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Laurie conocía el camino por haber estado en el Manhattan General varias veces, incluidas sus visitas a Sue, lo cual era una ayuda puesto que siempre estaba abarrotado. Se dirigió directamente al edificio Kaufmann, de pacientes externos. Una vez dentro, caminó hasta el Departamento de Medicina Interna y preguntó por su amiga en el mostrador de información. Cuando se identificó, la secretaria le entregó un sobre. Dentro había un volante para una exploración del marcador del BRCA-1, así como una nota de Sue. La nota le indicaba en qué lugar del primer piso del edificio principal se hallaba el laboratorio de genética; también tenía instrucciones para que Laurie pasara antes por Admisiones. Como nuevo miembro de AmeriCare, debía dotarse de su tarjeta del hospital. Las últimas indicaciones de la nota le decían que debía ir directamente a la cafetería cuando hubiera acabado y que Sue se reuniría con ella allí.

Conseguir la tarjeta del hospital le llevó más tiempo que hacerse el análisis de sangre, pues tuvo que entrevistarse con uno de los representantes del servicio a clientes. Aun así, solo tardó un cuarto de hora y pronto estuvo de camino al laboratorio del primer piso. Las instrucciones de Sue eran precisas y Laurie encontró sin dificultad el laboratorio de diagnósticos genéticos. Dentro reinaba una tranquilidad que contrastaba con el resto del hospital. Una suave música clásica salía de los altavoces de las paredes, y una serie de reproducciones de Los lirios de Monet del Museo de Arte Moderno adornaba las paredes. No había ningún paciente en la sala de espera cuando Laurie entregó el volante a la recepcionista. Saltaba a la vista que las pruebas genéticas entendidas como algo cotidiano todavía estaban en sus inicios, pero Laurie sabía que la situación no tardaría en cambiar; y con ella, la medicina en general.

Sentada en la zona de espera, se vio nuevamente obligada a enfrentarse a la realidad de lo que podía estar albergando en lo más profundo de su ser. Pensar que podía ser portadora del instrumento de su muerte en forma de gen mutado resultaba una inquietante revelación. Se trataba de una especie de suicidio inconsciente o de un mecanismo de autodestrucción incorporado, y esa era la razón de que hubiera evitado deliberadamente pensar en él. ¿Daría positivo o negativo? No lo sabía, y hallarse en el hospital hacía que se sintiera como si estuviera en las apuestas, algo que la incomodaba. De no haberle insistido Jack, probablemente habría aplazado indefinidamente los análisis; pero puesto que estaba allí, se haría las pruebas y después se olvidaría de ellas. Ese era un rasgo que compartía con su madre.

Tras la extracción de sangre, que resultó ser un procedimiento engañosamente sencillo, Laurie regresó a la planta baja y esperó en la cola del mostrador de información porque no tenía ni idea de dónde se encontraba la cafetería. Cuando le llegó el turno, una voluntaria de bata rosa le preguntó si quería la cafetería principal o la de personal. Por un instante dubitativa, Laurie contestó que la de personal, y le indicaron el camino.

Las indicaciones eran complicadas, pero la última indicación de la voluntaria -que siguiera la línea púrpura del suelo- le facilitó las cosas. Cinco minutos después, Laurie entraba en la cafetería de personal. Dado que pasaban de las doce, el local estaba abarrotado. Laurie no imaginaba que el personal del Manhattan General pudiera ser tan numeroso, especialmente si tenía en cuenta que toda aquella gente solo representaba una parte de uno de los tres turnos.

Laurie buscó entre los rostros de los que estaban sentados y de los que hacían cola ante la comida. El eco del parloteo le recordó el ruido de los santuarios de aves en las noches de verano. Entre semejante multitud, Laurie no pudo evitar sentirse pesimista ante la posibilidad de encontrar a Sue. La situación era igual que intentar dar con un amigo en Times Square en plena Nochevieja.

