Quaid se apartó de ella y se dirigió al borde del precipicio. Situó las manos en él; luego, de un salto, se lanzó con las piernas por delante hacia abajo, en una maniobra que habría resultado ardua en la gravedad de la Tierra. Agarró el cable, de cara a la pared rocosa, y empezó a bajar por el oscuro abismo, una mano detrás de la otra.
Un hombre de menos capacidades habría hecho un rappel, pasándose el cable por el muslo izquierdo y por encima del hombro derecho, empleando una línea doble que iría extendiendo lentamente para el descenso. Quaid no se molestó en ello; simplemente, fue bajando casi como si estuviera en una escalerilla. A cada metro se impulsaba de la roca con los pies, manteniéndose lejos de su superficie. ¡Un juego de niños!
Se detuvo unos metros más abajo y alzó la vista. La mujer se hallaba inclinada sobre el precipicio. La parte superior de su cuerpo se reflejaba en silueta, y parecía tener la cabeza iluminada debido a la transparencia del casco. Se asemejaba a un ángel en una bóveda pintada. La luna llena, Fobos, flotaba por encima de su cabeza, completando el halo.
Ella se llevó la mano al casco y luego la adelantó, enviándole un beso.
Quaid experimentó una oleada de emoción. ¡Dios, era hermosa!
Sin embargo, tenía que realizar un trabajo. Le devolvió el saludo, luego reanudó el descenso. Se dio cuenta de que no tenía por qué emplear las manos; el carrete podía ser ajustado para que fuera soltando cable a un ritmo regular. Así lo hizo, y se soltó.
Continuó el descenso al mismo ritmo de antes. Eso le permitía tener las manos libres para cualquier cosa que pudiera surgir. Se relajó y miró a su alrededor.
La luz de la luna iluminaba el agujero, mostrándole algunos detalles que no había podido ver desde arriba. Había docenas de gigantescos tubos verticales que se elevaban desde las profundidades, y que le recordaron vagamente a un monstruoso órgano de vapor. ¡No estuvo muy seguro de que no interpretaran música! Pero, ¿qué hacían? ¡No se hallaban ahí como una muestra del arte marciano!
Notó una vibración en la cintura. ¡Algo iba mal con el carrete! Lo cogió; sin embargo, sus torpes guantes no surtieron ningún efecto o empeoraron las cosas. El cable se desenroscaba a un ritmo aterrador.
Quaid descendía ahora a toda velocidad hacia el abismo sin fondo. Movió frenéticamente brazos y piernas, intentando detenerse. Sus pies perdieron contacto con la pared y comenzó a dar vueltas, viendo la pared, los tubos y el espacio que los separaba remolinear vertiginosamente a medida que caía.
– ¡Doug! -era la mujer, que, alarmada, le llamaba desde arriba.
Trató de responderle, pero se encontraba demasiado desorientado como para hacer siquiera eso. Seguía cayendo, penetrando cada vez más en el abismo, el control perdido.
– ¡Doug! -le llegó la desesperada voz de ella, débil en la lejanía.
El abismo se llenó de una cegadora luz blanca. Quaid supo que era el fin. De algún modo, no experimentó miedo; lo único que podía hacer era enfrentarse a su destino.
2 – Lori
Sorprendido, Quaid se despertó. Se hallaba en la cama, en la Tierra, bastante a salvo. El dormitorio estaba bañado por la luz de la mañana.
A medida que se adaptaba al nuevo entorno y los latidos de su corazón regresaban a la normalidad, se dio cuenta de que tendría que haber descubierto que su experiencia no era real. Jamás había estado en Marte, así que, ¿cómo pudo encontrarse allí, sin siquiera cuestionárselo y sin saber cómo había llegado? Sencillamente había aparecido en la superficie desnuda, conoció a una muchacha, penetró en una cueva o una grieta en una montaña con forma de pirámide y descendió por un enorme agujero. ¿Tenía sentido eso, sobre una base racional? En el sueño lo había aceptado; pero así eran los sueños.
