– Sí -dijo Bernie-, eso tiene sentido.
Chee estaba inclinado hacia adelante y dio unos golpecitos a Leaphorn en el hombro.
– Mire, lugarteniente, aunque le haya sonado así, yo no quería decir eso, no quería decir que no fuera usted muy listo.
– En realidad, no fui nada listo. Ha estado a punto de conseguir que hiciera exactamente lo que él pretendía.
Lo cual era cierto, pero Chee no comentó nada al respecto.
– Lo único que ha debido de fallarle es que sus compañeros se olieran algo. No volvieron a casa a ponerse a salvo, como habían planeado, porque la policía no tenía ni idea de quiénes eran los autores. No esperaron a que llegaran los equipos especiales a acribillarlos, sino que se escondieron en otra parte.
– En la vieja mina de los mormones -dijo Chee-. Pero entonces, ¿por qué no los encontró allí el FBI?
– No sé -dijo Leaphorn-. A lo mejor no estaban allí cuando el agente federal fue a echar un vistazo. Quizá fueron a casa, como seguramente les recomendó nuestro protagonista, pero luego se inquietaron y regresaron al escondite del padre de Ironhand a esperar el desarrollo de los acontecimientos. O quizá los federales no buscaron bien. No tenían forma de saber que por la pared del cañón hay otra entrada.
– Eso es cierto -dijo Chee-, no se ve desde el fondo y, lógicamente, no sabemos si la mina inferior está conectada con la superior.
Bernie se echó a reír.
– No sé -dijo-, me gusta creer en las leyendas, aunque sean utes.
– He salido a dar una vuelta -dijo Chee- sólo para que me dé el aire en el tobillo, y me pregunto cuál es el plan. Espero que no sea subir a esa mina y ordenar a Baker y a Ironhand que salgan con las manos arriba.
– No -dijo Leaphorn, y se rió.
– Bernie tendría que hacerlo todo -dijo Chee-. Usted es civil y yo estoy de baja por enfermedad o algo parecido. Digamos que estoy de vacaciones otra vez.
– Pero has traído la pistola, supongo -dijo Bernie-. La has traído, ¿verdad?
– Creo que la tengo por aquí. Ya conoces las reglas: no salir de casa sin ella.
– Me gustaría pasar por la casa del señor Timms -dijo Leaphorn-, creo que podríamos convencerlo de que cooperase. Si coopera y no me equivoco, la agente Manuelito pedirá refuerzos por radio.
– ¿Por qué no pedimos refuerzos primero y luego…? -Chee no terminó la frase. Se imaginó a Leaphorn contando su teoría al agente especial Cabot, pidiendo refuerzos para registrar una mina que ya había sido declarada vacía de fugitivos por el FBI; se imaginó la mueca de Cabot y cambió de pregunta-. ¿Conoce al señor Timms? -preguntó.
Otra pregunta estúpida. Pues claro que lo conocía, Leaphorn conocía a todo el mundo de Four Corners, o al menos a todos los mayores de sesenta.
– No muy bien -contestó Leaphorn-. Hace años que no lo veo. Pero creo que podremos convencerlo de que coopere.
Chee se reclinó sobre la portezuela y contempló el paisaje desértico que iba quedando atrás. Se imaginó a Timms mandándolos al infierno, echándolos de su propiedad.
Pero entonces, se relajó. Aunque retirado, Leaphorn seguía siendo el Lugarteniente Legendario.
Capítulo 27
Bernie detuvo la unidad 11 lentamente frente al porche de la entrada de la casa de Timms; los tres se quedaron sentados unos instantes, los que imponían los buenos modales en zonas rurales tan poco pobladas, para dar tiempo a las personas a adecentarse y prepararse para recibir visitas. La puerta se abrió y un hombre alto, delgado y ligeramente encorvado apareció en el umbral, mirándolos.
Leaphorn salió del coche seguido de Bernie, mientras Chee bajaba el pie del cojín al suelo. Le dolía, pero no mucho.
– Hola, señor Timms -dijo Leaphorn-. ¿Me recuerda?
Timms salió al porche; la luz del sol destelló en sus gafas.
– Es posible -dijo-. ¿No era usted el cabo Joe Leaphorn, de la policía navaja? ¿No fue usted quien me ayudó cuando aquel tipo disparaba contra mi avión?
