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Para Chee no significaba nada, y dijo:

– ¡Ah!

– Esto quiere decir que se ha producido una distribución de material radiactivo río abajo desde este punto -dijo P.J. golpeando con la punta del dedo en la hache del letrero «río Gothic» del mapa.

– ¿Eso podría indicar que el vertedero de la mina estaba por ahí? -preguntó Chee-. Sería interesante.

– Sí -dijo P.J., examinando otra vez la impresión-. Pero el problema ahora es saber si es tan interesante como para desviar el helicóptero mañana unos cinco kilómetros y escanear la zona más de cerca.

– Para nosotros sería de gran ayuda -dijo Chee.

– Hablaré con los pilotos -dijo P.J.-; sólo serían unos veinte minutos más. Y, de todos modos, si hay bastante radiación, es necesario que conste en el mapa.

– ¿Les quedará un sitio para mí?

– Pero si va cojeando y con bastón -dijo P.J., mirándolo con escepticismo-. ¿Qué se ha hecho en el tobillo?

– Un esguince -dijo Chee-, pero ya está prácticamente curado.

P.J. siguió mirándolo sin terminar de creérselo y le preguntó:

– ¿Ha ido en helicóptero alguna vez?

– Dos veces -dijo Chee-. Ninguna de las dos disfruté, pero tengo buen estómago para soportar el mareo.

– Ya se lo comunicaré -dijo ella-. Déjeme el número de teléfono donde localizarle esta noche. Si hay sitio para usted, le llamaré y le indicaré dónde se encuentra el camión cisterna.

Capítulo 21

Por una vez, Chee supo ser oportuno. P.J. le llamó, según lo convenido. Los del helicóptero modificarían un poco el programa del día siguiente para desviarse unos kilómetros y realizar una inspección de seguimiento a bajo nivel en la canalización del río Gothic, y Chee podía ir con ellos. Todo quedó más o menos visto y aprobado. Sin embargo, la situación requería hablar lo menos posible. ¿Por qué arriesgarse a que cualquier pez gordo completamente ajeno al caso sospechara que esa interpretación racional de las normas pudiera provocar complicaciones? El momento más conveniente y económico para llevar a cabo el desvío sería al final de la jornada. Chee tenía que encontrarse en el camión cisterna a las dos cuarenta de la tarde; a esa hora, el camión estaría en el mismo lugar en el que lo había visto con anterioridad, aparcado en el margen de la carretera que llevaba al rancho de Timms, en Casa Del Eco Mesa.

– Gracias -dijo Chee-. Allí estaré.

Y así fue. Por la mañana fue a la oficina, puso al día sus trámites, se ocupó de algunos trabajos del capitán Largo, comió, se compró algo para merendar y una manzana de más para invitar a Rosner y se dirigió al oeste, hacia el otero convenido. A las dos y cuarto estaba sentado con Rosner a la sombra del camión, merendando y observando el aterrizaje del helicóptero. Era el mismo gran Bell blanco de los tanques con los sensores de radiaciones en los patines de aterrizaje; el piloto tomó tierra suficientemente lejos como para no cubrirlos de polvo.

Rosner se acercó con el camión, presentó a Chee al piloto, al copiloto y al técnico y empezó a llenar el depósito.

– RJ. me contó por encima lo que anda usted buscando -dijo el piloto-, pero no sé si lo entendió bien. Se trata de una mina abierta en la pared del cañón, ¿no es eso?

El piloto se llamaba Tom McKissack. Por su piel curtida aparentaba unos sesenta años, y Chee se acordó de que P.J. le había comentado que McKissack había sido piloto del ejército, superviviente de la arriesgada misión de rescatar a los heridos de la división de aeromóviles en todas las batallas del Vietnam. Nuevamente, presentó a Chee al copiloto, más joven que él pero también veterano del ejército, y a Jesse, encargado de las tareas técnicas. Los tres parecían cansados, sucios y no muy ilusionados ante la perspectiva del desvío.

