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15 – Espaciopuerto

Todo estaba a oscuras y en silencio. Luego, Fobos, la mayor de las dos lunas de Marte, con forma de patata, apareció a la vista. Tenía unos veintiséis kilómetros de largo, unos veinte de ancho y diecisiete de profundidad, lo cual, de acuerdo con las medidas que solían tener las lunas, la convertía en un satélite pequeño; aun así, tenía casi el doble de tamaño que su compañera, Deimos. Era tan fea como puede serlo la roca desnuda, apenas algo más que un fragmento arrancado de un cuerpo más grande y congelado en su propia irregularidad. Sin embargo, se trataba de un excelente punto de encuentro, ya que era sólida y no poseía ninguna gravedad propia significativa.

El orbitador espacial hizo su aparición y se acercó a la luna. En comparación, la nave parecía pequeña, una simple mota. Luego, por encima de las dos, estaba la enorme masa roja de Marte, tan grande en contraste que sólo se veía su arco. Sin embargo, Marte era uno de los planetas más pequeños, con apenas una décima parte de la masa de la Tierra. ¡Cómo cambiaba las cosas la perspectiva!

Quaid, a bordo del pequeño transbordador, contempló al orbitador espacial separarse de Fobos. Los otros pasajeros no prestaron ninguna atención, aburridos con ese espectáculo como lo habían estado durante todo el viaje. Lo único que deseaban eran sus trofeos de turistas y las mesas de juego. Sin embargo, él se sentía fascinado. El acertijo de su vida se hallaba en este planeta, y no sólo en la gente que lo habitaba. Había algo en el paisaje de Marte…

El transbordador encendió los motores y acortó la distancia. Poco a poco, el sentido de la orientación de Quaid se vio alterado, hasta que ya no percibió el planeta como si se encontrara arriba, sino abajo. Eso resultaba un poco más tranquilizador.

El transbordador atravesó el paisaje irregular surcado por cráteres de todos los tamaños. Quaid se sentía atrapado por él, incapaz de apartar la vista. Esto era casi igual que en su sueño, salvo, salvo…

Sacudió la cabeza. Aún no conseguía descifrarlo. Lo que le habían hecho a sus recuerdos era como una cuerda gruesa alrededor de su cuerpo, tirante, clavándose en su carne, dejándole una ínfima libertad en algunos lugares, ahogándole cuando intentaba soltarse. Necesitaba algo más que los pensamientos para liberarse.

El terreno era violento, tal como le corresponde al planeta bautizado en honor del dios de la guerra. Vio parte del enorme cañón ecuatorial llamado Valles Marineris, con más de cinco mil kilómetros de largo: a su lado, el Gran Cañón de la Tierra quedaba empequeñecido, sus paredes se habían derrumbado en algunas partes, empujadas de forma evidente por una inundación. Marte, en el pasado, había tenido agua en su superficie, y en gran cantidad; ahora, el agua se hallaba atrapada en el hielo enterrado en forma de glaciares bajo el polvo y la arena de la superficie. Nadie tenía la certeza de la cantidad de agua que había, si podía ser liberada y lo que quizá hubiera allí abajo. Distinguió los tres volcanes que formaban un escudo sobre el precipicio de Tarsis. Conocía esta región; ¡la recordó mientras la contemplaba! Sin embargo, ¿dónde estaba aquel recuerdo enterrado en lo más profundo de su memoria? Tenía algo que ver con el hielo…

En ese momento, el transbordador se aproximó a la cima del Monte Olimpo, que tenía unos veinticinco kilómetros de altura, según recordaba; una montaña magnífica como ninguna otra que hubiera en el sistema solar. Podía parecer extraño que un planeta mucho más pequeño que la Tierra tuviera una montaña volcánica mucho más alta que cualquiera de las que había en el planeta madre; pero ello se debía a que la gravedad era mucho menor y al hecho de que la capa del planeta no se veía sujeta a una alteración permanente. En la Tierra, una estructura semejante habría sido derribada por las fuerzas de la gravedad y por la erosión; además, la capa cambiante tendía a aislar a los volcanes de su fuente de origen antes de que pudieran realizar mucho daño.

