Se las quedó mirando, sorprendido. No, eran tabletas de verdad: barritas de chocolate Mars. Mars, Marte…, alguien debía de tener un sentido del humor bastante raro. No obstante, le recordaron que estaba hambriento. ¿Serían seguras de comer?
Había un extraño par de zapatos de goma. ¿Eh?
Siguió rebuscando, y sacó una combinación de reloj de pulsera y teclado numérico. Examinó el pequeño instrumento al tiempo que apretaba uno de los botones.
De repente se vio sorprendido por la aparición de un hombre de aspecto peligroso. El hombre le miraba desde las sombras, a unos nueve metros de distancia.
No había tiempo para pensar. Quaid sacó la pistola y disparó. El hombre, al unísono, apuntó y abrió fuego sobre Quaid.
¿Quién iba a caer? Quaid no sintió daño alguno, pero eso podía ser engañoso. Un hombre podía estar seriamente herido y no sentirlo hasta que se hubiese hecho cargo de la persona que le atacara. No se examinaría el cuerpo hasta que supiera qué pensaba hacer el hombre.
El otro parecía tener la misma idea. Con las pistolas apuntándose mutuamente, se mantuvieron vigilados.
Quaid avanzó un paso. El hombre le imitó, penetrando en el ángulo de luz. Llevaba un tosco turbante húmedo en la cabeza.
Quaid se sintió atónito. ¡El hombre era él mismo! O, para ser preciso, un holograma de una fidelidad pasmosa de su propia imagen.
Se dirigió hacia el holograma, al tiempo que éste le imitaba en cada paso que daba. Quaid alzó un brazo; el holograma también lo alzó. Quaid realizó un movimiento repentino, como si quisiera coger al otro desprevenido, tal como se hacía en las viejas comedias. No logró engañar al holograma.
¡El reloj! Había oprimido un botón, y entonces apareció la imagen. Lo volvió a presionar. El hombre del holograma desapareció con un bzzzt.
¡Éste podía resultar un aparato muy útil! Si Richter le acosaba…, sí. Se colocó el reloj alrededor de la muñeca, teniendo buen cuidado de no apretar de nuevo el botón.
Helm conducía despacio por el distrito industrial abandonado. Los dos hombres dirigían los focos que habían montado en el techo del coche hacia los edificios. De momento, lo único que descubrían era una desolación empapada por la lluvia.
Richter habló por la radio.
– ¿Alguna señal de él?
Había cuatro agentes en dos coches que realizaban inspecciones por otras calles paralelas al coche de Richter.
– Escuché un disparo en la vieja fábrica Toyota -le informó uno por la radio.
– Reunios conmigo en la zona de carga -ordenó Richter.
Apostaría a que se trataba de su presa. Quizás había matado una rata para comérsela, o a uno de los perros hambrientos que pululaban por la zona.
Quaid apartó con el pie una rata que intentaba llegar hasta sus barritas Mars. En realidad, se trataba de un buen indicio; las ratas eran astutas, y no se acercarían a una comida envenenada.
Quedaba una cosa más en el maletín. La sacó: era un equipo de videodisco en miniatura, con reproductor y monitor de televisión. Había un disco insertado en el aparato, lo cual significaba que quizá hubiera un mensaje grabado para él. Era lo que más necesitaba: información. Apoyó el reproductor de modo que la pantalla quedara delante de él, y lo activó.
Su propia cara, sin el turbante, apareció en un primer plano. Se dirigía a la cámara.
– Hola, desconocido. Soy Hauser. Si las cosas han salido mal, me estoy hablando a mí mismo… y tú tendrás una toalla húmeda enroscada alrededor de la cabeza.
Quaid se sobresaltó y se llevó la mano al turbante.
Hauser se rió de buena gana. Mostraba un aspecto de confianza absoluta en su propia persona. Bueno, resultaba agradable descubrir que había alguien que creía saber lo que hacía. Quaid abrió una barrita Mars y la comió mientras escuchaba.
– Sea cual sea tu nombre, prepárate para recibir una buena sorpresa -continuó Hauser, poniéndose serio-. Tú no eres tú. Tú eres yo.
Quaid siguió comiendo la barrita de chocolate.
– No me digas -repuso, contemplando el rostro de Hauser.
El coche de Richter convergió con los demás coches ante las puertas de una fábrica enorme y abandonada, en cuya fachada pendía un cartel desgastado que ponía: «Toyota». Richter comprobó el aparato rastreador, que mostraba un pálido destello.