– Creo que P.J. lo entendió perfectamente -dijo Chee-. Queremos localizar la boca de una antigua mina de carbón de los mormones, abandonada alrededor de 1880. Creemos que tiene una entrada por la pared del cañón, a bastante altura, seguramente sobre una repisa o algo parecido. Y después, en la cima, es posible que se encuentren los restos de la estructura de soporte de otra boca de la mina, adonde debían de izar y volcar el carbón.

McKissack asintió y echó una ojeada a la Polaroid que llevaba Chee.

– Según dicen, esas máquinas han mejorado mucho -comentó.

Le dio a Chee una bolsa de papel, por si se mareaba, y un casco de aviador y le explicó cómo funcionaba el sistema de intercomunicación.

– Irá sentado en el lado derecho, detrás de DeMoss, lo cual le proporcionará una gran vista por la derecha, aunque por delante no verá casi nada, ni por la izquierda. Así que si la mina que busca está en la ladera derecha, el mejor momento para verla será cuando volemos hacia el norte, bajando por el Gothic en dirección a su desembocadura.

– Entendido -dijo Chee.

– Normalmente, volamos a cuarenta y cinco metros del suelo, es decir, que el equipo abarca una franja de noventa metros de anchura. Por el cañón, se puede descender un poco más, pero casi nunca nos acercamos más de quince metros. De todos modos, si ve algo interesante, avísenos. Si la situación lo permite, puedo permanecer inmóvil en el aire durante un minuto para que tome alguna foto.

McKissack puso los rotores en marcha.

– Una cosa más -dijo, hablando ya a través del interco-municador-. Alguna vez nos han disparado desde tierra. No sé si creen que somos los helicópteros negros de los comandos de la conspiración que está apoderándose del mundo o si les asustamos a las ovejas. ¿Quién sabe? ¿Cree que nos dispararán, en ese cañón?

Tras pensarlo un momento, Chee contestó sinceramente.

– Lo más probable es que no -dijo, y despegaron levantando un remolino de polvo, entre el ruido de motores y golpes de rotor.

Posteriormente, Chee conservaría pocos recuerdos de aquel vuelo, pero muy vividos.

El altiplano de piedra multicolor, esculpido en un laberinto gigantesco de cañones que, finalmente, acababan vertiendo sus aguas en la estrecha cinta verde del San Juan; cientos de kilómetros de piedra labrada, cortada en el norte por el azul verdoso de las montañas; el sol oblicuo de la tarde, que subrayaba los relieves de llamativa piedra arenisca y sombras profundas; y la voz que hablaba a Chee al oído.

– Ya ve por qué los mormones llamaban a la zona de Bluff «La Oquedad de la roca». -Luego añadió-: Si hubiera demanda de rocas, seríamos todos ricos.

Después, descendieron hacia el cañón del Gothic volando despacio en dirección norte, entre el muro de Casa Del Eco Mesa, que se levantaba por encima de ellos a la derecha, y el gran montículo erosionado del Nokaito Bench, a la izquierda. La voz del piloto le indicaba que se habían adentrado unos cinco kilómetros en el cañón desde el punto en que, según el mapa, se originaban las fugas de radiación que recorrían el fondo del cañón.

– No serán más que unos minutos -dijo McKissack-. Avíseme si ve algo interesante.

Chee apoyaba la cabeza en la ventana de plexiglás y contemplaba el paso lento de los riscos de piedra. En algunas zonas, el desgaste de la erosión habían rebanado la arenisca, en otras, un desprendimiento de piedras había formado casi un dique en el fondo; unas veces, la pared era de arenisca rosa, otras, formaba capas con algunos estratos oscuros de carbón, azules de esquisto o rojos, allí donde el mineral de hierro había teñido la roca.

– Tendría que estar por aquí -dijo McKissack-. Es de suponer que la radiación de los desechos iba a parar al río.

El cañón del Gothic se ensanchó un poco; el helicóptero descendía lentamente, con el borde del risco casi a la altura de los ojos, por la derecha de Chee; se empezó a ver otra repisa que ascendía desde el fondo del cañón, sobre la que crecía una mezcla variada de matojos, hierbajos y cardos abrasados por la sequía. Describía un ángulo hacia arriba, en dirección a la ancha franja oscura de una veta de carbón. Después, pocos metros más allá y justo por debajo, Chee distinguió lo que esperaba ver.