Los cohetes retropropulsores se encendieron para el descenso vertical del transbordador. En la llanura de Chryse, sembrada de enormes rocas, el techo del espaciopuerto se abrió hacia los costados, mostrando una plataforma de aterrizaje en su interior. El transbordador bajó hacia el espaciopuerto, y el techo se cerró encima de él. Esos mecanismos eran necesarios debido a que el aire de Marte resultaba demasiado tenue para permitir la descarga externa.

Quaid, disfrazado de mujer gorda, salió junto a los demás turistas. Mostró su pasaporte, el que le suministrara Hauser en el interior del maletín, y el sello oficial en una de sus hojas. El sello ponía:

COLONIA FEDERAL DE MARTE / CONFEDERACIÓN DE NACIONES DEL NORTE.

En realidad, nadie comprobaba la documentación; Marte quería tanto a los turistas como a los colonos, razón por la que mantenía sólo una vigilancia mínima. Lo cual significaba que una persona podía entrar legalmente a Marte en el plazo de unas dos horas.

Claro que sería mejor si lo pudieran reducir a dos minutos. Sin embargo, la burocracia era incapaz de lograr eso. Aunque llevaras únicamente un maletín pequeño, que no contuviera más que una barrita de chocolate Mars, eso ya justificaba una demora de una hora. En otros planetas, donde no les importaba en absoluto causar una buena impresión, supondría un retraso de cuatro horas, y todavía más si la víctima se quejaba. Los burócratas, en sus dominios, eran como unos tiranos en pequeña escala, incapaces de comprender por qué a los visitantes les caían mal.

Afortunadamente, la gravedad de Marte hacía que la espera en la fila, de pie, resultara fácil. Incluso una mujer gorda como él podía soportarla.

En la Sala de Inmigración del espaciopuerto se les indicó a los viajeros que formaran en tres filas y que aguardaran hasta que les tocara su turno con alguno de los tres oficiales de inmigración. ¿Por qué no mantenían a una docena de oficiales allí, que les ayudaran entre una nave y otra? Richter sonrió, sabiendo la razón. Porque eso sería demasiado eficiente. Los visitantes necesitaban sentir el poder de la burocracia, que se manifestaba haciéndoles perder su tiempo. Aprobaba esta medida. Era adecuado que a los civiles se les recordara constantemente quién tenía el control.

Miró a su alrededor. Un imponente retrato de Cohaagen colgaba de la pared frontal, dándoles la bienvenida a todos los visitantes. Había soldados armados, preparados para entrar en acción en el caso de que alguien protestara. Recordó haber visto un video acerca de los tiempos antiguos, cuando los nazis añadieron feroces perros de ataque en los controles, y los soltaban en el momento en que alguien les brindaba una excusa. ¡Fantástico!

Vio que la mujer gorda estaba en la fila detrás de una madre que llevaba a su hijo pequeño sujeto al hombro mediante un arnés, y sus labios se fruncieron con disgusto. ¡Gracias a Dios, Lori nunca había engordado! El pensamiento de que pronto la vería de nuevo elevó aún más su espíritu.

Apareció una escolta de soldados. Apartaron a la gente a un lado para dejar paso a Richter y a Helm, que fueron escoltados al primer lugar de la fila más próxima. Tropezaron con la mujer gorda, que le estaba haciendo carantoñas al bebé. Richter se apartó bruscamente ante el contacto.

Dos agentes vestidos de paisano se les acercaron y saludaron a Richter y a Helm como si fueran VIPs. ¡Vaya, por qué no!

– Bienvenido a casa, señor Richter -dijo el primer agente con entusiasmo-. El señor Cohaagen desea verle de inmediato.

Richter pasó entre los dos, sin apenas dignarse a reconocer su presencia.

– ¿Qué mierda es eso? -Señaló una pintada que había en la pared: Kuato vive. Un pintor se estaba encargando de taparla.

– Las cosas han empeorado -repuso el agente con voz tensa-. Los rebeldes se apoderaron de la refinería ayer por la noche. Ya no sale más turbinio.