– ¡Bingo!
En el interior, Quaid seguía contemplando la pequeña pantalla, totalmente absorto. ¡Por fin estaba llegando a alguna parte!
– Toda mi vida trabajé para la Inteligencia de Marte, una rama de la Agencia. En otras palabras, hacía el trabajo sucio de Cohaagen. Luego, hace unas semanas, conocí a alguien…, una mujer. Y descubrí algunas cosas. Como que he estado jugando con el equipo equivocado. -Hauser suspiró y adoptó una expresión de culpabilidad-. Todo lo que puedo hacer ahora es intentar arreglar esa situación.
Quaid le arrojó un trozo de la barrita de chocolate a la persistente rata. Era una estupidez, pero sentía cierta simpatía hacia cualquier criatura que tuviera que ocultarse en un lugar como éste, odiada y acosada por el hombre. La rata cogió el trozo y se escurrió por entre las sombras.
Hauser se tocó la cabeza.
– Tengo suficiente mierda aquí dentro como para hundir a Cohaagen…, y eso es lo que intento hacer. Lamentablemente, si estás escuchando esta grabación, es que él me cogió primero. Aquí viene la parte dura, camarada: ahora todo depende de ti.
Quaid masticó, sin saber si le gustaba la idea. Si la imagen suya que aparecía en la pantalla estaba al tanto de todo lo que había tenido que pasar, y creía que ésa había sido la parte más fácil…
– Siento arrastrarte a esto, pero tú eres la única persona en la que puedo confiar -comentó Hauser con tono de disculpa.
Richter subió a toda velocidad por unas escaleras, conduciendo a Helm y a cuatro agentes al interior del edificio que les protegería de la lluvia. En esta ocasión no habría ningún pasillo de metro, ninguna escalera mecánica o trenes que la presa pudiera utilizar para escapar. Esta vez le atraparían. Richter quería escuchar los gritos del bastardo antes de morir.
Regresaron dos ratas en busca de otras migajas de comida. ¡En esta carrera de ratas, las noticias viajaban deprisa! Quaid sonrió fugazmente. ¡Qué demonios! Le arrojó a cada una un pedazo de chocolate. Si pudiera deshacerse con la misma facilidad de las ratas humanas que le perseguían.
– Sin embargo, sigamos un orden -dijo Hauser desde la pantalla-. Hemos de quitarte el transmisor que llevas en la cabeza. -Se señaló su propia cabeza, justo entre los ojos-. Coge eso que hay en la bolsa de plástico… -Alzó una bolsa de plástico idéntica a la que tenía Quaid-, y métetelo por la nariz.
¿Por la nariz? ¡Vaya gracia! Pero, probablemente, era mejor eso que una bala en la cabeza, que era lo que el transmisor le depararía.
Abrió la bolsa de plástico y extrajo el aparato quirúrgico. Parecía el tentáculo metálico de un alienígena.
Oprimió el brazo móvil. De él salió un tentáculo interior en cuyo extremo sobresalía una pequeña garra. Lo asoció con una serpiente que atacara desde el agujero de una pared, cogiendo algo y arrastrándolo de vuelta hacia la pared. ¿Por la nariz?
– No te preocupes, posee un sistema autónomo de guía -le indicó Hauser para tranquilizarle- Lo único que tienes que hacer es empujar con fuerza… hasta el seno maxilar.
Quaid recordó una antigua broma: «Cuando mi perro se porta mal, le doy un filete.» «¡Pero le debe encantar la carne!» «¡No cuando se la meten por la nariz!». A ese perro tampoco le gustaría que le metieran este instrumento de tortura por la nariz. No obstante, Quaid se jugaba mucho en esto: su propia vida.
Debía hacerlo. Con cuidado, introdujo el aparato en su nariz y empezó a empujar. Hizo una mueca de dolor. Podía resistir el dolor normal, como el que producía el golpear con el puño cerrado contra una pared; sin embargo, había algo particularmente perturbador en una profunda intrusión por tu nariz. No se trataba sólo de las mucosidades, sino que se hallaba muy cerca del cerebro. Se imaginó uno de esos aspiradores de tubo rotatorio que destruían cualquier obstrucción que hubiera en una tubería. No obstante, la obstrucción aquí no era un pedazo de mierda atascada; ¡se trataba de su tejido nasal!