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Robert Harper, el jefe de seguridad del departamento, cruzó el campo de visión de Laurie cerca de los refrigeradores y desapareció en dirección a la sala de autopsias. A continuación dio media vuelta y reapareció ante los ojos de Laurie.

– Los tipos de la prensa se están poniendo nerviosos -informó-. Se han enterado de lo del cuerpo sin cabeza e insisten en conocer los detalles.

– ¿Cómo lo han sabido? -preguntó Laurie.

Robert hizo gesto de no saberlo.

– Ni idea. Marlene me acaba de llamar para que suba a calmar las aguas.

Laurie miró a Lou, y este alzó las manos en señal de inocencia.

– Yo no les dije nada.

Laurie meneó la cabeza, disgustada.

– Esto es un maldito circo.

– ¿Qué quiere que les diga? -preguntó Harper.

– Dígales que voy a llamar al director.

– Dudo que se contenten con eso.

– Pues no tendrán más remedio -declaró Laurie abriéndose paso entre los dos hombres y regresando a la sala de autopsias.

Robert y Lou intercambiaron una rápida mirada antes de que el jefe de seguridad volviera arriba, y el detective siguiera los pasos de Laurie. Avivando el paso, Lou se puso enseguida a la altura de Laurie.

– Hay que hacer la autopsia de Rousseau -le dijo.

– No hace falta que me digas lo que ya sé -contestó Laurie abriendo la puerta de la sala de autopsias. Se asomó dentro y le dijo a Marvin que se tomara un descanso y que ya lo llamaría. A continuación, se dirigió al ascensor con Lou pisándole los talones.

Mientras subían, él la miró. Por el momento, el shock y la tristeza de Laurie se habían convertido en furia.

– Quizá esto sea la gota que colme el vaso y, a partir de ahora, todos los que no me creían cambien de opinión sobre esta serie que he descubierto.

– Me permito discrepar -la corrigió Lou-. La muerte de Rousseau no confirma inequívocamente que los fallecimientos de esos pacientes fueran asesinatos. Lo único que nos dice es que tenemos un asesino suelto en el Manhattan General que tiene entre sus objetivos a médicos y enfermeras. Puede que ese tío esté matando también a los pacientes, pero también puede que no. No te precipites en sacar conclusiones.

– Me da lo mismo lo que digas. Sigo creyendo que está relacionado.

– Puede ser. ¿Rousseau te dio algún otro nombre aparte del de Najah?

– No. Ese fue el único.

– Pero tú crees que tenía otros.

– Sin duda. Me lo dio a entender.

– ¿Sabes si es posible que los pusiera por escrito?

– Sí. Mencionó que tenía varias listas.

– Bien, gracias a Dios por sus pequeños favores.

Llegaron a la planta de Laurie, y Lou salió tras ella a toda prisa, siguiéndola hacia su despacho. Cuando Laurie se sentó a su mesa, él hizo lo mismo en la de Riva. Tras algunas vacilaciones, Laurie marcó el número de Jack y rogó para que estuviera en su apartamento en vez de jugando al baloncesto. Para su alivio, Jack contestó al segundo timbrazo.

– Lamento molestarte, pero… -empezó a decir Laurie.

– ¿Molestarme? No me molestas, me alegro de saber de ti.

– Sé que te dije que esperaría a que me llamaras, pero ha surgido algo, Jack. Necesito que vengas.

– ¿Los casos que tienes son tan aburridos que necesitas que alguien te alegre la vida? -dijo él, pero Laurie lo interrumpió.

– ¡Por favor, déjate de sarcasmos! Acaban de traernos a Roger Rousseau como víctima sin identificar de un asesinato. Le pegaron dos tiros anoche en el Manhattan General.

– Voy para allá -contestó Jack y colgó.

Tras dejar lentamente el auricular, Laurie apoyó los codos en la mesa, la cabeza en las manos y se frotó los ojos. Era como si toda su vida hubiera escapado a su control desde aquella desdichada noche en el apartamento de Jack, cuando no había podido dormir. Tenía la impresión de estar saltando de desastre en desastre. Tras ella, podía oír a Lou hablando con alguno de sus hombres en el Manhattan General y ordenándoles que precintaran el despacho del doctor Rousseau hasta que él llegara y que investigaran a un tal doctor Najah.