– Sí, señor -dijo Leaphorn-, era yo. Esta joven es la agente Bernadette Manuelito.
– Bien, entren, no se queden ahí al sol -dijo Timms.
Chee no podía soportar la idea de perdérselo. Abrió la portezuela del coche con el pie sano, cogió el bastón y cruzó el patio cojeando sin dejar de mirar al suelo para evitar cualquier tropiezo; vio que se le habían pegado unos abrojos a la zapatilla de andar por casa que llevaba en el pie izquierdo.
– Y éste -decía Leaphorn- es el sargento Jim Chee; habíamos trabajado juntos.
– Sí, señor -dijo Timms, y le tendió la mano. Se dieron un apretón al estilo navajo, más bien suave. Era un veterano que conocía la cultura, pero estaba tan nervioso que le temblaban las mejillas.
– No esperaba visitas, de modo que no tengo nada previsto, pero puedo ofrecerles un refresco -dijo Timms, invitándoles a pasar a una habitación oscura y pequeña, cubierta de muebles dispares como los que se encuentran en los establecimientos Goodwill Industries.
– No podemos aceptar su hospitalidad, señor Timms-dijo Leaphorn-. Hemos venido por un asunto grave.
– La reclamación que hice en la mutua de seguros -dijo Timms-. Ya he escrito una carta para que la anulen. Ya lo he hecho.
– Me temo que se trata de algo mucho más grave -dijo Leaphorn.
– Es lo malo de hacerse viejo, que se le va a uno la cabeza -dijo Timms, hablando deprisa-. Me levanto a por un vaso de agua y, cuando llego a la nevera, ya no recuerdo para qué he ido a la cocina. Me fui con el viejo L-17 a hacer una gestión y, entonces, el tipo aquel me dijo que me traía hasta aquí, yo acepté y nos marchamos. Luego, oímos por la radio lo del atraco y, al llegar a casa y ver la puerta del cobertizo abierta y que el aeroplano no estaba, creí que…
Timms dejó de hablar y miró fijamente a Leaphorn; Bernie y Chee también le miraron.
– ¿Más grave que eso? -preguntó Timms.
Leaphorn permaneció callado, sin apartar la mirada de Timms.
– ¿De qué se trata? -preguntó Timms. Se dejó caer en un sillón excesivamente relleno mirando a Leaphorn.
– ¿Se acuerda de aquel tipo que disparaba cuando sobrevolaba su propiedad? Everett Jorie.
– Dejó de hacerlo en cuanto usted habló con él -dijo Timms, esbozando una sonrisa-. Se lo agradecí. Ahora es un bandido, atracó el casino y se suicidó.
– Eso creímos al principio -dijo Leaphorn.
Timms se hundió en el sillón y se llevó la mano derecha a la frente.
– ¿Insinúa que lo mataron? -preguntó.
Leaphorn dejó la pregunta en el aire un momento y luego, dijo:
– ¿Conoce bien a Roy Gershwin?
Timms abrió la boca, la cerró y alzó la vista hacia Leaphorn. Chee sintió lástima de él, parecía aterrorizado.
– Señor Timms -dijo Leaphorn-, en estos momentos está usted en una posición en la que podría sernos de gran ayuda. El FBI no está satisfecho de usted. Al esconder el avión y decir que se lo habían robado, retrasó mucho la búsqueda de los asesinos; son cosas que los agentes de la ley no olvidan así como así, a menos que tengan algún motivo para pasarlo por alto. Si usted colabora, la policía dirá: «Bien, no fue más que un olvido del señor Timms». Pero si no colabora, estos asuntos suelen terminar ante un gran jurado, para que ellos decidan si fue usted encubridor o no. Y no se trata sólo de un caso de fraude a la compañía de seguros, sino de asesinato.
– ¿De asesinato? ¿Se refiere a Jorie?
– Señor Timms -dijo Leaphorn-, ¿qué sabe de Roy Gershwin?
– Pasó hoy por aquí -dijo Timms-, poco antes de que usted llegara.
Leaphorn se asombró, y también Chee.
– ¿Qué quería? ¿Qué le dijo?
– Poca cosa. Quería que le explicara dónde se encuentra la mina esa de los mormones, de donde sacaban el carbón. Se lo dije y se largó corriendo, muy aprisa.
– Creo que es mejor que nos acerquemos hasta allí -dijo Leaphorn, y se dirigió hacia la puerta.