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– ¿Te dijo eso concretamente?

– No con esas palabras, pero, ¡venga ya! ¡Si te ha dicho dé salir a cenar!

– Me ha dicho que tenía algo que contarme, pero puede que se trate de algo que no me apetece oír.

– ¡Dios mío, qué pesimista! Tienes la cabeza tan mal como yo. Esa mujer te quiere.

– Ah, ¿sí? Pues eso es una novedad. De todas maneras, ¿cómo es que te ha dicho que tenemos una cita?

– Yo se lo pregunté. No oculto que me gustaría veros juntos de nuevo, y ella lo sabe.

– Bueno, ya veremos. Dime, ¿qué te trae por aquí?

– El maldito caso Chapman, claro. Hemos estado trabajando sin parar y he entrevistado a casi todo el personal del centro. Por desgracia, nadie vio nada sospechoso, aunque tampoco es extraño. De todas maneras, no tenemos nada. Confiaba en que tú hubieras dado con algo. Sé que mi capitán vino a hablar con Calvin Washington.

– Qué raro. Calvin no sabe nada del caso y no ha hablado conmigo.

Lou se encogió de hombros.

– Pensé que tú sí sabrías algo. ¿Has averiguado alguna cosa?

– No me han entregado todavía los resultados de las muestras, pero no creo que nos digan gran cosa. Ya tienes las balas, y me parece que es lo único que sacarás en claro de la autopsia. ¿Qué hay de la posición de la víctima y del hecho de que quien le disparó seguramente se hallaba sentado dentro del coche? ¿Estáis investigando que la víctima quizá conociera al asesino?

– Lo estamos investigando todo. Ya te lo he dicho, hemos interrogado a todos los que tenían acceso al aparcamiento. El problema es que no tenemos ni una huella. Salvo los casquillos de bala, no tenemos nada.

– Lamento no serte de más ayuda -dijo Jack-. Oye, hablando de otra cosa, ¿te ha dicho algo Laurie acerca de su serie de muertes sospechosas que te mencioné ayer?

– No. No me ha dicho nada.

– Me sorprende -comentó Jack-. Hay novedades en ese asunto. Ahora ya tiene siete casos en el Manhattan General, incluyendo uno al que le he hecho la autopsia esta mañana; pero es que además ha encontrado otros seis casos en un hospital de Queens.

– Interesante.

– Creo que es algo más que interesante. La verdad es que estoy empezando a creer que Laurie tenía razón desde el principio. Me parece que ha descubierto a un asesino múltiple.

– ¿Bromeas?

– No bromeo. Así que será mejor que empieces a pensar en meter la nariz en este asunto.

– ¿Cuál es la postura oficial? ¿Calvin y Bingham opinan igual?

– La verdad es que no. Me he enterado de que Laurie ha recibido presiones por parte de Calvin para firmar en los certificados de defunción que se había tratado de muerte natural. Calvin a su vez ha recibido presiones de Bingham, que a su vez las recibió de alguien del ayuntamiento.

– Me suena a politiqueo, y eso significa que tenemos las manos atadas.

– Bueno, al menos te lo he advertido.

15

Jack pedaleó con más fuerza, y su bicicleta respondió. En esos momentos pasaba velozmente ante el edificio de Naciones Unidas camino de la Primera Avenida. A pesar de que el tráfico de las cinco y media estaba en su apogeo, no había tenido ningún altercado con los conductores: después de que llegara al depósito el cadáver de uno de los muchos mensajeros que iban en bicicleta por la ciudad, había contenido su agresividad. Aquel pobre infeliz tuvo un tropiezo con un camión de la basura que le había costado caro. Cuando Jack lo vio, tenía la cabeza del diámetro de una pelota de playa, pero del grosor de una moneda.

Delante se alzaban las enormes columnas del puente de Queensboro. La calle adquirió un declive gradual y Jack alcanzó una velocidad mayor. Con la ayuda de la gravedad, se mantuvo a la marcha del tráfico mientras el viento le silbaba en el casco. Como de costumbre, desconectaba con aquella sensación. Durante unos minutos, todas sus preocupaciones y recuerdos se disolvieron en un baño de endorfinas.