Un involuntario gemido escapó de los labios de Laurie cuando se enderezó y se apartó las manos de la cara. Sin duda lamentaría la muerte de Roger, pero eso sería más tarde. Descolgó, marcó el número de Calvin y cruzó cuatro palabras con su esposa. El subdirector se puso al aparato inmediatamente después.

– ¿Qué pasa? -preguntó en tono impaciente. A Calvin no le gustaba que lo molestaran en su casa si no era por una buena razón.

– Me temo que bastantes cosas. Primero, lo más importante, aunque no sé cómo explicarlo.

– No estoy de humor para adivinanzas, Laurie. Limítese a decirme lo que tenga que decir.

– De acuerdo. Estoy segura en un noventa y cinco por ciento de que el jefe de personal médico del Manhattan General, Roger Rousseau, un amigo con quien he compartido mis dudas sobre esa serie de extrañas muertes, yace en estos momentos en mi mesa esperando a que le haga la autopsia. Anoche le pegaron dos tiros en el hospital, y esta mañana lo han encontrado en uno de los refrigeradores de Anatomía.

Durante un momento, Calvin no dijo una palabra, y Laurie habría pensado que la comunicación se había cortado de no ser porque oía su pesada respiración.

– ¿Y cómo es que no está segura en un cien por cien? -preguntó al fin el subdirector.

– Porque el cuerpo no tiene ni manos ni cabeza. Quien sea que lo haya hecho, no quería que lo identificaran.

– Así que ingresó como anónimo.

– Eso es.

– ¿Y cómo es que ha conseguido identificarlo con un noventa y cinco por ciento de seguridad?

– Porque le he visto un pequeño e inconfundible tatuaje.

– Supongo que puede decirse que esa persona era algo más que un simple amigo.

– Era un amigo -insistió Laurie-. Un buen amigo.

– De acuerdo -dijo Calvin cambiando de tema-. Conociéndola como la conozco, supongo que cree que este suceso viene a respaldar su tesis del asesino múltiple.

– Sin duda. Ayer mismo le hablé de las víctimas de Queens y le propuse que investigase a los empleados que habían sido trasladados del St. Francis al General. Por la noche me dejó un mensaje en el contestador diciendo que había conseguido los nombres de unos cuantos sospechosos en potencia y que iba a intentar hablar con ellos.

– ¿La policía interviene directamente?

– Desde luego. El detective Lou Soldano se encuentra aquí mismo ahora, hablando con su gente del hospital.

– Me parece que no sería apropiado que usted se encargara de esa autopsia.

– Nunca se me ha pasado por la cabeza. Jack está a punto de llegar.

– Jack no está de guardia suplente.

– Lo sé, pero pensé que no solo sería bueno que hiciera la autopsia, sino también que viniera a apoyarme emocionalmente.

– De acuerdo. Me parece bien -convino Calvin-. ¿Está segura de que quiere quedarse? Puedo llamar a alguien para que la sustituya el fin de semana. Me imagino que habrá sido un buen susto.

– Lo ha sido, pero prefiero quedarme.

– Usted decide, Laurie. No voy a forzarla. Al mismo tiempo, debo ser claro en cuanto a la posición del departamento respecto a su serie. Como ya le dije en su momento, lo nuestro no son las especulaciones. No tenemos pruebas de que las muertes de esos pacientes fueran homicidios. ¿Estamos en el mismo lado, Laurie? Quiero estar seguro porque no deseo que hable con la prensa. Hay demasiado en juego.

– Esta mañana nos ha llegado otro caso para mi serie -dijo Laurie-. Una mujer sana de treinta y siete años. Con ella ya son ocho solo en el Manhattan General.

– Las cifras no van a hacerme cambiar, Laurie; y no deberían hacerla cambiar a usted. Lo que sí me haría cambiar sería que John apareciera con algo de Toxicología. El lunes intentaré presionarlo un poco, a ver si redobla sus esfuerzos.

Y servirá de mucho, claro, pensó con desánimo Laurie, sabedora de los esfuerzos hechos.

– ¿Qué más ha pasado? -preguntó Calvin-. Me ha dado a entender que había algo más.