Justo cuando se disponía a volver al mostrador para pedir que llamaran a Sue, una mano le dio un toquecito en el hombro. Para su alegría, se trataba de su amiga, que la envolvió en un fuerte abrazo. Sue era una mujer negra, atlética y corpulenta, que había destacado jugando al fútbol y al softball en la universidad. Laurie se sintió empequeñecida en el achuchón. Sue tenía su atractivo aspecto de costumbre. A diferencia de muchos de sus colegas, iba vestida con un elegante conjunto de seda sobre el que se había puesto una inmaculada bata blanca. Al igual que a Laurie, le gustaba cuidar su lado femenino con su forma de vestir.

– Espero que no te hayas traído también el apetito -bromeó Sue señalando la cola ante el mostrador de la comida-. No me hagas caso. Bromas aparte, la comida no es tan mala.

Mientras pasaban ante los platos del bufet y escogían el almuerzo conversaron superficialmente acerca de sus distintos papeles profesionales; y, al llegar a la caja, Laurie le preguntó sobre sus dos hijos. Sue se había casado después de haber concluido las prácticas y tenía un chico de quince años y una niña de doce. Laurie no podía evitar sentir cierta envidia.

– Salvo por el tormento que supone el período de la adolescencia, todo va sobre ruedas -repuso Sue-. ¿Qué me cuentas de ti y de Jack? ¿Alguna luz al final del túnel? Me da la impresión que vosotros dos tenéis que poneros las pilas. Sé que dentro de poco cumplirás los cuarenta y tres porque yo no te ando lejos.

Laurie notó que se ruborizaba y sintió una punzada de irritación por no saber ocultar sus sentimientos. Sabía que Sue había tomado nota de su reacción; y, puesto que llevaban siendo amigas más de veinticinco años, le había confiado su deseo de tener hijos y de consolidar su relación con Jack, especialmente a lo largo de los últimos dos años.

– Lo de Jack y yo ha pasado a la historia -contestó optando por mostrarse más tajante de lo que en realidad sentía-. Al menos en lo que a relación íntima se refiere.

– ¡Oh, no! Pero ¿qué le pasa a ese chico?

Laurie frunció el entrecejo y se encogió de hombros para declarar que no lo sabía. En su estado emocional, no quería verse arrastrada a una larga y fatigosa conversación.

– Bueno, pues, ¿sabes qué te digo?, que has hecho bien librándote de él. Has tenido más que paciencia con ese tonto indeciso. Deberían darte una medalla, porque él no va a cambiar.

Laurie asintió y se abstuvo de defender a Jack porque sabía que su amiga estaba en lo cierto.

Sue insistió en invitarla a comer y pidió que le cargaran la comida en su cuenta. Con las bandejas en la mano, consiguieron sentarse a una mesa para dos al lado de los ventanales. La vista daba a un patio interior con una fuente vacía. En verano estaba lleno de flores y el agua brotaba de los múltiples surtidores.

Charlaron durante un rato más acerca de la situación con Jack, y Sue llevó la voz cantante. Luego, insistió en buscarle alguien más adecuado, y Laurie bromeó contestándole que se atreviera a intentarlo. Más tarde, la conversación derivó al análisis del BRCA-1 de Laurie. Ella le contó el caso de su madre y el hecho de que, como de costumbre, esta le había ocultado la información. El único comentario de Sue fue decir que le concertaría una cita con un oncólogo de primera si el resultado salía positivo.

– ¿Y no tienes médico de cabecera? -le preguntó Sue tras una breve pausa-. Ahora que estás apuntada a AmeriCare, vas a necesitar uno.

– ¿Qué te parecería serlo tú? -le propuso Laurie-. ¿Admites nuevos pacientes?

– Me halagas -repuso Sue-, pero ¿estás segura de que estarás cómoda teniéndome como médico?

– Desde luego -contestó Laurie-. También tendré que cambiar de ginecólogo.

– También te puedo ayudar con eso. Por aquí tenemos gente muy buena, incluyendo a una chica que se ocupa de mí. Es rápida, amable y conoce su trabajo.

– Suena a buena recomendación, pero no tengo prisa. Todavía me faltan seis meses para mi revisión anual.