Su mente lo repasó todo, siguiendo la situación paso a paso hasta que la escena se quebró. ¿Toda esa luz blanca, procedente de una luna diminuta? Bueno, quizá; ¿cómo podía saberlo sin estar allí? Pero aquel cable… ¿Por qué, sencillamente, no se aferró a él y detuvo su caída? No cabía ninguna duda sobre su capacidad para hacerlo; iba sujeto a él, de modo que lo podría haber cogido de su extremo en el carrete y, una vez sujeto, aguantar. Al ser su peso sólo una fracción del de la Tierra, y con la fuerza de sus brazos, hubiera sido como coger un pavo enorme que hubiera arrojado alguien. Hubiera sido una buena sacudida, sí; sin embargo, nada imposible. Únicamente la atmósfera del sueño hizo que la caída pareciera inevitable.
No obstante, le molestaba un detalle insignificante. ¡Doug!, había llamado la mujer. Eso significaba que le conocía, aunque él no podía localizar su nombre en su memoria. Nada de señor Quaid o Douglas, sino Doug, y gritado con sentimiento. Ese mismo sentimiento despertó uno de respuesta en él, incluso ahora que ya no se hallaba en el sueño, sino de regreso a la realidad. Ella era importante para él, más que importante; ella…
Entonces, todo encajó. ¿Cómo había sido capaz de escuchar su grito…, allí, en el vacío casi total de la atmósfera de Marte? A lo largo de todo el sueño permanecieron sin hablar; pero, al final, la verosimilitud, la semblanza con la realidad, se había venido abajo. La luz resplandeciente, al final…, era esta luz, el resplandor del día de la Tierra, más intenso que el de Marte. Nada que ver con el fulgor del Cielo o del Infierno que uno halla en el momento de su muerte; sólo el resplandor normal de un día normal cuando se quedaba dormido más de la cuenta. ¡Era un alivio!
No obstante, aquella voz seguía perturbándole. Aquella mujer… Había alguien con él. Quaid parpadeó y miró. Una hermosa criatura se inclinaba sobre él. Llevaba un camisón transparente que se abría con una disposición que debía ser intencionada y que revelaba partes de su espléndida anatomía. No se trataba de la muchacha del sueño; era una magnífica amazona rubia. Su esposa, Lori. ¡Cómo pudo olvidarla!
– Estabas soñando -comentó ella con simpatía, mientras alargaba la mano para secarle el sudor de la frente.
Permaneció en silencio, distraído por la visión clara y completa de sus pechos en el interior del camisón abierto. Por supuesto, ya los había visto muchas veces antes; pero, de algún modo, nunca se cansaba de observarlos. Hablando de arquitectura impresionante…
– ¿Marte de nuevo? -inquirió ella, solícita.
Los pechos se movieron al ritmo del brazo cuando terminó de limpiarle el rostro.
Asintió, todavía perturbado por la experiencia, aunque se estaba acomodando rápidamente a la situación actual. ¿Qué tenía la mujer del sueño que Lori no poseyera? Quizás el cabello castaño; nada más. Además, Lori no llevaba puesto exactamente un traje espacial.
De repente comprendió que la voz de la mujer de Marte no había sido un error del sueño. Se encontraban embutidos en trajes espaciales, y éstos disponían de intercomunicadores o lo que fueran. ¡La había escuchado a través del sistema de su casco! Le alentó establecer esa conexión; significaba que su sueño no había sido tan descabellado como pensara.
Lori, malinterpretando su distracción, empezó a acariciarle. Su mano descendió por el cuello de él, y apretó el músculo de su hombro. A ella le gustaban sus músculos y le encantaba tocarlos; era algo que la excitaba, y él no tenía nada que objetar a ello.
– Pobrecito -murmuró, acariciándole el músculo pectoral-. Pobrecito, con esos sueños malos, esas horribles pesadillas. -Bajó la cabeza, y le besó el hueco entre el cuello y el hombro de un modo que podía haber sido de consuelo, pero que se estaba volviendo erótico-. ¿Te sientes mejor?
Sus labios empezaron a moverse por su pecho, se detuvieron en la zona de la tetilla. Alzó los ojos para mirarle. Él no quería que se detuvieran.
– Mm, mm -murmuró.
Lori prosiguió, descendiendo hasta su estómago. Sabía que ella intentaba seducirle para que su mente se apartara del sueño, y lo hacía bien. Le encantó dejar que siguiera. ¡Si tan sólo esa mujer de Marte no hubiera tenido el traje espacial! Podía imaginar que era ella…