En algún momento anterior de aquella tarde, Jack había apagado la luz del microscopio; ordenó su escritorio y fue al despacho de Laurie para que le explicara cómo llegar al restaurante. Sin embargo, al igual que durante sus numerosas vistas de aquella mañana, lo había encontrado vacío. Riva le explicó que Laurie se había ido a casa para cambiarse de ropa. Jack debió de poner cara de sorpresa, porque Riva se tomó la molestia de explicarle que era típico de mujeres. De todas maneras, la explicación solo sirvió para confundirlo aún más: el atuendo de Laurie le había parecido absolutamente apropiado para una cena temprana. Laurie, más que cualquier otra mujer de la oficina, se vestía de un modo especialmente elegante y femenino.

Justo pasado el puente Queensboro, el tráfico rugía; una cola de vehículos competía por meterse en la rampa que conducía al FDR Drive North, y Jack se vio obligado a serpentear entre los coches y autobuses parados hasta pasar el cruce con la calle Sesenta y tres. Fuera del embotellamiento se puso de pie sobre los pedales para ganar velocidad.

Desde ese punto y hacia el norte, no tuvo problemas. En la esquina de la calle Ochenta y dos y la Segunda Avenida, subió a la acera y desmontó. Ató con un candado la bicicleta y el casco a una señal de «Prohibido Aparcar» y entró en Elios con solo tres minutos de retraso.

Fue hasta la barra de caoba que había al otro lado de la puerta y contempló el panorama: camareros de blancos delantales iban de un lado a otro comprobando que las mesas cubiertas con manteles estuvieran en orden. Había algunos clientes repartidos por el estrecho y largo interior. Justo a su derecha, tenía una mesa ocupada por un ruidoso grupo entre cuyos miembros reconoció algún rostro de la televisión a pesar de no tener televisor. Al principio no vio a Laurie, y creyó que había sido el primero en llegar.

La propietaria, una mujer alta y elegante, se le acercó. Cuando Jack le dijo que había una reserva a nombre de Montgomery, ella le cogió la cazadora de aviador, se la entregó a uno de los camareros y le pidió que lo siguiera. A medio comedor divisó a Laurie sentada a una mesa de la derecha, conversando con un bigotudo camarero. Delante tenía una botella de agua con gas italiana; no había vino. Jack sabía lo mucho que a Laurie le gustaba el vino, y también que cuando él llegaba tarde a cenar, ella ya solía haberlo encargado. Lo que ignoraba era por qué ese día no lo había hecho.

Jack se le acercó y le dio un rápido beso en la mejilla antes incluso de detenerse a pensar si debía hacerlo o no; luego, estrechó la mano al camarero, que resultó ser un tipo de lo más agradable, y se sentó. El hombre le preguntó si deseaba tomar vino.

– Sí, supongo -contestó mirando a Laurie.

– Adelante, pide lo que te apetezca. Yo me conformo con esto -contestó ella señalando el vaso de agua.

– Ah -se extrañó Jack, que no sabía qué esperar de aquella cita. Dudó un instante y después pidió una cerveza. Si Laurie no iba a tomar vino, él tampoco. Creía que era cuestión de principios, aunque no podía decir de cuál.

– Me alegro de que hayas llegado sano y salvo -le dijo Laurie-. Después del caso de aquel mensajero, confiaba en que habrías renunciado a flirtear diariamente con la muerte.

Jack asintió pero no dijo nada. Laurie tenía un aspecto radiante. Llevaba uno de los conjuntos que más le gustaban, y se preguntó si lo habría escogido a propósito. No solo se había cambiado de ropa; también se había lavado el cabello. En la oficina, Laurie se lo recogía en un moño o se lo anudaba en una trenza; pero esa noche lo llevaba suelto y le caía por los hombros enmarcándole el rostro.

– Estás muy guapa -le dijo.

– Gracias. Tú también tienes buen aspecto.

– Sí, claro -contestó Jack con evidente incredulidad mirando su arrugada camisa Oxford, su corbata de punto azul oscuro y sus gastados vaqueros. Al lado del esplendor de Laurie, parecía el pariente pobre.