy y, por supuesto, no hay teléfono para avisarles.

– ¿Dónde viven esos tipos?

La expresión de Louisa se iluminó.

– ¿Vas a ofrecerte voluntario para hacerme de intérprete? Uno es navajo, se llama Dalton Gayodito y la dirección que me han dado es Red Mesa Chapter House. La otra es ute y vive en Towaoc, en la reserva de Ute Mountain. ¿Qué tal te manejas en ute?

– No más de cincuenta palabras -dijo Leaphorn-, pero con ese tal Cayodito podría ayudarte.

– Pues vamos -dijo Louisa.

– Estoy pensando que un par de los hombres de la lista deben de vivir por allí mismo, en esa región fronteriza. Uno vive en Casa Del Eco Mesa, no creo que eso esté muy lejos de Chapter House.

– ¡Vaya! -Louisa se rió-. A eso se le llama mezclar el trabajo con el placer, aunque sería más propio decir mezclar tu trabajo con el mío, o incluso el mío con uno que en realidad no es el tuyo.

– El que vive ahí, según el papel, es Everett Jorie. El nombre me suena mucho, aunque no consigo recordar de qué. Será algo del pasado lejano. Creo que podríamos indagar un poco por ahí.

Louisa le sonreía.

– Se te olvida que estás jubilado -dijo-. Por un momento, creí que venías conmigo por el simple placer de disfrutar de mi compañía.

Leaphorn se sentó al volante en la primera etapa, los ciento ochenta kilómetros que mediaban entre su casa y el área de servicio Mexican Water. Allí se detuvieron a comer un bocadillo y para averiguar si alguien sabía dónde encontrar a Dalton Cayodito. La adolescente encargada de la caja registradora lo sabía.

– Es un señor muy viejo -dijo-. ¿Cantaba? Si es ése el que buscan, fue el que cantó el Yeibichai a mi abuela. ¿Es él?

Louisa asintió.

– Según nos han dicho, vivía por ahí arriba, en Red Mesa Chapter House.

– Vive con su hija -dijo la muchacha-. Madeleine Horsekeeper, creo que así se llama. Vive en… -Hizo una pausa para pensar y luego, con ademán frustrado, trazó un plano en una bolsa de papel y se lo pasó a Louisa.

– Y ¿conoces a un tal Everett Jorie? -preguntó Leaphorn-. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo? ¿Y a Buddy Baker o George Ironhand?

La muchacha no lo sabía, pero un hombre que estaba colocando latas de Spam en los estantes de la pared del fondo creyó que podía ayudar.

– Oiga, Joe Leaphorn -dijo-, creía que ya se había jubilado. ¿Para qué busca a Jorie? Si hay una ley que prohiba ser un maldito pelmazo, tendría que haberlo encerrado hace mucho tiempo.

Un cuarto de hora más tarde, salieron del establecimiento con instrucciones precisas para llegar a los dos lugares donde podrían encontrar a Jorie, añadidas al plano de la bolsa de papel, donde se destacaban los giros y las carreteras que había que tomar para localizar a Ironhand, además de la vaga idea de que Baker se hubiera trasladado a Blanding. También se llevaron una buena cantidad de rumores sobre las ambiciones políticas y las actividades sociales en la frontera entre Utah y Arizona, teorías sobre quiénes podían ser los autores del atraco al casino ute y un repaso a los últimos abusos cometidos por los servicios forestales, la administración territorial, la administración de recuperación del entorno, los servicios del parque y demás organismos federales, estatales y del condado, contra el bienestar de varios individuos que vivían en condiciones extremas a lo largo del cañón fronterizo de Utah.

– No me extraña que esos locos de la milicia encuentren adeptos -comentó Louisa mientras se alejaban-. ¿Tan crítica es la situación?